viernes, mayo 19, 2017

Pasaporte Gringo


PASAPORTE GRINGO


Ceremonia de Naturalización
Ciudad de Bedford, New 
Hampshire. Abril, 2017
El pasado martes siete de marzo Terry y yo salimos de casa a las once y quince de la mañana. Fue un día nublado, gris y lluvioso. Tras muchos meses de espera, por fin se iba a llevar a cabo mi entrevista y examen para obtener la ciudadanía estadounidense. La cita era en la ciudad de Bedford, New Hampshire, ubicada a hora y media de mi lugar de residencia. Apremiado por el trabajo y los quehaceres de la casa no pude prepararme adecuadamente para el examen. Incluso, durante varios meses quise tomar un curso nocturno de Educación Cívica, pero no se dio. Llegado el día señalado sólo me quedó confiar en mis conocimientos de cultura general que alimento a través de lecturas habituales y el seguimiento de las noticias.

Años atrás había adquirido el derecho a la ciudadanía estadounidense pero no la solicité, por entonces aquello no había sido una prioridad para mí, pero todo cambió el año 2016 cuando durante las elecciones primarias del Partido Republicano el candidato Donald Trump comenzó a perfilarse con fuerza como posible ganador. Considerando que su candidatura representaba un peligro para valores democráticos como la tolerancia, inclusión y sensibilidad social, decidí adquirir la ciudadanía y sufragar en la elecciones. Lamentablemente el derecho a voto me llegó demasiado tarde, y Donald Trump devino en presidente de todas maneras.

En Bedford me fue bien, aprobé el examen y me dijeron que por correo postal me indicarían la fecha para la ceremonia de naturalización. El viaje de vuelta a casa fue igual al de ida: el cielo permanecía encapotado y la lluvia se estrellaba persistentemente contra el parabrisas del auto. Apenas se distinguía la pista, los árboles o los edificios. El mundo era un lienzo gris con trazos imprecisos de matices plomizos. O, por lo menos, así lo percibía mi estado de ánimo. Abatido por problemas de salud en mi familia y escasas horas de sueño me hundí en el asiento del carro, “maneja con cuidado” le dije a Terry, y me refugié en mis pensamientos.


Ceremonia de Naturalización
Ciudad de Bedford, New 
Hampshire.  Abril, 2017
Eduardo & Terry  
Mientras el vehículo avanzaba en la carretera, mi mente retrocedía en los recuerdos. Hasta entonces no había pensado con detenimiento en cómo aquel politizado jovencito de los años setenta que gritaba “¡Acción contra el imperialismo yankee!”, ahora, en el otoño de su vida se encontraba a punto de devenir en un “gringo”. No sentía complejos al respecto, sólo la curiosidad intelectual de entender la evolución. No faltará por ahí la sonrisa burlona de algún crítico ante mi noticia. No importa, sé que la envidia guarda muchos disfraces en su ropero y el de “anti todo” es uno de ellos. Al final de cuentas, de la gente de mi generación que algún día militamos en uno u otro lado del espectro político, no somos muchos los que hemos mantenido la pobreza con decencia a lo largo de nuestras vidas.

Desde que mi hija Dorothy nació en Londres el año 1999, en forma regular hicimos viajes de Inglaterra a USA para visitar a la familia de mi esposa, y finalmente el 2003 nos mudamos del todo a este país. En New Hampshire ha crecido mi hija, he aprendido el inglés norteamericano, me he hecho de mi propia casa que arreglo y cuido con mis mismas manos, mantengo una buena relación con la familia de aquí, tengo un puñado de buenos amigos, y en el trabajo soy considerado por las personas con las que me relaciono. 

Hay cariños que crecen sin que uno mismo se de cuenta, sean por una persona o por un lugar. Es mi caso con este país. En realidad yo no lo sabía y lo descubrí de una manera inesperada. Sucedió durante la Copa del Mundo 2006 en Alemania. USA jugaba contra Ghana y yo sentado en el mueble miraba el partido en la televisión, los africanos estaban un gol adelante y a los 43’ del primer tiempo llegó el empate por intermedio de Clint Dempsey, salté en el aire entusiasmado y grité ¡GOL! Estuve celebrándolo por unos instantes y luego me di cuenta de mi reacción. Fue una revelación. Pude haber seguido festejando… pero unos minutos después Ghana anotó otro gol con lo cual eliminó a USA del mundial.

El año 2008 el pueblo estadounidense eligió al primer presidente negro de la historia de este país, acontecimiento que me llenó de orgullo y alegría. Durante el mandato del Presidente Obama admiré su honestidad, decencia y humanismo. No tengo duda que el tiempo y la historia lo recordarán como uno de los hombres más importantes de la vida política norteamericana. Y, como si ello fuera poco, el año pasado llegué a pensar que la vida también me daría el privilegio de ver elegida a la primera mujer presidenta. Lamentablemente, como es por todos conocido, Hillary Clinton perdió las elecciones y esta gran posibilidad no se cristalizó.


Manzano silvestre en el patio 
de la casa. Rollinsford, New 
Hampshire.  Mayo, 2017
El miércoles 26 de abril volví a Bedford para la ceremonia de naturalización. Hasta la mañana del día anterior el plan era que yo viajaría solo al evento, pues ese mismo miércoles Terry tenía programada una cita médica en la ciudad de Boston. Pero el martes sucedieron dos cosas: al llegar al trabajo mi jefe me dijo que su esposa y él habían decidido acompañarme a Bedford y, horas más tarde, Terry me anunció que había logrado cambiar la fecha de su cita médica y que también vendría conmigo. En realidad llovió tanto el miércoles que temprano mi jefe debió cancelar el trabajo y nadie laboró ese día. “Los vientos de marzo y las lluvias de abril traen las flores de mayo”, dice un viejo proverbio inglés, y la gente de Nueva Inglaterra con razón lo repite como propio. 

