viernes, agosto 23, 2024

Percy Robles Guibovich

 


PERCY ROBLES GUIBOVICH


Mientras tomaba el primer desayuno con mi madre y otros familiares en la casa del barrio San Isidro, eché un vistazo a la lista de cosas que quería hacer durante los días de visita al Perú. Mi hermana Olga, que conoce mis gustos mejor que nadie, me había servido una taza de té, dos tamales, pan y ají. Miré con cuidado el papel de las notas para que mi mamá no me reprochara si había venido a ver a ella o a mis amigos. Era una lista larga encabezada con la frase “dedicarme a mamá”, y en la siguiente línea decía, “visitar a Percy”.


Tenía unas ganas tremendas de ver a Percy Robles Guibovich, asegurarme que su salud sea buena, y disfrutar de una conversación sin apuros. Nuestras charlas suelen dar lugar a ideas o estímulos para proyectos que me mantienen en un estado de emoción durante un año entero, hasta la próxima visita. Tal vez encargar una nueva pintura al óleo, a lo mejor la publicación de un libro, quizás adquirir alguna planta para mis jardines, o alguna otra iniciativa. Él es como un viejo roble que transmite historia y certeza, y a su sombra danza lo mejor de la amistad.


Mi amigo Percy nació el 27 de agosto de 1938 en una casa de madera frente al Malecón Grau, cerca a la Capitanía de Puerto. Sus padres fueron don Alberto Robles Ronceros, natural de Pativilca, y doña Rosa Olga Guibovich Amésquita, de Chimbote. Creció junto a sus tres hermanos: Teresa del Pilar, Alberto y Sonia Olga. El 16 de abril de 1966 contrajo matrimonio con Tula Encinas Goicochea. De esta unión vinieron al mundo tres hijos: Tatiana, Percy y Cecilia, todos chimbotanos. La familia ha crecido con la llegada de seis nietos: María José, Valeria, Ariana, Natalia, Álvaro y Alonso; los varones nacidos en Lima, y las mujeres en esta tierra de promisión.


Percy aprendió a leer y escribir en una escuelita particular de la señorita Magán, situada en la quinta cuadra de la avenida Bolognesi. Luego continuó en la escuela Montessori de don Lucio Pereyra Espinal, en la sexta cuadra del jirón Pizarro. En 1951, terminó la primaria en el centro escolar 313, que por entonces tenía como director a Alberto Torres Guzmán, y se ubicaba en la esquina de Leoncio Prado y Sáenz Peña.


En 1952 los Robles Guibovich se mudaron de Chimbote a Pativilca, en razón que un hermano del padre de Percy, don Juan Robles Ronceros, había adquirido una fábrica para hacer muebles en la ciudad de Lima, y encargó la gestión del negocio al papá de Percy y a su tío Víctor. Sin embargo, la familia no fue a la capital, sino que se quedó en Pativilca, donde vivía el abuelo paterno de Percy, don Pedro Desiderio Robles Ríos.


Una vez instalados en Pativilca, el joven Percy hizo el primero de media en el Colegio Particular Mixto San Idelfonso de Barranca, viajando todos los días a esta ciudad. Al año siguiente, la familia se trasladó a Barranca, donde Percy continuó asistiendo al mismo centro educativo hasta 1956, en que concluyó la secundaria.


En 1957, Percy comenzó a trabajar en el Banco Popular de Barranca, donde permaneció hasta 1959, ejerciendo el cargo de cobrador. A continuación, la familia Robles Guibovich regresó a Chimbote. Los años en el Norte Chico constituyen una etapa decisiva en su crecimiento y desarrollo de la personalidad. Amigos, fiestas, triunfos con el club de tiro; contacto con la gastronomía local, los productos del campo, las playas y el paisaje de la región. Una parte de su corazón se quedó en Barranca. Recuerda con afecto a Coc Casanova, Sacio, Bustamante, Cordero, Fung, Dávila, Barrenechea, Mispireta, Zapata, Irigoyen y a las chicas que departieron con el joven, alto y apuesto Percy. En una oportunidad, Monseñor Emilio C. Vega le dijo a su padre que Percy debía estudiar para sacerdote y que podría ser enviado a Roma. Pero, su padre no aceptó, ni él tampoco.


En 1960, el joven Percy ingresó a la empresa Sogesa (Siderperú) para laborar como auxiliar de seguridad e higiene industrial. Tenía entonces veintidós años de edad. Cuatro décadas más tarde, se jubiló como superintendente. Su paso por la industria del acero fue un capítulo fecundo en su vida. Viajes de capacitación al extranjero. Enseñanza de lo aprendido en diversas partes del país. Pluma habitual en la revista de la empresa. Respetado entre sus compañeros de trabajo. Y cultivó amigos en cada rincón del centro laboral. Cabe destacar que en 1974, el Consejo Interamericano de Seguridad le otorgó la Medalla de Oro por la forma rápida y oportuna en que salvó la vida del trabajador siderúrgico Pedro Murakami Vallejos, quien se había intoxicado con monóxido de carbono del alto horno.

