jueves, julio 06, 2023

Demasiados Adioses

 DEMASIADOS ADIOSES

Eduardo, cementerio de la ciudad de Rollinsford,
Estado de New Hampshire, USA. 2023
A eso de las cinco de la mañana del martes 27 de junio me enteré de la muerte de un compañero de estudios de la secundaria, Julio César Alvarado Chávez, un buen amigo de la juventud y pariente también.

Fiel a mi rutina diaria, esa madrugada me encontraba desayunando. Mi tazón de cereales sobre el costado izquierdo de la mesita, mi laptop al frente, y los apuntes para el trabajo del día al lado derecho. Entre cucharada y cucharada revisaba las redes sociales. Rápidamente pasaba la vista tratando de encontrar algo importante entre una jungla de publicaciones banales. Y así me enteré del fallecimiento de quien fuera mi brigadier en cuarto año en el colegio San Pedro de Chimbote en 1977.


En los últimos años vengo agonizando con las noticias de tantas muertes. Desde luego que las ha habido siempre. La vida y la muerte son solamente caras de una misma moneda. Pero de un tiempo a esta parte las malas nuevas parecieran ser una gotera incesante que no se puede soslayar. Al final de cuentas lo cierto es que nos vamos haciendo mayores, y se vuelve más apremiante la ruleta rusa de la vida.

El mes anterior, en mayo, falleció Oswaldo Alcalde, un amigo y vecino del barrio. Fue una partida que me golpeó bastante. Nuestras casas quedan una al lado de la otra, y de chicos crecimos separados por una medianera invisible. Él era mayor que yo y me conoció desde que nací. Y un poco antes nos dejó don José Atalaya, vecino de la misma cuadra, y a quien de joven me unió una buena amistad cuando estuve dedicado a la política con alma, corazón y vida.


Eduardo pronuncia un discurso durante el entierro
de su amigo Pablo Silva Villacorta. Chimbote, 1979
El recuerdo de la primera muerte que conservo en la memoria es como una película que puedo recrear con exaltados detalles. Don Grimaldo Cueva Herrera vivía en un pasaje de la urbanización 21 de Abril frente a mi casa. Falleció el 21 de diciembre de 1966 a los treinta y seis años de vida. Veinticuatro días antes yo había cumplido seis años de edad. Durante su velorio me acerqué a su féretro, y a través de la tapa descubierta pude verlo en su eterno reposo. Cada vez que pienso en él acude a mi mente sonriendo y bromeándose con su amigo Abel Serrano. Ambos  eran vendedores de telas a plazo, se reunían cada mañana en la esquina del pasaje con sus  bicicletas y mercaderías, y luego partían a recorrer las calles de un Chimbote de otro tiempo.


Tres años después, en 1969, falleció Nolberto Pinedo, conocido en el barrio como “Beto”. Era un joven simpático que trabajaba como ayudante en el cine San Isidro. Vivía en el jirón Unión a dos cuadras de mi casa. La noche del 4 de agosto murió accidentalmente con disparos de bala en circunstancias confusas mientras se celebraba una fiesta familiar a unos pasos de su domicilio. Yo tenía ocho años de edad entonces, y estuve presente en todos los actos de peritaje y reconstrucción de los hechos que se realizaron en la vecindad como parte de la investigación penal. Con el paso de los años me he preguntado si, acaso, en aquel evento yace el embrión de la carrera de abogado que años más tarde elegí.


Hay otra muerte alojada en mi memoria también desde que tengo uso de razón. En realidad aconteció el 28 de julio de 1954, seis años antes de que yo nazca, pero me familiaricé con ella a través de una colección de fotografías en blanco y negro que mi mamá guardaba en una maleta. Desde niños a mis hermanos y a mí nos gustaba mirar estas imágenes. Y ahí había un grupo de fotos de los funerales y el entierro del papá de mi madre, Joaquín Serrano de los Ríos. De nuestros cuatro abuelos, nosotros sólo llegamos a conocer a nuestra abuelita materna, Carolina Rodríguez Villalobos, quien falleció en Trujillo el 28 de octubre de 1975.