Con marzo se fue el invierno y con abril había llegado la primavera. Camino a Bedford ya no había nieve en las calles, en cambio resaltaban las flores amarillas de los arbustos de forsitia y las rosado púrpuras de los rododendros; los esqueléticos árboles de arces salpicados de brotes que darían lugar a nuevas hojas; las magnolias, cerezos y manzanos silvestres exultaban capullos que pronto explotarían en flores, color y belleza; y en los jardines más próximos a las casas las albas campanillas y púrpuras azaleas (flores de transición entre el invierno y la primavera) ya se habían despedido y ahora los espacios eran disputados por narcisos amarillos, jacintos azules y pensamientos con todos los colores del arco iris, mientras que lirios, peonías y tulipanes iban sacando la cabeza de su manto de tierra y empezaban a desperezarse tras un largo sueño invernal.

La ceremonia en Bedford fue sencilla y acogedora. Al final de los discursos una treintena de personas de diversas partes del mundo recibimos los certificados que nos acreditan como ciudadanos del país del Tío Sam. Durante el viaje de regreso mi jefe, su esposa, Terry y yo nos detuvimos en un Starbucks de la carretera y compartimos café, pasteles y mucha conversación. Esa fue la única celebración. A todos nos esperaban quehaceres en la casa y al día siguiente había que trabajar. Terry y yo hicimos planes para obtener mi pasaporte estadounidense. Como peruano muchas veces me resulta difícil obtener visa para viajar a diferentes países, y un pasaporte con la nueva nacionalidad me abriría las puertas de esos lugares.


Puerto de Portsmouth, New 
Hampshire.      Agosto, 2003
Eduardo & Dorothy  junto  a 
su primer  domicilio en  USA
El sábado seis de mayo también llovió. Ese día Terry y yo viajamos al puerto de Portsmouth para gestionar mi nuevo pasaporte en una oficina que atendía medio día y no requería cita previa. El realidad había llovido bastante desde el día anterior y en el sótano de mi casa la bomba de agua trabajaba frenéticamente para expulsar hacia afuera el agua que a través del subsuelo incesantemente se filtraba al interior de la casa. En otro relato he contado que años atrás, durante las pérdidas de fluido eléctrico causadas por tormentas de nieve, hielo o viento, la bomba de agua dejaba de funcionar y yo debía sacar el agua del sótano con baldes de la misma manera como lo hacen mis compatriotas en el Perú, pero ese problema lo solucioné adquiriendo un generador eléctrico que cubre los vacíos durante los “apagones”. 

Tengo un cariño especial por Portsmouth y siento alegría cada vez que vuelvo a este lugar vibrante y diverso. Fue la primera ciudad del estado de New Hampshire donde viví cuando el año 2003 nos mudamos a Norteamérica. Aquí sólo residimos un mes pero me recuerda a la mezcla de inquietud y esperanza de mis primeras vivencias en el nuevo país. Mi hija Dorothy entonces tenía cuatro años de edad y por las tardes la llevaba al malecón a mirar el Océano Atlántico, y cada media hora esperábamos a que el puente Memorial se abriera y cerrara para dejar pasar a los barcos. Además, cada puerto y cada mar que veo en el mundo me evocan siempre a otro puerto en el Pacífico Sur, en cuyas olas se mecen todavía las otras partes de mí.

El día martes 16 del presente mes no llovió. En realidad fue un día esplendoroso, temprano por la mañana me fui a trabajar y hacia el final de la tarde regresé a casa. Sin saber que adentro me esperaba una sorpresa,  me quedé frente a la puerta por unos minutos disfrutando de la primavera que había alcanzado la cima de su belleza y en el aire parecía sentirse la música de Vivaldi. Como en una sinfonía, podía escuchar la flauta de los pájaros, las cuerdas del susurro de los árboles, y la percusión de las cortadoras de césped de mis vecinos.

Al ingresar a la casa puse la lonchera en el piso y me dirigí al lugar donde se ubica mi laptop. A unos pasos de distancia pude ver que Terry me había dejado un sobre de correo postal encima de la computadora. Cuando lo cogí y sentí su interior, sin necesidad de abrirlo supe lo que contenía: mi pasaporte estadounidense había llegado.

New Hampshire, USA
Mayo, 2017

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sábado, diciembre 12, 2015

Mi Alma Máter El Colegio San Pedro de Chimbote


MI ALMA MÁTER EL COLEGIO SAN PEDRO DE CHIMBOTE

El auxiliar Alcides ingresó al aula del Primer Año “D” para llamar lista y darnos la bienvenida. Unos cincuenta muchachos lo escuchamos en aquella mañana inaugural de abril de 1973. El salón era parte de unos ambientes precarios bautizados por la picardía sampedrana como “Los Pueblos Jóvenes”, pues habían sido construidos con triplay y eternit a causa de la emergencia producida por el terremoto de 1970. Más allá de estas aulas y una vieja cancha salitrosa de fútbol resonaba el mar de Chimbote, el rumor de sus olas también nos daba la bienvenida, y nos acompañaría durante cada día de permanencia en nuestra Alma Máter.

Estudiar en la Gran Unidad Escolar San Pedro, como entonces se llamaba, era motivo de personal orgullo. Implicaba ser parte de una tradición en la vida de Chimbote. Un plantel líder no sólo en lo académico, sino también en la música, artes, desfiles cívicos, deportes… y en algo más, la palomillada sana, otro símbolo de su identidad. Bromas a raudales, pero a la hora de las cosas serias prevalecían siempre las nobles virtudes del estudiante sampedrano. A mí, por lo menos, me lo hizo saber temprano el profesor de Educación Física Luis Alva Yépez. Durante nuestra primera clase estando yo en fila para saltar los taburetes, miró mi nombre en su registro y me preguntó si tenía un hermano mayor Roger. Tras confirmarle que sí, me respondió: “Tu hermano ha sido un palomilla pero también un buen alumno, quiero que sigas su ejemplo”.