Percy, su familia y ancestros han estado desde siempre identificados con el progreso de Chimbote. Han servido a la comunidad a través de diversas instituciones. Percy, fue presidente del Instituto Peruano del Deporte (IPD) en Chimbote, y regidor de la ciudad en tres ocasiones. De casta le viene al galgo, dice un viejo dicho, y en este caso parece ser cierto. Su tío-abuelo Antonio Díaz Guibovich fue alcalde de la ciudad entre los años 1904 y 1911, y estando al mando del municipio el 6 de diciembre de 1906 se promulgó la ley 417 que creó  el distrito de Chimbote. Otro tío abuelo, Miguel Guibovich Ramírez ejerció el mismo cargo durante el período 1912-1915. Asimismo, don Julio Guibovich Ramírez, fue regidor y ejerció funciones de teniente alcalde. Además, debemos mencionar que Alberto, hermano menor de Percy, fue concejal en tres oportunidades.


Infatigable hombre de letras también. Ha escrito artículos para revistas y periódicos, como El Acero, Altamar, El Diario de Chimbote, y La Industria. El 2006, publicó su libro El Chimbote que se fue, el cual lleva varias ediciones a la fecha, y es una conversación memoriosa, honesta y emotiva con la historia. Siempre lo tengo a la mano, no sólo como fuente de consulta de gran valía, sino también para sumergirme en la emoción y gratitud que sus páginas exhalan, y que permiten sentir el alma de Chimbote.


El año 2009 recibió la Medalla de Oro del Primer Festival Regional de las Artes, en reconocimiento a su destacada labor cultural en la provincia del Santa. Y, al año siguiente, 2010, le fue otorgado la Medalla de la Ciudad en agradecimiento a su meritorio aporte al desarrollo histórico y cultural de Chimbote.


Percy Robles Guibovich es un chimbotano pata salada que nació frente al mar. Se zambulló en las aguas cristalinas de la playa del malecón. Con sus manos hurgó en la arena dorada en busca de maruchas y muymuyes. Y vio cangrejos carreteros corretear tras la agonía de las olas en la orilla de aquel Chimbote que se fue.

Ser humano de alma generosa. Siempre dispuesto a ayudar a quienes lo requieren. A mí, en lo personal, me ha brindado su tiempo cada vez que lo he necesitado. Su presencia constante acompaña los actos que van esculpiendo la impronta cultural de la ciudad. Recorre las calles saludando a todo el mundo, y cosechando el cariño de amigos y conocidos. Y cuando se trata de defender los intereses de Chimbote, otra vez es un paladín dispuesto a batallar por el puerto que lo vio nacer.


El último 30 de julio, junto a mi amigo Bernardo Cabellos, llegué a la casa  de Percy en la urbanización La Caleta para saludarlo. Tras doce meses sin vernos, hablamos de una pintura al óleo que recientemente había encargado en Chimbote, y lo acribillé con preguntas sobre su biografía a fin de escribir esta historia. Sentí la certeza de estar conversando con una persona no sólo interesante, sino auténtica, en un hogar que exuda arte, historia y cultura. 


El viernes 9 de agosto volví a La Caleta con Bernardo para despedirme. Minutos después resultamos caminamos por el malecón. La huachafería de algunas obras públicas en la ciudad fue el tema central de la conversación. No faltaron las bromas que suelen acompañar nuestras charlas. Tras despedirnos, pensé que Percy pudo haber sido cura, e incluso ir a Roma. Afortunadamente, no aceptó la invitación. Perdió la iglesia, pero Chimbote ganó y sus amigos también.


Chimbote, Perú

Agosto, 10 2024


NOTA:

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viernes, julio 12, 2024

Dos Maceteros de Hortensias


 DOS MACETEROS DE HORTENSIAS

Por varios años quise tener en mis jardines de New Hampshire hortensias azules de hojas grandes, pero no fue fácil cristalizar este deseo. Son arbustos de buen tamaño, y no tenía suficiente espacio disponible en las áreas verdes de la casa. Hasta que mi amigo Tony, y unas cuantas lecturas, me persuadieron con la posibilidad de cultivarlas en maceteros.

Así, el domingo 7 de mayo del pasado año 2023 visité un vivero vecino y compré dos macetas de hortensias. Eran pequeñas, pero satisfacían una obsesión grande. Por más de veinte años en Estados Unidos trabajo en paisajismo. Podando árboles y arbustos, y cuidando áreas verdes de grandes mansiones. Y, a través de esta actividad, me enamoré de la belleza irresistible de las hortensias. Las hay en diversas variedades, pero mis favoritas son las de flor azul y hoja ancha, las más difíciles de cultivar.

El domingo siguiente fui a Walmart y adquirí dos maceteros grandes, capaces de albergar suficiente tierra para asegurar el desarrollo de las hortensias. Una vez en casa las transplanté, aboné y regué. Y elegí para ellas la mejor ubicación posible que podían tener: dos esquinas de la terraza, de modo que pudiera verlas desde la sala a través de la mampara corrediza.


