martes, febrero 13, 2024

El Amante de la Leña

 EL AMANTE DE LA LEÑA

(Cuento)


—Te digo, ellos siempre tuvieron un negocio de leña al lado de la imprenta —repitió Shego ante la incredulidad de Manuel. 

—¿Estás seguro? —inquirió éste ya sin convicción. 

—¡Claro! —respondió el primero—. Yo era bien chico cuando iba a comprar leña allí. Nos atendía El Chistoso, así le decían al fulano encargado de la venta —remató Shego en forma concluyente. 

Manuel tomó un último sorbo de té, pagó la cuenta, se despidió del amigo y se marchó de la cafetería donde habían estado reunidos.


Caminó casi sin rumbo pensando en las palabras de Shego. Había abandonado por mucho tiempo un tema que iba de la mano con el asunto de la leña; pero, ahora, esto volvió de golpe con renovada fuerza. Siete años atrás él mismo preguntó a doña Josefa si en el pasado don Eleuterio, su padre, había tenido un negocio de leña en la casa. Y ella le dijo que no. Manuel le reformuló la pregunta para asegurarse de una respuesta sin fisuras, y la señora amplió la información, aseverando que en la casa detrás de la suya vendían leña, pero ellos no.


Esa noche Manuel viajó a Lima, y la noche siguiente abordó su avión para volver a París. Aquella revelación de Shego alborotaba su mente. Una vez en La Ciudad Luz, le escribió un mensaje a María Soledad. Ella era hija de doña Josefa, y su amiga de toda la vida. En el mensaje le preguntó si recordaba la conversación ocurrida siete años atrás, cuando su madre le respondió que ellos nunca tuvieron un negocio de leña. Mencionándole, también, de paso, la conversación última que había sostenido con Shego en Chimbote.


La respuesta de María Soledad desconcertó a Manuel. Él siempre supo que su amiga era directa, iba al grano, sin atisbo de emoción al escribir. Pero no esperaba su respuesta. Ella le dijo que recordaba la pregunta que él hizo a su madre, pero la cuestión fue si habían tenido un negocio de panadería, a lo cual su mamá, ciertamente, dijo que no y que un vecino, a la espalda de ellos, sí se dedicaba a la panificación. 


La primera reacción de Manuel, al leer la respuesta, fue de incredulidad, luego soltó una grosería en francés, y seguidamente se hundió en sus pensamientos. “Puedo ser estúpido algunas veces, pero no tan estúpido”, masculló abrumado por el peso de una historia que llevaba más de medio siglo sin poder desmadejar. Pero algo, por lo menos, le quedó claro ese día. Las palabras leña y panadería ya estaban juntas y, además, María Soledad no dijo que don Eleuterio no había tenido un negocio de leña.


Manuel y María Soledad se conocieron siendo niños. Cuando él aún estaba en primaria el señor José, papá de Manuel, cerró el pequeño taller de carpintería que tenía en la casa, y lo reabrió en una de las calles más grandes de Chimbote. Aquí había varias cuadras donde un buen número de artesanos se dedicaban a la carpintería y ebanistería. En el inmueble más grande de esta zona se encontraba una imprenta que empezó haciendo almanaques, tarjetas de Navidad y otras cosas menores; continuó, luego, con periódicos, revistas y folletos; y creció con prestigiosos proyectos editoriales, publicando libros para clientes de distintas partes del país. Esta empresa iniciada por don Eleuterio, luego pasó a las manos de doña Josefa, y después recayó en María Soledad. La imprenta y la carpintería del señor José quedaban frente a frente, en la misma cuadra, y es así como los dos chicos empezaron su amistad.


Los chicos crecieron y se hicieron adultos. Manuel se mudó a Francia, María Soledad se quedó en Chimbote. Ambos por separado se casaron y tuvieron hijos. Con los años ella enviudó, y tiempo después él se divorció. A través de sus vidas se mantuvieron en contacto y él, cada vez que volvía de Europa, siempre iba a la imprenta para visitarla. Nunca cruzaron la línea que va más allá de la amistad. Conforme se hicieron mayores, más los acercó la nostalgia creciente que detrás de sus pasos los acompañaba. Don Eleuterio murió tiempo atrás, luego se fue el señor José, les siguió doña Josefa, y finalmente Blanquita, la madre de Manuel.