Antigua estatua de  San Pedro  en el 
interior del colegio (Fuente: Internet)
El colegio tenía una gran plana docente. Yo había estado familiarizado con algunos de sus nombres desde mis días en la primaria. Por ejemplo, el profesor de Historia, Rodolfo Estefo Ñique, cuyas separatas para secundaria las leía junto a mis revistas de historietas; igualmente don José Gutiérrez Blas, su libro “Chimbote a través de la Historia” lo leí por primera vez a los ocho años de edad; el profesor de Música Marco Merry Salazar Jácome había grabado el disco “Una Noche en los Pinos”, uno de mis favoritos a comienzos de los setenta; o el propio Luis Alva Yépez, a quien admiré como entrenador del José Gálvez FBC antes de ser su alumno. Y corresponde a esa época también un pintoresco personaje: debo haber tenido unos nueve o diez años de edad aquel día en que me encontraba con Roger en nuestra tienda de abarrotes. De pronto alguien pasó por la pista manejando un triciclo y, mientras pedaleaba, le gritó a mi hermano: “Oye pendejo, ¿no quieres comprar bolsas?”. Roger le dijo que no. ¿Quién es ese señor?, pregunté. “Es mi profesor Chatarrita Sagástegui, me enseña Anatomía, vende bolsas plásticas en sus días libres”, respondió mi hermano.

El Segundo Año también estudié en “Los Pueblos Jóvenes”, y fue la única vez de mi secundaria que me tocó asistir en el turno de la tarde. Tuve la suerte de tener en el salón a Marco Antonio Arroyo Benites, mi mejor amigo del colegio y de toda la vida. Su amistad marcó una visión más compartida de mis días en el San Pedro. Juntos jugamos fútbol, practicamos gimnasia, y nos enamoramos de bellas alumnas. En general, la etapa colegial cubre una larga lista de ilusiones, fantasías y amores platónicos, cuyos recuerdos aún nos causan suspiros de nostalgia en el otoño de la vida. Anteriormente he ampliado este tema en un par de relatos.

Enero de 1978.  Huacachina, Ica.  Eduardo, 
quinto de la fila de pie (de izquierda a derecha), 
junto a un grupo de compañeros de estudios (2) 
Durante la secundaria disfruté de innumerables lauros logrados por mi Alma Máter: La gallardía del paso marcial de los sampedranos ganó diversos galardones en los desfiles escolares, y fue código de honor para cada una de sus generaciones. Los espectaculares desfiles de antorchas y carros alegóricos durante las festividades de San Pedrito. Los éxitos en los Festicantos celebrados en el coliseo Paul Harris, e igualmente en los certámenes literarios organizados por instituciones de la ciudad. En 1975 cursaba el Tercer Año “B” en uno de los grandes pabellones de dos pisos, y ese año nuestro equipo de fútbol, el Cultural San Pedro, ascendió a la primera división de Chimbote; no olvido el día cuando el profesor Crispín Portella presentó a los jugadores en la formación del plantel, y los estudiantes rompimos filas en medio de una algarabía total.

En la primaria fui un alumno destacado y obtuve diploma de honor en casi todos los años, pero la secundaria fue una historia diferente; mayormente porque descubrí que aunque tenía facilidad para las letras, en cambio los números fueron un hueso duro de roer. No tuve buena química con las matemáticas, pero pasados los años aprendí a valorar a mis profesores de la especialidad, José Desposorio Cruz y Antonio Abanto López, por su decencia profesional y abnegada dedicación. Recuerdo también con afecto al teacher Iturrios, con quien aprendí más inglés en un conocido bar de la esquina de Elías Aguirre con Pardo que en el propio salón de clase. Igualmente, pervive en mi memoria don Julio Orrillo del Águila, subdirector y director del plantel hasta 1976, su menuda figura rondaba cada rincón del colegio, sea para asegurar el orden o para para compartir una broma, fue querido y respetado por todos los estudiantes. Mención especial merece don Jorge Teevin Vásquez, docente de elevado intelecto, impecable dicción, y sobria personalidad; es muy posible que en mis días de colegial me haya evadido de muchas clases pero nunca de las suyas, él mantuvo mi avidez por conocer la Historia Universal y siempre lo consideré mi profesor favorito.

Mapa de ubicación del Colegio San Pedro
(Fuente: Google)
Cuando estuve en Cuarto Año “D” perdí el rumbo de los estudios. Fue en 1976. Tenía quince años de edad y me extravié en el laberinto de la rebeldía, de mis ilusiones sentimentales no correspondidas, y de mis inicios en la militancia política. Repetí aquel año. Mi compañero de aula “Pichicho” Bejarano me había prestado el libro “El Antimperialismo y el Apra” y con fascinación lo leí por primera vez. A partir de allí y por varios meses devoré libros de política y descuidé los estudios, cuando reaccioné fue demasiado tarde. De todas maneras fue un momento clave en mi vida, pues al año siguiente me inscribí en el APRA e inicié una militancia ferviente e idealista, la misma que llegó a su fin hace más de dos décadas, cuando desencantado me distancié del Partido para siempre.

En realidad mi primera participación en la acción política se remonta al primer año en la secundaria. Tuve la suerte de llegar al San Pedro en una época que los estudiantes habían alcanzado un altísimo nivel de organización, preparación y participación en el quehacer social de Chimbote. Y un grupo de dirigentes estudiantiles con notable talento político se reunía diariamente al final de las clases. Fui delegado ante el consejo directivo que aquel año presidió Fernando Collantes Díaz. El movimiento estaba centralizado a través del Frente Único de Estudiantes de Chimbote que dirigió Fernando Rabinez Zapatel. Yo tenía doce años de edad y aún no tenía filiación política, pero la mayoría de los dirigentes pertenecían a los diversos grupos comunistas en que se dividía la izquierda marxista. En mayo y junio participamos activamente en las jornadas de protesta que sacudieron Chimbote, y que tuvieron como saldo la muerte del trabajador siderúrgico Cristóbal Espinola Minchola y del estudiante Humberto Miranda Estrada.

