DE VUELTA A TACORITA
En agosto del 2012 publiqué un relato sobre Tacorita. Es una historia que me resulta entrañable y figura entre mis escritos más leídos. Trata de los talleres de esteras que a lo largo de la década de los setenta y parte de los ochenta existieron en la segunda cuadra de la avenida Buenos Aires de Chimbote, entre los jirones Pizarro y Garcilaso. Allí, mi papá tenía un puesto de reparaciones de triciclos y bicicletas, y yo trabajé a su lado cerca de diez años, desde los once hasta las vísperas de cumplir la mayoría de edad.
Me hice adulto influenciado de manera incalculable por las vivencias en el taller. La devoción por el trabajo, el madrugarle a la vida, el edén de los amoríos precoces, los peloteros colmando las tardes de goles, las amistades que llegaron para nunca irse, la sensación de primera vez en cada recodo de lo vivido. La línea del tren pasaba a dos metros de los talleres, y sus rieles fueron testigos de tantos momentos cruciales que le debo a Tacorita.
En tiempos recientes me he ido haciendo de una importante colección de pinturas al óleo encargadas en Chimbote al artista plástico Héctor Chinchayán Paredes. El año pasado, durante mi visita a Perú, le dije: “Te voy a pedir un trabajo que será más difícil que los anteriores”. Le expliqué que, en las obras pasadas, los personajes y motivos habían sido visibles y tangibles, como mi madre o la Isla Blanca; sin embargo, en esta ocasión se trataba de algo que sólo existía en mi memoria. Hablaba de Tacorita, tal como lo conservo en mis recuerdos.
“Me gusta el reto, será interesante”, fue la respuesta de Chinchayán. Lo llevé a la esquina de la avenida Buenos Aires con el jirón Garcilaso, donde estaba la propiedad de la familia Hidalgo. “Desde aquí obtendrás la perspectiva adecuada para la pintura”, le indiqué. No era mi plan incluir todos los talleres de la cuadra, sino sólo aquellos del lado de Garcilaso, ya que allí se hallaba el de mi padre. Quería recrear el ajetreo de la calle y la laboriosidad de los artesanos, incluyendo los rieles, los peloteros y las casas vecinas. La trama de estos elementos era el alma de Tacorita.
Hay algo importante que no mencioné en el relato del 2012, pues deseaba abordarlo en otro texto. Me refiero al incendio de 1975 que destruyó tres talleres, incluyendo el de mi padre. Mi hermano Fernando y yo solíamos dormir allí. Lo hacíamos para prevenir robos nocturnos que a veces ocurrían si no había vigilancia. En la noche del siniestro, Fernando tenía 16 años de edad y yo 14.
Los puestos afectados estaban ubicados hacia el jirón Garcilaso, comenzando con el primero en la esquina, propiedad de un antiguo pescador que reparaba primus y cocinas a kerosene. Su nombre era Nicolás Clavijo Nunjar, conocido como el “Tío Nico”. A su lado estaba la herrería de don Segundo Miñano Velásquez, a quien nosotros llamábamos “Tío Cani”. A continuación, seguía el de mi papá. Afortunadamente, el fuego no alcanzó el cuarto taller, donde el “Maestro” Pedro Lucas Ferrera se dedicaba a la soldadura eléctrica y autógena. Tenía tanques de oxígeno y acetileno, cuya explosión podría haber agravado la situación.
En el taller del Tío Nico dormía de favor un hombre de edad indefinible, tez morena, barba descuidada, ropas andrajosas y una cojera tan pronunciada que le había encorvado la espalda. No sabíamos su nombre, así que lo apodábamos El Cojo. Él llegaba a dormir más tarde que nosotros, y nosotros nos levantábamos más temprano que él. Por las mañanas, al ponerme en camino a casa, me gustaba espiar la vida de El Cojo. Por entre las rendijas de las esteras del primer taller, lo veía dormir en el suelo sobre cartones, con el bastón a su lado.
La noche en que estalló el fuego, Fernando y yo dormíamos en nuestro puesto. A eso de las dos y media de la madrugada, me desperté y noté un resplandor rojizo en el taller. Sacudí a mi hermano, y le dije, “Esto se ve muy raro”. Él se incorporó de la cama y empezó a decir algo, pero no lo terminó. Instintivamente, ambos comprendimos que algo grave estaba sucediendo.
Nos inclinamos hacia la estera que daba a la calle, y contra la cual se recostaba la cama. Con rapidez abrimos un hueco en el carrizo. A través de la abertura tratamos de observar la cuadra en busca de alguna señal sobre lo que estaba ocurriendo. Y vimos algo inusual. En medio de la calle, pasando ya nuestro taller, El Cojo se alejaba con apuro, como si intentara escapar de algo. Por el hueco le grité: “¡Maestro!, ¿qué está pasando?”. Y El Cojo, sin detenerse ni mirar atrás, me respondió: “¡Incendio muchachos, corran!”.
Saltamos de la cama. No terminamos de vestirnos y corrimos hacia la puerta de la calle. Afuera vimos el taller del Tío Nico envuelto en llamas. Supimos que la herrería sería la siguiente, y luego llegaría nuestro turno. “¿Qué hacemos?”, le pregunté a Fernando. Él me miró y contestó: “Yo voy a sacar todas las cosas que pueda; tú anda corriendo a los bomberos”.
La Compañía de Bomberos Voluntarios Salvadora Chimbote Nº 8 estaba ubicada en el centro de la ciudad, en la intersección de los jirones Ladislao Espinar y Guillermo Moore. La distancia entre Tacorita y los bomberos era poco más de un kilómetro, así que empecé a correr en esa dirección. La última vez que vi a Fernando, estaba lanzando bicicletas desde la puerta del taller al otro lado de los rieles.