Lamentablemente, unos días después, las hortensias comenzaron a marchitarse. Vino a mi mente una frase de mi padre: “El diablo, de tanto querer a su hijo, lo mató”. Pensé que quizás, en un exceso de cuidado, las había regado en demasía. Cuando tengo dudas sobre jardinería, o cualquier otro tema, suelo acudir a Tony, uno de mis amigos más cercanos en New Hampshire. Él fue mi primer jefe, y trabajamos juntos en su empresa de paisajismo hasta que se jubiló, y vendió el negocio a mi actual jefe. Cada vez que lo necesito, siempre está dispuesto a ayudarme. Así que le pregunté por las plantas, y me dijo que tal vez les había echado mucha agua.


El viernes 19 de mayo, tomé unas fotos de las hortensias, y me fui a trabajar. A la salida hice una parada en el vivero donde las había comprado, y allí me dieron una buena explicación: Durante los dos días previos, un fuerte frío batió varios récords climáticos de larga data en New Hampshire. La helada causó estragos en árboles, arbustos, plantas en general y, también, en mis hortensias. Me recomendaron podar las partes dañadas, y me aseguraron que las plantas se recuperarían.

A finales de junio, el verano llegó a New Hampshire. En esta estación los capullos de las hortensias estallan en flores de gran tamaño, y en todas partes los jardines son sacudidos por los fuegos artificiales de su hermosura. La atracción de esta fase perdura hasta bien entrado el otoño. La promesa que me hicieron en la tienda de plantas se cumplió: en mi terraza, los maceteros rebosaron salud y belleza.

El arribo del invierno en diciembre me planteó un problema. Dejar las macetas al aire libre era riesgoso, el frío extremo podía perjudicar a las hortensias. Consulté con Tony al respecto, y él me propuso dos opciones. Mover los maceteros al interior de la casa y colocarlos detrás de una ventana que recibiera sol. O, trasladarlos al sótano, y ver qué sucedía. La primera alternativa no me era posible, así que opté por la segunda. Ryan, un compañero de trabajo, vino a ayudarme, y llevamos las plantas al sótano. No recibirían luz solar, pero estarían protegidas de las heladas del invierno.


Enero, febrero, marzo del 2024 pasaron, y llegó abril trayendo consigo la primavera. Yo me resistía a subir los maceteros de vuelta a la terraza por la mala experiencia que tuvimos en mayo del año anterior, cuando una helada afectó a las plantas. Mientras tanto, en el sótano, las hortensias no mostraban señales de vida. Dando mi brazo a torcer, el 14 de mayo las regresé a la terraza. No necesité ayuda para subirlas. Estaban secas y parecían esqueletos sin peso. Tomé fotos y se las envié a Tony con la pregunta: “¿Crees que están completamente muertas?”.

Él sugirió que cortara uno de los tallos para verificar si tenían vida, pero no me atreví por temor a su fragilidad. Me dijo también que habían estado en letargo durante varios meses y, tal vez, necesitaban tiempo para recuperarse con luz solar, agua y fertilizantes. Yo seguí cuidándolas con devoción más propia de un santo que de un jardinero. Y el día 31 de mayo, usual fecha recordatoria para mí, la hortensia ubicada en la esquina derecha de la terraza comenzó a dar muestras de vida. Nuevos brotes empezaron a surgir desde la base.

Mientras tanto, el otro macetero seguía en estado de coma. Las semanas fueron pasando y nada. Yo lo auscultaba minuciosamente cada mañana antes de ir al trabajo. Y al hacerlo sentía en mi propia expresión los gestos de mi padre cuando realizaba similar tarea en sus jardines. Él fue un apasionado jardinero. Con escasos recursos creó belleza en cada rincón de las áreas verdes de la casa. Experimentó con nuevas variedades de rosas y cucardas a través de complicados injertos. Y cuando se sintió realizado entre flores y colores, se adentró en el exótico mundo de los cactus. Atiborró el patio con cientos de maceteros, y colgó otros tantos en los lugares más impredecibles.


El viernes 28 de junio, al salir del trabajo, me dirigí al vivero de la localidad. Estaba cansado de esperar por el desenlace de la segunda hortensia, y había decidido remplazarlas con un par de plantas de más fácil cuidado. Eran tantas las opciones frente a mí que se me hizo difícil elegir. Llamé a Tony, pero no contestó. Y regresé a casa con las manos vacías.


Al día siguiente, 29 de junio, fecha también de fácil recordación para mí, a eso de las seis de la mañana corrí la mampara de la sala, y caminé unos diez pasos hasta la esquina izquierda de la terraza. Lo hice más impulsado por el hábito de la costumbre, que por la luz de la esperanza. Con el gesto de mi padre examiné la planta. La escudriñé desde un ángulo, otro ángulo, y uno más. Y como un llamado de la tierra, de la vida que vence a la muerte… una peca verde al fin se dejaba ver en la base de la bendita hortensia.


Post Data: Escribí este relato el jueves 4 de julio aprovechando que fue feriado aquí y tuve el día libre. Una semana después revisé el texto, y antes de ponerle el punto final, me detuve por un momento para echarle un vistazo a las macetas. La pequeña peca verde ya es un tallo fuerte. Espero flores grandes y azules de hortensias este verano.