En 1977 volví por segunda vez al Cuarto Año. Estudié con más ahínco y  no tuve problemas académicos. Lo que más recuerdo de aquel año es que organizamos actividades para recaudar fondos e ir al Cuzco. Cerca de diciembre nos dimos cuenta que no teníamos suficiente dinero para el plan inicial y decidimos viajar a Arica. Contratamos un microbús y la tercera semana de enero de 1978 salimos con destino sur. En lo personal dos experiencias importantes ocurrieron durante el viaje. El sábado 21 amanecimos en Arica, visitamos el histórico Morro, e ingresamos al museo del lugar. En cierto momento me encontraba observando los restos de uniformes, armas y accesorios de los soldados peruanos inmolados en la batalla del 7 de junio de 1880, y de pronto me di cuenta que estaba llorando. Salí del museo un tanto confundido ante mi propia reacción. Con el tiempo entendí el dolor que nos dejó a los peruanos la Guerra del Pacífico, y la fuerza del sentimiento que nos une a la patria.

La otra experiencia fue más mundana. Viajando camino al sur llegamos a la ciudad de Nasca, aquí un compañero de estudios me preguntó: “¿Te apuntas para ir al sitio?”. Yo aún no había tenido mi debut, pero sabía que ocurriría más temprano que tarde. Recuerdo que cuando en el aula hablaba de política o fútbol pocos alumnos se interesaban en mi conversación, mientras que al fondo del salón “El Tusa” Vásquez relataba sus visitas a “Tres Cabezas” (1) rodeado siempre por un grupo grande de muchachos. Así que en Nasca fue mi primera vez. Me imagino que quedé conforme con la experiencia, pues al continuar el microbús con dirección sur en cada ciudad que paraba, yo, con un par de amigos imitábamos a los marineros que en cada puerto dejan un amor.

Eduardo, 1975
En diciembre de 1978 concluí la secundaria, unas semanas antes había cumplido dieciocho años de edad. Al cruzar por última vez el portón del jirón Casma un importante capítulo de mi vida se cerraba. Atrás quedaban los salones de clase y sus pasillos; el patio grande de la formación y el busto de Túpac Amaru II con la inscripción de su respuesta al visitador Areche en 1781: “Aquí no hay más que dos culpables, tú por oprimir a mi pueblo, y yo por querer libertarlo”; la estatua de San Pedrito que don Juan Manuel Huamán Alegre erigió con sus alumnos en 1967; la vieja cancha salitrosa de fútbol donde tantas veces me trompeé e hice hombre a puño limpio; y el sonido de las olas del mar de Chimbote que aún en su distante ausencia me continúan acompañando.

Yo aún era un niño cuando escuchaba desde mi hogar la lejana sirena de la Gran Unidad Escolar San Pedro, y me ilusionaba saber que un día sería su alumno. Llegado el momento, por varios años caminé la casi media hora de distancia entre mi casa y el colegio, y porté su insignia sobre el costado del pecho donde late el corazón. Hace dos semanas cumplí once lustros de vida, y con los años uno aprende que el cariño por la escuela sólo crece con el tiempo. Éste es mi testimonio de gratitud para mi Alma Máter, profesores, y compañeros de estudios.

(1) Para beneficio de los lectores no familiarizados con el término, el siguiente relato del autor brinda mayores luces al respecto: LUCIÉRNAGAS DE LA NOCHE

(2) Aparecen en la foto de Enero de 1978:
De pie: Augusto Urdániga Loayza, Napoleón Alba Moreno, Jorge Luis Philipps Camacho, Profesor Juan Gomez Enriquez, Eduardo Quevedo Serrano, Jorge Vásquez Hanada, Máximo “Chopper” Campos Garván, William Méndez Pacheco, Víctor Patricio López, Narda Nuñez Flores, NN, y Jesús Rogger Lu Cruz.
Hincados: Julio César Alvarado Chávez, Godver Germán Almonacid Pucutay, Fernando Quevedo Serrano, Profesor Isaías Loyola Baca, Gaspar “Pichicho” Bejarano Valderrama, Francisco Aguilar, Oscar Urdániga Loayza, Gloria Blanca Villanueva Reyna, Carmen Calderón Rodríguez, y NN.

New Hampshire, USA 
Diciembre, 2015

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viernes, octubre 09, 2015

El Niño y su Héroe


EL NIÑO Y SU HÉROE
(O, ACERCA DE DANIEL CORTEZ BELUPÚ)

Daniel Cortez Belupú
1971 (23 años de edad)
Un niño se apretujaba entre un puñado de personas frente al portón de un edificio de tres pisos en la cuadra diez del jirón Olaya de Chimbote. En el interior cada jueves ensayaba una orquesta que había nacido para hacer historia. Corrían finales de la década de los sesenta y comienzos de los setenta. El niño debía empinarse para ver a través del postigo a los músicos y sus instrumentos, y fascinado detenerse en su héroe: Daniel Cortez Belupú, el trompetista y director de Los Rumbaney.

En 1964, el trompetista había dejado Sechura, “La Capital de la Arena”, para venir al entonces “Primer Puerto Pesquero del Mundo”: Chimbote. Tenía dieciséis años de edad y quería una ciudad grande, tamaño de sus sueños y sin límites para su precoz talento musical. Al arribar contactó a sus tíos maternos Guadalupe, José del Carmen, Víctor y Máximo Belupú Purizaca. Este último era secretario de economía del Sindicato de Pescadores y, vale mencionarse, en su oficina tenía como secretaria a doña Amelia Montero Sánchez, hermana mayor de una jovencita a quien Daniel conoció el primer día que llegó a este lugar y de quien se enamoró para siempre.