Eduardo cargando los restos mortales de Víctor
Raúl Haya de la Torre. Chimbote, 1979
En 1979, en un lapso de seis meses se produjeron dos muertes que marcaron mi vida para siempre. El Día de San Valentín de aquel año falleció en mis brazos don Pablo Silva Villacorta. Tengo escrito un relato al respecto. Él era una persona importante en Chimbote y yo era su asistente personal. Juntos trabajábamos en un programa de noticias en la radio y en otros proyectos también. Luego, el 2 de agosto murió el líder continental, don Víctor Raúl Haya de la Torre, su desaparición física conmocionó a la patria y causó un hondo dolor entre sus seguidores. Tuve el privilegio de conocerlo, cargar su ataúd a su paso por Chimbote, y acompañarlo en peregrinaje hasta su tumba en el cementerio de Miraflores en Trujillo.


Yo ya vivía en Estados Unidos en abril del 2007 cuando mi mamá me llamó, y me dijo: “si quieres despedirte de tu papá tienes que venir volando”. Arribé a Chimbote con mi esposa e hija, y tuve el honor de verlo partir. Mi padre, don Alejandro Quevedo Acosta, falleció el 27 de abril de aquel año, cuatro días después de haber cumplido ochenta y cuatro años de edad. Su muerte es el dolor más grande que me ha tocado vivir a lo largo de mi existencia.

A través de las redes sociales me enteré de la muerte de mi amigo Terry King. Falleció en Inglaterra en diciembre del 2018. En la década noventa trabajamos juntos en el Southbank International School de Londres. Fue un hombre bueno que me ayudó desde el primer día en que lo conocí. Hacía mis llamadas telefónicas a la oficina de inmigraciones, me enseñaba el inglés, traducía mis poemas, y gustábamos charlar sobre el amor. Él me animó he hizo de Cupido para cortejar a una profesora nueva que por entonces llegó a trabajar al colegio. Aquella maestra es mi esposa, y su nombre también es Terry.

El año 2020 nos trajo una pandemia universal. El coronavirus. La muerte asoló el planeta. Millones de personas fallecieron. Los decesos no fueron cifras estadísticas abstractas o ajenas a nosotros. Fueron realidades que golpearon a cada familia, a cada barrio, a cada pueblo. La pandemia nos puso en contacto con la muerte, nos obligó a mirarle la cara y a sentir el frío metálico de su guadaña.


Julio César Alvarado Chávez y Eduardo aparecen
de pie a ambos lados del profesor Juan Gómez
Enriquez. Ciudad de Tacna, 1978
Demasiados adioses. Demasiados amigos y familiares. Demasiados compañeros del colegio y de la universidad. Demasiados peloteros del barrio y colegas del trabajo. Demasiada tinta se queda aún en el tintero al recontar los adioses que se desvanecen en las diversas partes del mundo donde he vivido. Muchas cosas pueden cambiar en la vida, pero lo que no debe variar es tratar siempre de ser personas de bien, tener la conciencia tranquila, y sentirnos en paz con nuestra almohada por la noche. Lo demás queda en las manos del Hacedor.


En enero de 1978 un buen grupo de compañeros de estudios del colegio San Pedro fuimos de excursión a la ciudad de Arica, contratamos un microbús destartalado, y emprendimos camino al sur deteniéndonos en cada ciudad a nuestro paso. Una noche, durante el trayecto, a la altura de Nasca el chofer se quedó dormido y estuvimos a punto de volcarnos en una quebrada. La mayoría íbamos durmiendo y, al día siguiente, nos enteramos que sólo de milagro seguíamos con vida.

Por unas horas Julio César Alvarado Chávez cambió de asiento en el vehículo y se sentó a mi lado. Teníamos diecisiete años de edad. Conversamos sobre el accidente y la muerte. Hoy, mientras culmino este relato me doy cuenta que mi sentir sobre el fin de la vida no ha cambiado mucho de lo conversado con mi brigadier aquella mañana de enero de 1978.


New Hampshire, USA

Julio, 2023


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