New Hampshire, USA

Julio, 2024


NOTA:

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GALERÍA DE FOTOS:


7 de mayo 2023. Los maceteros de hortensias recién comprados.


18 de mayo 2023. Hortensias afectadas por la helada del 17 y 18 de mayo.

 

12 de septiembre 2023. Las hortensias lucen bellas en la terraza de la casa. 

14 de mayo 2024. "Tony, ¿Crees que están completamente muertas?”.


29 de junio 2024. "... Con el gesto de mi padre examiné la planta. La escudriñé desde un ángulo, otro ángulo, y uno más. Y como un llamado de la tierra, de la vida que vence a la muerte… una peca verde al fin se dejaba ver en la base de la bendita hortensia".

viernes, junio 14, 2024

La Isla Blanca en New Hampshire

 

LA ISLA BLANCA EN NEW HAMPSHIRE


En otros relatos he mencionado que mi lugar favorito de Chimbote es la Plazuela 28 de Julio, hoy Plaza Grau. Y también he dicho que mi vínculo con este lugar es emotivo, ahí concurría de niño para trabajar con mi cajón de lustrabotas, el cual mi mamá decía que era más grande que yo. 


Es un lapso que va desde que tuve siete hasta los diez años de edad. No todo fue betún y escobillas durante aquel período, pues esta actividad estuvo intercalada con otros trabajos que realicé en las calles de Chimbote, paralelamente, claro está, con los estudios de primaria.


Traigo a colación la Plazuela 28 de Julio porque fue allí donde surgió mi curiosidad inicial por la Isla Blanca. Siendo pequeño, sentado en un corcho de pesca al pie de una de las bancas y con el zapato del cliente sobre mi cajón, podía ver el busto de Miguel Grau contra un elevado respaldo triangular de concreto, mientras que, mar adentro, vestida de novia destellaba la Isla Blanca bajo el firmamento luminoso de Chimbote.


Años después se forjó mi admiración y orgullo por la Isla Blanca en el malecón de la ciudad. Este era un lugar romántico que los jóvenes de mi tiempo visitábamos con frecuencia. Un nido de amores que luego naufragaron cual barquitos de papel en la travesía de la vida. El azul del cielo, el murmullo de las olas, la línea del horizonte, el vaivén de las embarcaciones, el vuelo de las aves, la blancura de la isla, el fuego del atardecer. Y al caer la noche, la complicidad de la luna, las estrellas titilantes y la menguada luz de las farolas. Un escenario de ensueño para el amor y la inspiración.


Cuando salí al extranjero mi amor a primera vista por la dama de blanco se estrechó aún más. Se enriqueció con la novedad de otros puertos y la nostalgia por lo mío. Desde distintas partes del mundo donde he vivido, siempre he vuelto a Chimbote, y mis pasos me llevan una y otra vez al malecón para ver la Isla Blanca. Es un rito sagrado como visitar a la madre, dejar una flor en el cementerio, o regresar a la iglesia del barrio.


Entre julio y agosto del año 2019 estuve de vuelta en la ciudad. Uno de los puntos de mi agenda era reunir información para escribir un relato sobre la inundación del río Lacramarca que asoló parte de la localidad en marzo de 1972. Y para tal fin, uno de esos días caminé buena parte de la ruta afectada por la riada, pero no la concluí. Al día siguiente contacté a mi amigo Bernardo Cabellos para que me acompañe a terminar el tramo que iba desde El Zanjón hasta el mar de Chimbote. 


Así que el martes 13 de agosto, cerca del mediodía, con Bernardo cruzamos el barrio Pueblo Libre a lo largo de La Aviación y llegamos a la avenida Pardo. Continuamos hasta la esquina con Meiggs. Luego nos encaminamos por el complejo deportivo Miramar siguiendo el jirón Piura. Tras cruzar la calle Estudiantes entramos a un tramo descampado salpicado de basura y excremento, y que hoy es el moderno parque Francia. “Ahí quedaba el Vértiz”, dijo Bernardo mientras apuntaba al lado derecho, ambos sonreímos con picardía. Frente a nosotros se alzaba el enrocado de protección costera de más de dos metros de altura. Aún no podíamos ver el mar, pero lo escuchábamos.


Trepamos la muralla pétrea. Uno, dos, tres, cuatro trancos arriba. Y, no importa cuántas veces hayas visto la bahía de Chimbote antes, su belleza siempre te impresiona como si fuera la primera vez.


Desde lo alto del muro, hacia la izquierda, se divisaba los vestigios de dos antiguos muelles y la solitaria silueta de un pescador a cordel recostada en una de las plataformas. En el extremo opuesto, la actividad de los muelles de Enapu y Gildemeister contrastaba con la eterna quietud del cerro Negro. Mar afuera, unas quinientas embarcaciones de todo tamaño dormitaban en el letargo de su propio bamboleo. En el cenit de las doce la luminosidad del disco dorado irradiaba una escarcha brillante en el océano. Y envuelta en su túnica nívea, cual ninfa surgida de las aguas, relucía la Isla Blanca.