Daniel Cortez Belupú, 1962, 
14 años  de  edad,  primero 
de la  izquierda,  junto a  su 
amigo “Chaca” de Sechura
El niño vivía en la esquina de la avenida Aviación y el jirón Unión del barrio San Isidro. A menudo caminaba hasta la décima cuadra del jirón Olaya para ver a la orquesta y a su héroe. Eran tiempos en los que Chimbote vivía un período crucial de su historia, y diversos hechos claves ocurrieron como el terremoto del 31 de mayo cuyos cuarenta y cinco segundos de duración hizo hombres a los niños de toda una generación; la reconstrucción de la ciudad; los triunfos a nivel nacional del deporte chimbotano a través de los equipos de vóley, natación y José Gálvez FBC; y, se disfrutaba la última parte de la bonanza del pescado. La aparición de Los Rumbaney coincidió con esta etapa, supieron interpretar el alma de Chimbote y crearon un sonido que latió con el corazón de su gente. Sus éxitos mantuvieron a grandes y chicos en un estado de fiesta perpetua.

Daniel Cortez Belupú nació en Sechura el 9 de octubre de 1947. Estudió primaria en la Escuela Fiscal Nº 23, ubicada frente a la iglesia San Martín de Tours del pueblo. Su padre fue don Clemente Cortez Chunga, natural de Vice, Piura, y de oficio agricultor; su madre, doña Ricardina Belupú Purizaca, de Sechura y ocupación su casa. Es el mayor y único varón de tres hermanos, siendo las menores Marina Cortez Belupú y Gladys Dedios Belupú. A los dos años de edad quedó huérfano de padre, razón por la cual debió trabajar desde los nueve años para apoyar económicamente a su familia. En la iglesia del pueblo empezó a tocar instrumentos de percusión y luego de viento. Y así llegaron las primeras propinas que ganó con el sudor de su arte.

Don Máximo Dedios Zapata, primer 
maestro de música de Daniel 
A los once años de edad, en su Sechura querida, Daniel se incorporó a La Banda Dedios, más conocida como Los Diablos, de propiedad de don Máximo Dedios Zapata. Este señor le enseñó a leer y escribir música, y fue su primer maestro musical. Aquí se inclinó principalmente por la trompeta, aunque también dominó el trombón, asumiéndolos con la responsabilidad de un trabajo por el cual se obtenía un pago. Cinco años más tarde sintió la necesidad de desenvolverse en un escenario más grande. Y fue de esta manera como resultó en Chimbote en 1964.

La primera estadía de Daniel en Chimbote duró tres años, en este período su tío Máximo Belupú Purizaca lo contactó con distintos grupos y orquestas de la época, integrando inicialmente la Orquesta de Chiquito La Rosa en donde tocó la trompeta. En 1967, Daniel tenía diecinueve años de edad y decide viajar a Trujillo. Se matriculó en el Conservatorio Regional de Música Carlos Valderrama e hizo lo propio para continuar parte de sus estudios secundarios en los colegios Instituto Moderno, General Salaverry, y San Juan. 

Paralelamente a sus estudios en Trujillo, en esta ciudad integró las mejores orquestas de la época: Alicia Estrada, Dominó, Los Hermanos Silva y Nueva Sensación. Aquí continuó tocando su dorada trompeta, fiel compañera de siempre, y que a lo largo de su carrera él ha sabido susurrar, pulsar sus válvulas, y arrancar el éxtasis de sus más bellos sonidos. Daniel aún no había concluido sus estudios cuando dos años más tarde resuelve regresar a Chimbote. No podía estar lejos del gran amor que había dejado en el puerto de sus esperanzas, y que era la dueña de su corazón.

La Banda Dedios  (“Los Diablos”) de Sechura, 1963. 
Daniel: 15 años de edad, penúltimo de los parados
El músico que a comienzos de 1969 vuelve a Chimbote tenía veintiún años de edad, y había alcanzado plena madurez personal y artística. Durante las primeras semanas del nuevo año formó parte de la orquesta Quesquén y sus Estrellas de don Marino Quesquén Puicán. Poco después retomó la secundaria en el turno de la noche del colegio San Pedro, y semanalmente viajaba a Trujillo para concluir sus estudios en el Conservatorio de Música. Paralelamente integraba los grupos que animaban los shows nocturnos de los Night Clubs de la época. Y algo fundamental ocurrió también en ese año…

El segundo domingo de febrero de 1969 cinco músicos jóvenes y brillantes que formaban Los Cleaver Swing, visitaron a Daniel para invitarlo a este grupo e iniciar ensayos inmediatamente, pues en cuatro días iban a tener un “mano a mano” con el famoso conjunto limeño Pedro Miguel y sus Maracaibos. Estos jóvenes fueron: Germán Electo Luna, Erasmo González Silva, Enrique Vera Pastor, José Luis Oliva Moreno, y Lucio Reynalte Coral.

Daniel aceptó y se integró aportando ideas e incluso un nuevo nombre para el grupo. Según él mismo ha explicado, en la música cubana de entonces, a la rumba negra algunos dialectos la llamaban “rumba ney”. Lo cual le inspiró para rebautizar a Los Cleaver Swing como Los Rumbaney. El jueves 13 de febrero de 1969 la nueva orquesta debutó compartiendo escenario con Pedro Miguel y sus Maracaibos. Un año más tarde en el coliseo Amauta de Lima ganó un famoso festival de salsa donde participó lo mejor de la música tropical. En 1971 conquistó su primer Disco de Oro gracias a la canción “El Poncho”, y poco después uno más por “Cumbia India”. Una larga cadena de éxitos continuó durante la vigencia de la orquesta, la cual se prolongó hasta 1976. Ese año Daniel acompañó como arreglista a Aldo y los Pasteles Verdes en una exitosa gira por México y otros países, proyecto previsto para durar tres meses, pero que terminó extendiéndose cerca de un año.