Corrí sin zapatos en la penumbra de las primeras horas de la madrugada. Avanzando por la segunda cuadra de la avenida Buenos Aires, giré a la derecha hacia Pizarro y luego a la izquierda para la avenida Gálvez. A continuación tomé el jirón Olaya y pasé frente al antiguo cine del mismo nombre. Tenía la intención de doblar a la izquierda en dirección a Manuel Ruiz, pero no pude; un policía me detuvo.
A tres puertas del cine Olaya se situaba la sastrería Santa María. Unos momentos antes, este local había sido objeto de un robo, y dos policías estaban investigando en su interior. Uno de ellos fue quien me detuvo. “¿Por qué estás corriendo?”, me preguntó. Yo, con la respiración entrecortada, respondí: “¡Incendio, señor, se están quemando los talleres de Tacorita!”. No había un patrullero frente a la sastrería, pero sí el viejo Toyota rojo de un taxista. El policía miró al chofer y, con firmeza, le ordenó: “¡Lleva a este muchacho de inmediato a los bomberos!”.
En menos de cinco minutos llegamos a la intersección de Espinar con Moore y pude ver la estación de bomberos. Una vez frente al portón principal, el taxista se detuvo abruptamente y exclamó: “¡Corre, muchacho, corre!”. Salté del auto y empecé a golpear la puerta con las manos, a la vez que gritaba: “¡Incendio, incendio!”. En un instante, la señal de alarma resonó en el edificio y un bombero se deslizó rápidamente desde el segundo piso a través de un tubo. En tanto él abría la reja, dos bomberos más descendían. El que vi primero me pidió detalles de la situación. Mientras le proporcionaba la información, él se ponía la chaqueta y el casco. Al mismo tiempo, otro bombero terminaba de abrir la reja y un tercero ya estaba sacando la unidad a la calle. Cuando todos estuvimos afuera, recibí la orden: “¡Trépate a la parte de arriba del coche!”.
Partimos rumbo a Tacorita. El ulular de la sirena rompía el silencio de la madrugada. De pie en la plataforma del camión, me agarraba de lo que podía. Desandamos la ruta que minutos antes había recorrido. Una vez en el jirón Pizarro, volteamos a la segunda cuadra de la avenida Buenos Aires, donde se encontraba Tacorita. Al pasar frente a la funeraria Martínez, desde lo alto del camión pude ver cómo las lenguas de fuego ya devoraban parte del taller de mi padre.
Los bomberos se detuvieron frente a las llamas. Vi a Teodosio Príncipe Herrera y Sergio de la Cruz Aguilar Moya, junto a otros vecinos, arrojando baldes de agua al fuego. El incendio consumía la mitad de nuestro taller. Fernando seguía sacando cosas hacia afuera. Los bomberos desplegaron las mangueras y las conectaron a las válvulas de la bomba. Uno de ellos le ordenó a mi hermano que se alejara del fuego. El chorro de agua salió disparado y en menos de cinco minutos apagó la candela. Más de la mitad del taller había sido arrasada por el siniestro.
Varias décadas después, cuando le conté esta historia a Miriam, mi amiga de la funeraria Martínez, lo primero que me preguntó fue: “¿Y por qué no le tocaste la puerta a mi abuelito Toribio para que te prestara el teléfono?”. Yo había tenido años para pensar en la respuesta. En el Chimbote de los años setenta, los teléfonos fijos eran un lujo que la gente humilde no podía permitirse. La noche del incendio, probablemente, no pensé en uno de ellos porque no formaban parte de mi mundo. Aún más interesante es el caso del policía que me detuvo frente a la sastrería Santa María. Él no buscó un teléfono; lo que hizo fue meterme en un taxi y mandarme volando a los bomberos.
Para Fernando y para mí, la vida continuó después del incendio. Esa mañana fuimos al colegio, donde tuvimos que responder las preguntas de nuestros compañeros de aula, intrigados por el olor a chamuscado que nos envolvía. Para mi papá, también prosiguió la vida. La noche del incendio perdió una batalla, pero no la guerra. A la mañana siguiente, ya estaba listo para la tarea de hacer renacer el taller, como el ave fénix, desde sus cenizas.
A lo largo de enero, febrero y marzo del año en curso, Héctor Chinchayán me envió varios avances y ajustes de la pintura que estaba creando de Tacorita. En la primera parte de este tiempo, nos dedicamos a cuadrar los elementos centrales de la obra. Luego, abordamos otros aspectos de la vida cotidiana en los talleres. A fines de marzo sentí que habíamos logrado plasmar lo esencial de mis recuerdos. “Termínalo, ya tenemos a cada cosa en su sitio”, le dije.
Cuatro semanas después, el pintor concluyó la obra y el miércoles último se la entregó a mi amigo Bernardo Cabellos. Ese mismo día, Bernardo me hizo llegar una foto digital de la pintura y envió el lienzo a New Hampshire. Este viernes mi madre recibirá en Chimbote una copia enmarcada para la sala de nuestra casa.
Al observar la fotografía recibida el miércoles, volví a sumergirme en el universo de Tacorita. Sonidos, imágenes y personajes resurgieron ante mí. Escuché la voz de mi padre, los golpes en el yunque del herrero, el chirrido eléctrico del soldador, el bullicio de los peloteros. Vi a la mujer de líneas hechizantes cruzando la cuadra al mediodía. Degusté el pan de manteca del joven que nos lo vendía de su canasta al caer la tarde. Sí, y otra vez oí: “¡El tren... se viene el tren!”, que alguien gritaba con urgencia.
Con este relato y esta pintura, cierro mi vieja deuda de gratitud con Tacorita.
New Hampshire, USA
Mayo, 02 2025
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