Tras disfrutar este instante mágico, Bernardo y yo reanudamos nuestra mundana marcha y resultamos comiendo un menú en el mercado Modelo. No recuerdo qué degustamos, pero si debo adivinar, diría que fue un pescadito frito. El día lo concluimos tomándonos una foto en el malecón. Y fue en este punto del recorrido cuando tomé la decisión. Me dije a mí mismo: “Voy a buscar un buen artista para que me pinte un cuadro al óleo de la bahía, pues quiero tener a la Isla Blanca en New Hampshire”.


Pasaron unos años sin que pudiera concretar esta idea. Hasta que en julio del 2023 retomé la iniciativa. El proyecto empezó con algunas dificultades pero poco después encontré a la persona indicada, un pintor que anteriormente había hecho dos trabajos para mí. Se trata de Héctor Chinchayán Paredes. Él supo captar mi visión de la obra y me propuso varios bosquejos. Luego concordamos la composición, los elementos y la perspectiva de la pintura. El resto fue cuestión de tiempo.


A lo largo de mis años en Europa y Estados Unidos he podido ver diversos mares. En New Hampshire tengo el privilegio de trabajar a menudo frente al Océano Atlántico. Y siempre he advertido las ventajas que estos cuerpos azules traen a las ciudades. Turismo, hotelería, restaurantes, y negocios en general aportan mayores ingresos para los municipios, lo cual se traduce en mejores servicios y, en definitiva, generan progreso y desarrollo para la región.


Chimbote tiene la fortuna de contar con una de las bahías más hermosas del mundo. Pero la mano del hombre y sus autoridades no han estado a la altura de este don de la naturaleza. Descuido, incultura, depredación y contaminación. Pertenezco a una época en que para cursar estudios superiores había que emigrar a otras ciudades, pues Chimbote no tenía universidad. Y la mayoría de los nuevos profesionales y su conocimiento no regresaban a nuestro puerto. Felizmente, esta situación cambió después, y ahí radica mi esperanza. Ahora tenemos cientos y miles de jóvenes preparados que comprenden el reto de recuperar la bahía El Ferrol, y en sus manos tienen la llave para corregir esta triste y absurda realidad.


Conforme pasaron los meses, Héctor Chinchayán me fue mandando avances de su trabajo. Hasta que el día viernes 31 de mayo me envió una foto de la obra completamente terminada. Siempre he tenido una imagen de la Isla Blanca en el fondo de pantalla de mi laptop. De tal suerte que a la dama de blanco la veo todos los días. Pero, contemplarla en la imagen recién llegada me sobrecogió. La saludé como a una vieja conocida, “hello lady”, le dije con satisfacción. Fue un preámbulo grato, previo a su arribo a New Hampshire, enaltecida en una pintura al óleo. 


El día martes 4 del mes de junio en curso la pintura fue entregada a mis amigos Percy Robles y Bernardo Cabellos, quienes generosamente me representan en esto y en tantas otras cosas. Al día siguiente le  hicieron una foto profesional a la pintura y me la enviaron. Ese mismo día, también, el lienzo fue remitido a New Hampshire.


La madrugada del jueves 13 estuve corrigiendo este relato, y luego fui a trabajar. El día transcurrió bajo un cielo azul y una temperatura de 29º. Al final de la tarde, me dirigí a casa pensando en que el próximo jueves empieza aquí el verano y debo programar mi próximo viaje al Perú. Al llegar, mi familia me informó que el cartero había tocado la puerta, y dejado una nota para recoger una encomienda en la oficina postal. Me sentía cansado, pero la noticia me llenó de entusiasmo. De inmediato fui al correo y regresé con el esperado paquete. Era un tubo grande de plástico, y en su interior había llegado a New Hampshire el óleo de la Isla Blanca.


Pronto lo haré enmarcar y lo colgaré en una pared de la casa. Cuando mis amigos y familiares de este país me visiten, no tengo duda que preguntarán por el lienzo. Yo les contaré la historia del chico que lustraba zapatos en una plazuela frente a la hermosa isla. Les diré que cada año vuelvo a verla. Y les hablaré de Chimbote, el puerto más bello desde el Cabo de Hornos hasta Guayaquil, según lo señaló el sabio Alexander Von Humboldt en 1802.


New Hampshire, USA

Junio 14, 2024


NOTA:

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miércoles, junio 05, 2024

El Chino Del Río y Rafa García

 


EL CHINO DEL RÍO Y RAFA GARCÍA


“¡Pared mal tarrajeada!”, fue la respuesta del Chino Del Río al insulto de Rafa García. Sucedió en el aula del cuarto año de primaria en la Escuela 3151 del barrio San Isidro de Chimbote. El año era 1971. Antes, Rafa había llamado “Chino caramelo” a Del Río. Ante el cruce de agravios, ambos se molestaron y “la chocaron para la salida”.

Desde la hora del recreo en que ocurrió el incidente, había un sentimiento de inquietud entre los alumnos. Yo, por lo menos, nunca antes los había visto trompearse. Ninguno de los dos era un caído del palto, y gozaban de respeto entre los compañeros de estudios. Ambos tenían once años de edad y eran de la misma altura. El Chino era más fornido y Rafa un poco más esbelto.