1964. Al centro de pie aparece Daniel (16 años de edad) 
entre  sus  tíos  José del Carmen,  Víctor,  y  Guadalupe 
Belupú Purizaca,  y Julio Temoche Purizaca.  Sentados: 
Marina  Cortez  Belupú (hermana),  Emilio Belupú Antón 
(abuelo), Petronila Purizaca Benites (abuela), y Ricardina 
Belupú Purizaca (mamá)
Los días de Daniel siempre estuvieron marcados por un intenso trabajo y estudio. Ritmo de vida que, tal vez, no hubiera sido posible sin la fuerza del amor que se anidó en su corazón desde aquel día de 1964 cuando arribó a Chimbote. Conocer a la jovencita Angélica Montero Sánchez en la oficina donde su hermana trabajaba como secretaria fue el primer paso de una bella relación destinada a llegar al altar. El 11 de julio de 1970 Daniel y Angélica contrajeron matrimonio, fruto de esta unión nacieron sus cuatro hijos: Anny Delilah, las gemelas Anyela María y Kelly María, y Daniel Richard. A la fecha llevan cuarenta y cinco años de casados y viven en la urbanización El Trapecio de Chimbote.

Cuando el virtuoso trompetista residía en Trujillo empezó a firmar como “Santos D.”. Su nombre, en realidad… no es Daniel. Al nacer, sus padres revisaron el Santoral y vieron “9 de Octubre, día de San Dionisio”, y de acuerdo con la costumbre antigua le pusieron Santos Dionisio. De tal suerte que en Trujillo, al verlo firmar como “Santos D.” sus amigos empezaron a bromearle, preguntándole: ¿Eres tú Santos Daniel? Se referían, indudablemente, al famoso cantante puertorriqueño Daniel Santos, conocido también como “El Inquieto Anacobero”. El tiempo y la fama refrendaron su nombre como Daniel Cortez Belupú, y así lo conocemos desde entonces.

1970  Matrimonio de Daniel Cortez Belupú  y Angélica 
Montero   Sánchez.    Al  costado  izquierdo:   Máximo 
Belupú Purizaca (padrino de cambio de aros). Costado 
derecho:  Ricardina Belupú Purizaca  (mamá de Daniel)
La primera casa donde Daniel vivió en Chimbote estaba ubicaba en la calle 28 de Julio del barrio Magdalena Nueva, y perteneció a su tío Guadalupe. Aquí residió desde 1964 hasta 1970, año en que se mudó a la propiedad de su suegra en la avenida Aviación del barrio 12 de Octubre. Ambos lugares fueron cercanos al hogar del niño que lo admiraba. Así que para éste era común ver a su héroe por las calles de la vecindad. El niño, al saludarlo, en su mente solía repetir: “El importante Daniel…”. Esta frase le había quedado grabada desde la primera vez que escuchó el guaguancó que en 1971 Luis Álvarez Mesías le compuso al trompetista. Y cuya letra decía: “El importante Daniel tiene su filosofía, lo importante para él no es tener mucho dinero”.

En la casa del niño, el primer tocadiscos que tuvo la familia fue adquirido de segunda mano en 1972, era marca Philips y funcionaba con seis pilas. Con este aparato se celebraron las primeras fiestas familiares y llegaron los primeros discos. En la colección nunca faltaron las cumbias andinas “El Poncho”, “Granizo” y “Cumbia India” que catapultaron a Los Rumbaney al estrellato. La música que el niño escuchaba en el jirón Olaya la recomendaba en su casa y así llegaron nuevos discos, como “A Chimbote”, “Te Quiero te Quiero”, y “Llora Corazón”, expresiones de un sonido más tropical, costeño y orquestal. En cada hogar y rincón de Chimbote se cantó y bailó esta música. Y un eco infatigable resonó en la ciudad: “A Chimbote canto yo… En música Los Rumbaney, en vóley la selección, en fútbol el José Gálvez, José Gálvez es campeón”.

Estudio de Grabaciones de Aliro Zúñiga, 
Lima. 1972, Daniel, 24 años de edad
El niño de entonces hoy bordea los cincuenta y cinco años, y es el autor de estas líneas. Y el héroe de mi niñez es hoy mi gran amigo. Desde siempre hemos compartido un interés común por grandes temas, y todos los caminos nos conducen a Chimbote. Hace algunos años escribí un relato sobre la historia de la canción “A Chimbote”, compuesta por Daniel y considerada el himno no oficial de la ciudad. Hoy he querido compartir algunos apuntes sobre los orígenes de este “Patrimonio cultural vivo de Ancash”, conforme se le ha reconocido oficialmente. Medio en broma y medio en serio, a él le gusta repetir: “Como dice la canción del Gran Combo, lo que me vayan a dar, que me lo den en vida”. Y tiene razón.

Cada vez que viajo al Perú me reencuentro con él. “Hola importante Daniel”, le digo. “Eduardito de mi corazón”, me responde siempre. Ya sea vistiendo su pulcro terno oficial o un cómodo atuendo deportivo, me acompaña por las calles a respirar Chimbote. La gente le expresa cariño por doquier. Ingresamos a restaurantes que conoce como al bronce de su propia trompeta, y entonces yo… rompo mi dieta y mi condición de abstemio riguroso. Cuando estoy allá, en la casa de mi madre celebro un reencuentro con mi promoción de la primaria, y Daniel siempre viene para obsequiarnos un recital musical.