Manuel tenía siete u ocho años de edad aquella mañana cuando todo empezó. Él estuvo en el tallercito de la casa jugando con el aserrín. Don José había salido a comprar cola para sus trabajos. Y la señora Blanquita buscaba una herramienta para cambiar la empaquetadura de la bomba de su primus a kerosene. De pronto, halló algo entre las cosas de su esposo. Era una hoja de papel escrita a mano. El niño siguió jugando ajeno al drama que para su madre empezaba a desencadenarse: el manuscrito era una carta de amor. 


—¡Tiene una amante! —dijo ella—. ¡Lo sabía, tiene una amante! —repitió. 

La mamá leyó a su hijo la carta. 

—Es la vendedora de leña, la tal Josefa —añadió tras la lectura, y concluyó—: yo siempre le cuestioné por qué tenía que comprar la leña tan lejos si había sitios más cercanos. 

Lo cierto es que el señor José antes de trabajar como carpintero había sido panadero. Alquilaba horno por horas y lo calentaba con leña. Buscando leña para su trabajo, posiblemente, llegó al negocio de don Eleuterio y habría conocido así a doña Josefa. Años después, cuando él resultó trabajando en la carpintería frente a la imprenta, en realidad, fue mayormente por una coincidencia de la vida. Un amigo le traspasó el taller como parte de pago de una vieja deuda que, de lo contrario, nunca la hubiera saldado, y él no pudo rehusar el trato.


María Soledad de niña cruzaba la ancha calle para mirar cómo la madera se transformaba en puertas y ventanas. En tanto que Manuel caminaba en sentido contrario para ver cómo las resmas de papel se convertían en libros y revistas. La primavera de sus vidas se alejaba cuando él empezó a visitarla a sus regresos de París. Conversaron siempre en la imprenta delante del crucifico del respeto. Él nunca pudo alterar el trato deferente por la amiga iniciado en la asimetría económica de la niñez. Ella mantuvo siempre el cariño cordial sin excesos con el que la formaron. El día que Manuel, finalmente, decidió hablar con María Soledad sobre la carta que su madre le leyera casi seis décadas atrás, él ya tenía sesenta y cinco años de edad. Y ella también. Y ahora él sabía que, en ese entonces, don Eleuterio sí tuvo un negocio de leña al costado de la imprenta en ciernes.


Manuel había llegado de París dos días antes, y en el tercer día se dirigió a la imprenta. María Soledad se mantuvo en silencio a lo largo de la historia contada por Manuel. Durante el prolongado mutismo que siguió al relato, él tuvo tiempo para pensar en lo equivocado que estuvo cuando imaginó las posibles reacciones de su amiga ante la revelación. Ella no mostró dramatismo alguno. Sus ojos se nublaron pero no rodó ninguna lágrima. En vista que el silencio continuó, él apresuró su partida. María Soledad lo acompañó a la puerta, y antes de darle el beso de despedida le preguntó: 

—¿Puedes venir mañana a la misma hora? Quiero mostrarte algo. —Su amigo le respondió que sí y se marchó.


Al día siguiente el taxi se detuvo frente a la imprenta. Manuel agradeció al conductor y se dirigió a la oficina donde ya lo esperaba María Soledad. Ella le contó que tras la muerte de su madre por un buen tiempo estuvo ordenando los papeles que la difunta dejó. 

—Y uno de esos días encontré esto —dijo, y le alcanzó una hoja de papel. 

Era un poema de amor titulado “Josefa”, y no llevaba firma ni fecha. 

—¿Reconoces la letra? —indagó ella. 

—La reconocería entre cientos de papeles escritos por personas diferentes. Es la caligrafía preciosista de mi padre —afirmó Manuel sin atisbo de duda.


Manuel se despidió de María Soledad y se encaminó hacia la salida, esta vez ella no lo siguió y permaneció de pie en la oficina. Desde el umbral de la puerta él giró sobre sus talones para hacerle una venia de despedida. Y en ese instante sintió el valor que durante tantos años nunca tuvo.

—¿Quieres terminar conmigo la historia de amor que José y Josefa nunca concluyeron? —le preguntó desde la distancia. 


María Soledad no le contestó porque un nudo en la garganta le truncó el habla. Y desde la misma puerta donde Manuel de niño miraba las resmas de papel convertirse en libros, más de medio siglo después vio la primera lágrima de felicidad en el rostro de su amiga de la infancia.


New Hampshire, USA

Febrero, 2024


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