En aquellos tiempos se estudiaba en doble turno, mañana y tarde. Y lo que aquí cuento ocurrió en la tarde. Cuando sonó el silbato de salida, unos veinticinco alumnos dejamos la escuela ubicada en la esquina de la avenida Aviación con el jirón Huáscar, cruzamos la pista y elegimos para la bronca el área descampada que había donde antes estuvo ubicada la iglesia San Francisco de Asís destruida por el terremoto del año anterior, y que había sido remplazada por una construcción transitoria frente a las oficinas de la parroquia. En aquel espacio libre los estudiantes formamos una ronda, y en el centro el Chino y Rafa se cuadraron frente a frente.

Las peleas a puño limpio entre los estudiantes no eran ninguna novedad. Sucedían de tiempo en tiempo. Formaban parte de la cultura popular de los barrios. Obedecían a códigos de honor que no se podían violar. Tenían reglas que los contrincantes debían respetar. Yo mismo me había trompeado varias veces con el Curro Cano, tanto en la escuela como en la calle, pero la contienda de aquel día entre el Chino y Rafa fue la de más recordación de todos mis años en la primaria. 


Cuando en 1973 empezamos la secundaria, seguí viendo al Chino Del Río en el colegio San Pedro, aunque no tuvimos la misma amistad cercana de la primaria. Con los años me enteré que en la Universidad de Ingeniería había destacado en matemáticas de una manera que no había mostrado antes. Por su parte, Rafa fue al Politécnico y después se graduó como contador por la Universidad San Martín de Porres. Con él nos veíamos tanto en la escuelita primaria como en nuestras casas, pues en mi hogar teníamos un negocio de distribución de cerveza y gaseosas, y los padres de Rafa tenían una bodega. Él venía a hacer los pedidos y mis hermanos y yo le llevábamos la orden. Además, cada tarde lo veía pasar frente a mi casa manejando un triciclo, iba a la panadería  de su abuelo, don Andrés Vásquez Mendoza, en la cuadra nueve de Aviación, a recoger el pan para su tienda.


Hace tres lustros viajé al Perú, y estando en Chimbote quise visitar al Chino Del Río. Fui a su casa ubicada en la zona B de la urbanización 21 de Abril, en una esquina frente al jirón Balta, a siete pasajes del domicilio de Rafa. Al tocar la puerta, un familiar me atendió. Y ante mi pregunta, me respondió que mi amigo había fallecido unos años atrás. Traté de despedirme con naturalidad, y luego de unos pasos lloré su muerte. El Chino nos dejó el 22 de noviembre del 2006, a los 47 años de edad.

Lo recuerdo con claridad. Calzaba unos botines color marrón que eran temidos en el salón de clase, y con los que una vez me dio una patada en la canilla. Tenía una caligrafía preciosista y siempre llevaba en el bolsillo del pecho tres bolígrafos: negro, azul y rojo. Por lo general usaba la camisa fuera del pantalón. Poseía un gran talento para contar historias de misterio y terror, e igual picardía para poner chapas a medio mundo. Un día de 1970 corrigió al teacher Clinton diciéndole: “Profesor, no se dice, ¿ya acabó todo el mundo? se dice, ¿ya acabaron todos los alumnos?”.

La última vez que vi a Rafa fue el 8 de agosto del 2015. Fue en mi casa. Yo había viajado al Perú, y mi amiga Katty Sandoval organizó un rencuentro de mi promoción de primaria egresada en 1972, y Rafa se hizo presente. No lo había visto desde fines de los ochenta, en que, de vez en cuando iba a su casa. Ahí funcionaba “La Musiquita”, un bar popular donde a la clientela se le ofrecía una excelente colección de canciones para todos los gustos. La noche de la reunión en mi casa, Rafa hizo gala de una faceta que yo no le conocía, había adquirido con el tiempo el don de la conversación. A lo largo de la noche nos entretuvo con historias interesantes y ocurrencias graciosas hasta la hora de la despedida.


Varios de los estudiantes que formaron conmigo el ruedo durante la pelea de 1971, fueron dejando este mundo con el paso de los años. Dionisio Ledesma Cerna, aquel muchacho inteligente que por las noches vendía cachangas con dulce en el cine San Isidro, mientras yo, a su lado, lustraba zapatos o vendía comics, falleció el 19 de abril del 2023. Rigoberto “Papi” Oncoy Palma, el niño de seis años de edad que en el examen final de la clase de Transición escribió en la pizarra “La señolita es buena”; la profesora Evita no sabía si aprobarlo o desaprobarlo, y llamó al director para que decidiera. “Aprobado” resolvió el señor González, explicando que el alumno hablaba así, y esa era su manera de escribir “señorita”; Papi murió el 29 de mayo del 2021. También estuvo en el ruedo Reynaldo Cruz Reyes, aquel entrañable amigo de la infancia que un día de 1972 se acercó a mi carpeta y me dijo: “Eduardo, en quinto grado hay una chica que me gusta, se llama Mérida”. A él nos lo arrebató el covid el año 2021.