Daniel Cortez Belupú y Eduardo Quevedo Serrano
Chimbote, Perú. 2015
Durante nuestra última charla en Chimbote, le revelé que quería escribir algo sobre sus inicios en la música. Le indagué sobre muchos temas y terminé preguntándole por la letra de “Cholito”, disco emblemático de Los Rumbaney compuesto por Joel Estrada Delgado en 1973. “Escúchame Daniel -le dije-, entiendo que el personaje de la canción eres tú. Un cholito de Sechura que llegó a Chimbote. Trabajó duro y estudió duro. Asistía por las noches al colegio San Pedro, y viajaba a Trujillo al Conservatorio de Música. La moraleja es: Cholito estudia y triunfa”. Daniel hizo una pausa, guapeó las lágrimas, y con la voz secuestrada por la emoción me respondió: “… y es también un legado para toda la juventud”.

Mensaje personal para Daniel:
La vida finalmente viene haciendo justicia contigo y estás recibiendo los homenajes que te corresponden. No eres de los que se duermen en sus laureles, y sé que seguirás batallando como un quijote para ver tu sueño hecho realidad: un Teatro Municipal y una Escuela de Música y Arte para Chimbote. Hoy 9 de octubre es tu cumpleaños. Nos regalas amistad, talento y cariño. En tu día quiero corresponderte en algo con lo único que sé hacer: escribir. Ésta es una pequeña semblanza sobre tus inicios en la música y acerca de nuestra amistad… ¡Feliz cumpleaños Importante Daniel!

P.D.: Para leer el relato sobre la canción “A Chimbote”, darle un clic al siguiente enlace: ASÍ NACIÓ LA CANCIÓN “A CHIMBOTE” (LOS RUMBANEY)

New Hampshire, USA 
Octubre 9, 2015

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sábado, septiembre 05, 2015

El "Loco" Catita de Chimbote

EL "LOCO" CATITA DE CHIMBOTE

Natalia Romero y su esposo Fernando Na-
varrete, junto a “Catita”. Año 1980 (FOTO: 
Cortesía de la familia Romero Bernuy)
“¿Cuánto te has sacado en tu paso?”. O, para ser más exacto: “¿Cuato te a tacao tu pato?” me preguntó “Catita” aquel mediodía de 1971. Los alumnos de la Escuela Primaria Nº 3151 de San Isidro habíamos salido a nuestras casas para almorzar y luego regresar a la segunda parte del doble turno de aquellos tiempos. Y ahí estaba él, parado en la esquina de la avenida Aviación y la calle Huáscar, con su saco de cuadernos en la mano y repitiendo la misma pregunta a cada estudiante. Fue la primera vez que me habló, aunque yo ya lo conocía porque él, para entonces, era un personaje ampliamente popular en los barrios del puerto de Chimbote.

Inés Romero Bernuy tenía catorce años de edad cuando el 19 de marzo de 1963 arribó a la estación general de trenes del jirón Olaya de Chimbote. Llegó con toda su familia. Sus padres habían decidido mudarse desde Sihuas a este puerto para que sus siete hijos pudieran realizar sus estudios secundarios. Cargaron sus bultos y se dirigieron a la casa nueva, ubicada a cuadra y media del terminal del tren: la novena cuadra del jirón Pizarro. Con ellos vino también “La Muruquita”, una buena mujer que vivió con la familia desde que tuvo doce años de edad.

Doña  América Ramírez Mattos,  mamá de 
“Catita”, en su casa del barrio La Victoria 
de Chimbote.  Año 2015
El 26 de septiembre de 1950, en una humilde vivienda que hoy corresponde al lote A 17 de la calle San Martín en el barrio 12 de Octubre, doña América Ramírez Mattos dio a luz a un bebé varón, sería el primero de un total de ocho varones y cinco mujeres que con el tiempo llegaría a tener en sus dos compromisos. El bebé primogénito recibió el nombre y apellido de su padre, don Federico Castro. Su nombre completo fue Federico Juan Castro Ramírez, pero en las calles de Chimbote todo el mundo lo llegaría a conocer, simplemente, como “El Loco Catita”.

Con anterioridad a aquel mediodía de 1971 había visto a “Catita” por distintas partes de Chimbote, pero en forma especial y más seguido lo veía en la novena cuadra de Pizarro. Mi padre tenía un depósito de gaseosas y cerveza, y con mis hermanos mayores manejábamos un triciclo para surtir los negocios de los barrios vecinos. Era así que llegábamos con regularidad a esta cuadra de Pizarro para atender los pedidos de la tienda de los Mujica Chávez, la cual quedaba junto a un taller de planchado de autos que, a su vez, también era sede del conjunto rítmico Los Beltons de don Ángel Laguna Ruiz; “Catita" frecuentaba ambos lugares, con su saco de cuadernos en la mano y llevando con el pie el ritmo de la música de los “chancalatas”. 

Poco después de su arribo a Chimbote, Inés empezó la secundaria en el colegio Inmaculada de La Merced ubicado, en ese tiempo, en la primera cuadra del jirón Alfonso Ugarte. Y un buen día de 1963 “Catita” irrumpió en la formación escolar. Algunas alumnas corrieron de miedo pero Inés no se asustó, pues ambos ya eran amigos. Se habían conocido en la novena cuadra de Pizarro. Entonces, “Catita” tenía trece años de edad y con la familia de Inés había iniciado una amistad que con el paso del tiempo devendría entrañable.

Calle San Martín del barrio 12 de Octubre 
de   Chimbote.   “Catita”   nació   en   una 
vivienda  que hoy corresponde a  la  casa 
color celeste.  Foto: 2015
“Catita” fue un bebé sano cuando nació, pero al año se enfermó con meningitis, mal que le generó un retraso mental que marcaría su vida para siempre. Creció y se hizo adulto, aunque en realidad nunca dejó de ser un niño. No hizo estudios primarios y a los diez años dejó su casa y salió de vagabundo por las calles de Chimbote. Poco tiempo después se estableció en la novena cuadra de Pizarro, sin embargo este hecho no alteró su índole de caminante pertinaz. Los rigores del clima nunca amilanaron el paso ligero de sus pies descalzos y encallecidos.

Como suele suceder en muchos pueblos, Chimbote ha tenido diversos “locos”, pero “Catita” fue mi favorito. Siempre me fascinó su vida. Incluso, en la secundaria escribí una breve composición sobre él con motivo de una tarea escolar. Lo recuerdo alto, moreno, de barriga y trasero prominentes. Un niño grande con lenguaje limitado a frases cortas, pero amigable y profundamente interesado en libros y cuadernos. Se apostaba a la entrada de las escuelas y a los estudiantes les pedía un cuaderno, o les preguntaba por sus exámenes. Fue el "loco" más bueno que he conocido en mi vida, inocente en el buen sentido de la palabra, y tierno como el pan recién salido del horno.

Alfonso  Romero Bernuy  ayudando  a 
“Catita”  a bañarse.  Año 1983  (FOTO: 
Cortesía de la familia Romero Bernuy)
La novena cuadra de Pizarro fue su casa, pero la vivienda de Inés fue su hogar. En esta casa diariamente recibía comida y atenciones. Realizaba su aseo personal e, incluso, la familia le rasuraba y cortaba el cabello. También dormía aquí, aunque a veces lo hacía en la vereda del otro lado, frente a la casa de doña Blanca Ascoy de Martínez, siempre sobre cartones, pues nunca aceptó colchones. La familia de Inés vio por su salud cuando se enfermaba. Debido a su vida de vagabundo en ocasiones regresaba a casa con heridas y una vez lo hizo con el brazo roto, los vecinos propiciaron una colecta y reunieron el dinero para su curación en el hospital La Caleta. Un día de 1972, doña América, su mamá, quiso llevarlo de la novena cuadra de Pizarro a su casa del barrio La Victoria, pero “Catita” rehusó la propuesta materna.

“La Muruquita” es un personaje importante en esta historia. Su nombre fue Humberta. Vivió con los Romero Bernuy desde niña hasta el final de su existencia, ayudaba en los quehaceres domésticos y la crianza de los hijos y nietos. En cierto punto de su vida fue bautizada y adoptó los apellidos de don Abraham Romero Cadenillas, padre de Inés. Interesante es saber que “La Muruquita” fue sordomuda, y en sus horas de complicidad con Inés crearon su propio lenguaje de señas para comunicarse. Así, “La Muruquita”, Inés y su nuevo “lenguaje" facilitaron no sólo la comunicación con “Catita”, sino también la gran amistad que se estableció con toda la familia.

Cuando “Catita” era un niño, en su barrio inicialmente lo llamaron “Castrito”, en alusión a que llevaba el nombre y apellido de su padre, don Federico Castro. No faltaron vecinos que para provocar una respuesta le preguntaban, “¿cómo te llamas?”. Y el buen Federico junior tratando de decir “Castrito, en su media lengua respondía “Catita”. De esta manera nació el sobrenombre de “Loco Catita” con el que se le conoció en todo Chimbote.

Cementerio Divino Maestro de Chimbote. 
“Catita”  descansa en paz en el Pabellón 
Santa Lucía A-13. Foto: 2015
“Catita” fue un niño grande hasta el final sus días, dedicó su vida a coleccionar cuadernos, llegando a tener unos cuarenta sacos repletos de éstos a los que arrancaba las hojas escritas y conservaba las blancas. Los almacenaba al fondo del corral de la familia de Inés. Aparte de la obsesión por los cuadernos, hay un lado poco conocido en la vida de “Catita”: en casa de Inés ayudaba con puntualidad haciendo mandados, como la compra de panca y alfalfa para los cuyes. Lavaba su plato y ordenaba los cartones donde dormía. Se ofrecía a cargar bultos del mercado. Y de aquí llevaba comida para “Rinti” y “Tina”, dos perros que había en la casa, los cuales le amaron mucho. “Eto pa’ la pela” (“Ésto es para los perros”), decía siempre. Fue conocedor del buen café y lo disfrutaba diariamente. Como por lo general no reía, usaba este detalle para “canjear” carcajadas por café. 

Novena cuadra del jirón Pizarro de 
Chimbote. Foto: 2015
Un día de 1996 los Rodríguez Montes, parientes y vecinos de Inés, tuvieron la necesidad de construir su casa y este proyecto incluía el área donde “Catita” almacenaba sus cuadernos, razón por la cual fueron removidos del lugar. Lamentablemente, “Catita” se resintió y distanció de la casa de Inés y de la novena cuadra de Pizarro… aunque volvía siempre para disfrutar de un buen café. Tres años más tarde falleció. Dejó este mundo el 28 de marzo de 1999 atropellado por un taxi “Tico” en la avenida Pardo de Chimbote.

Estuve en Perú hace unas semanas, y aproveché mi estadía en Chimbote para ir al cementerio Divino Maestro a dejar un cuaderno para “Catita”. Al antiguo caminante descalzo lo encontré descansando en el pabellón Santa Lucía A 13. Me dio mucha alegría volver a estar cerca de él. Pude conversarle y rezar una oración. Sentí que la inscripción de su lápida era perfecta: “Yo no he muerto, sólo estoy dormido, moriré el día que dejen de venir a verme”.

Al finalizar estos apuntes, dejo aquí una inquietud: ¿Sería posible que las autoridades de Chimbote declaren la fecha del nacimiento o fallecimiento de “Catita” como “El Día del Cuaderno”? Y, tal vez, alguna institución tutelar podría recolectar cuadernos ese día para destinarlos a algún pueblo joven o escuela que los necesite. Más que el valor material de la iniciativa preservaríamos el valor moral de aquel "loco" nuestro: estudiante eterno que en la puerta de las escuelas nos pedía un cuaderno, o nos preguntaba “¿Cuato te a tacao tu pato?”.

AGRADECIMIENTO ESPECIAL a la familia Romero Bernuy y a Katty Sandoval Ríos por su invaluable ayuda para poder escribir esta historia.

New Hampshire, USA 
Septiembre, 2015

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