Entre julio y agosto del pasado año 2023 estuve en Chimbote, y uno de esos días fui a visitar a mi amigo Willy Martínez Loyola a su hogar en la avenida Buenos Aires, a cinco casas del recordado bar Huandoy. Al final de la charla, me dijo: “Rafa está enfermo, anda a verlo”. Y así lo hice. Me despedí de Willy y caminé a la manzana 13 de la zona B de 21 de Abril. Llegué al inmueble enrejado donde antes funcionó “La Musiquita”. Toque por varios minutos la puerta, pero nadie abrió, en el interior de la casa ladraba un perro. Yo regresé a New Hampshire, y nueve meses después, al caer la tarde del martes 21 del pasado mes de mayo, Katty Sandoval me envió un mensaje: “Eduardo, falleció tu amigo Rafael García”.


Tras la noticia, pensé en Rafa durante varios días. Y a mi mente llegaron también el Chino Del Río y la pelea de 1971. Me sentí transportado en el tiempo y, como en una película, reviví hechos saltantes de aquel año. El José Gálvez de Chimbote subió a la profesional por primera vez, y los chiquillos de mi generación entrábamos gratis al estadio Vivero Forestal acompañados de un señor. Y vimos jugar a Cubillas, Sotil, Cueto, Chumpitaz, Challe, Cachito Ramírez, Perico León, Gallardo, El Trucha Rojas, Muñante, Patrulla Barbadillo y todos los grandes de la época de oro del fútbol peruano. Hay una canción de 1971 que dice “En música Los Rumbaney…”, y tiene razón. La orquesta de Daniel Cortez Belupú por entonces se escuchaba en todas partes. Ganaba premios, concursos y daba la hora a nivel nacional con éxitos tropicales como El Poncho, A Chimbote, Granizo y Cumbia India. Y nuestro puerto vivió en un estado de fiesta perpetua.


Por aquellos tiempos, en los barrios de Chimbote era un lujo tener un televisor en blanco y negro. Muchos chicos de entonces debimos buscar casas donde ver los grandes eventos deportivos de la época, aunque sea desde la calle a través de la ventana. Así vimos, por ejemplo, “La Pelea del Siglo” entre dos de los más grandes pesos pesados de la historia del boxeo mundial: Muhammad Ali y Joe Frazier. Ocurrió el 8 de marzo de 1971 en el cuadrilátero del Madison Square Garden. El combate duró quince asaltos. “Smoking” Joe venció por decisión unánime y Ali perdió su récord de invicto.

La noche del rencuentro en mi casa, yo le hice recordar a Rafa su pelea de 1971. “El Chino me dio ese día”, me respondió con buen talante. El evento viene a mi mente como un combate largo, que duró posiblemente unos veinticinco minutos. El Chino y Rafa en el centro, una veintena de alumnos en el círculo. La farmacia Virgen de la Puerta de doña Nedda Abanto de Luna hacia la derecha. El templo provisional al frente. La escuelita diagonalmente hacia la espalda. A la izquierda, al otro lado de la doble pista, el nuevo colegio Santa María Reina era construido sobre lo que hasta ese año fue la legendaria Pampa de Fútbol del 21 de Abril.


El Chino y Rafa no giraban como otros peleadores callejeros, ambos se medían frente a frente. De rato en rato se encaraban, golpeaban y volvían a la posición inicial. Rodaron al suelo una o dos veces. Rafa con la camisa bien fajada, el Chino con la camisa suelta. Los dos arremangados. No hablaban, sólo mascullaban palabras inentendibles. El Chino lucía fiero, Rafa elegante. No recuerdo a ninguno sangrar, pero sí que la pelea parecía interminable. Hasta que alguien de la ronda dijo que ya era suficiente. La pelea culminó, no hubo knockout, sino, tal vez, un ajustado resultado por puntos.


Siempre me he sentido cercano a César Segundo “Chino” Del Río Vásquez y Rafael Lino “Rafa” García Vásquez, tanto en la escuela como en mis recuerdos. Aquí dejo estas líneas para la posteridad.


New Hampshire, USA

Junio, 2024


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viernes, abril 12, 2024

El Libro Confesiones a un Árbol

 

EL LIBRO CONFESIONES A UN ÁRBOL


Te sugiero que le pongas como título Confesiones a un Árbol, me dijo Dante Lecca aquel mediodía del domingo 30 de julio del pasado año 2023, cuando conversamos en la casa de Percy Robles Guibovich sobre la publicación de mi libro. Minutos antes nos habíamos reunido en una banca del malecón, y luego caminamos al domicilio del autor de El Chimbote que se fue ubicado en la urbanización La Caleta de nuestra ciudad.


Anteriormente he explicado que el año 2011 comencé a publicar relatos en un blog digital al que denominé Confesiones a un Árbol. Inicié este trabajo tras culminar un proyecto anterior, también en internet, espacio en el que escribí sobre la historia del equipo de fútbol José Gálvez de Chimbote, enlazándolo con los días de mi niñez y adolescencia cuando fui un hincha fanático de La Franja Roja, período que cubre, la última parte de la década sesenta y toda la década setenta. 


En realidad, he escrito toda mi vida. Nunca antes se me había ocurrido publicar un libro, pero escribo profusamente desde el verano de 1967 cuando mi papá me enseñó las primeras letras en casa, antes de enviarme a la escuela por primera vez en abril de aquel año. Y donde acudí con el libro Coquito en una “capacha” de tela dril color beige, hecha por mi madre con los retazos sobrantes de mi primer uniforme escolar. Tenía entonces seis años de edad.


Historia fue mi curso favorito en la secundaria, pero, más que nada se debió a la gran admiración que sentí por don Jorge Teevin Vásquez, profesor de la materia. Lo cierto es que desde chico, Lenguaje y Literatura fue siempre lo mío. En forma especial me gustaron las tareas escolares consistentes en redactar composiciones, y mis textos, por lo general, con facilidad excedieron el mínimo de renglones que los maestros exigían.


Más adelante, cuando fui un joven idealista y milité en el Partido Aprista, escribía los comunicados y las revistas de difusión. Y lo mismo hice años después en el sindicato del trabajo. Posteriormente salí al exterior, y es muy posible que el sentimiento de desarraigo me hizo girar de la prosa a la poesía. Pero la verdad es que la primera ha sido siempre mi compañera más estable, y la segunda una amante furtiva a la que acudo cuando tengo algo de qué quejarme.


Tanto mis escritos publicados desde el 2010 en el blog galvista, como los que empezaron a aparecer un año después en Confesiones a un Árbol, fueron bien acogidos por una audiencia numerosa de lectores, siempre ávidos de recibir una nueva entrega. Llegado un cierto tiempo, lectores y amigos comenzaron a sugerir primero, y luego a “exigir” que los textos adquieran formato de libro. Tomé estas apreciaciones como muestras de gentileza y hasta generosidad, pero nada más.


Fue recién en el 2022 cuando decidí embarcarme en un proyecto editorial para publicar dos libros. En julio de ese año viajé al Perú, y estando en Chimbote le pedí a mi amigo Percy Robles Guibovich que me ayudara con el tema. Él, primero, sugirió hacerlo en Lima, pero yo quería en Chimbote, pues pensé que, viviendo en el extranjero, sería más fácil aquí gracias a la ayuda logística que suelo recibir de familiares y amigos en la ciudad. Sin embargo, por esos días, la salud de mi mamá que para empezar no era buena, se complicó aún más, razón por cual me dediqué a su cuidado a tiempo completo, y ya no tuve tiempo ni cabeza para el proyecto editorial.

Aquel mediodía del 30 de julio del año pasado, cuando Dante Lecca me sugirió que al libro le ponga como título Confesiones a un Árbol, yo no pude evitar una sonrisa de satisfacción y, sólo por curiosidad, le pregunté, “¿por qué?”. “Es un nombre conocido, ya está en la mente de la gente”, dijo él. En realidad, no había pensado en ningún otro nombre. Yo había vuelto al país la semana de las fiestas patrias, y, estando en Chimbote, me comuniqué de nuevo con Percy para retomar el asunto del libro. Y él me puso en contacto con Dante, quien se dedica a esta actividad a través de su editorial Santa Tierra.


La visita al Perú duró casi tres semanas, y antes de regresar a New Hampshire dejé el proyecto encaminado. A mi buen amigo Bernardo Cabellos le solicité que se encargara de todos los aspectos logísticos necesarios, y a Percy le pedí que me haga el honor de escribir el prólogo. Ambos aceptaron de buen talante. Una vez de vuelta en Estados Unidos me aguardaban meses de intensa actividad en el trabajo y la casa. Tuve que hacer malabares con mi tiempo, hasta que finalmente pude enviar los archivos de los escritos a Dante para que pudiera iniciar su labor.


Terry, mi esposa, se encargó de la parte visual del libro. Decidió el tipo y tamaño de letra, los espacios en las páginas, la portada, contraportada y solapas del libro. Mi trabajo fue encontrar tiempo para releer varias veces los borradores del libro hasta dejarlos listos para una revisión final en Chimbote. Se aprobó la portada la primera semana de enero de este año, 2024, y pocos días después completé las correcciones. La fecha de impresión y entrega de los volúmenes tuvieron algunos retrasos y, finalmente, fueron proporcionados a Bernardo el 9 de abril reciente.


En realidad el tiraje del libro es modesto y, principalmente, tiene la intención de formar parte de la colección bibliográfica de colegios, universidades e instituciones relacionadas con la educación y la cultura. Los ejemplares excedentes podrán adquirirse en la tienda de mi hermana Olga ubicada en la cuadra trece de la avenida Aviación en Chimbote. Expreso mi gratitud a mis familiares, amigos y lectores que siguieron de cerca cada uno de los relatos digitales, y me acompañaron en este capítulo de mi vida.

El poeta cubano José Martí dijo alguna vez que “hay tres cosas que cada persona debería hacer durante su vida: plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro”. En mi caso este libro completa la trilogía, y lo hago llegar con profunda satisfacción a la comunidad lectora, esperando sea de vuestro agrado. 

New Hampshire, USA

Abril, 2024


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