viernes, octubre 02, 2020

Dos Pinturas Para Mi Madre

 

DOS PINTURAS PARA MI MADRE


“Es un encuentro de tres amantes de las plantas”, dijo el escritor Percy Robles Guibovich cuando apareció fuera de su sala, para luego cruzar el amplio patio-jardín que rodea su casa en la urbanización La Caleta de Chimbote y darnos la bienvenida frente a la reja de entrada.


Yo había estado de visita en el Perú. Y a menudo escuchaba las quejas de mis amigos por el frío y las recomendaciones de mi mamá para que me abrigara, pero encontraba perfecto el clima de mi puerto. Con el paso de los años me he habituado al brutal invierno del noreste norteamericano, aunque no puedo decir lo mismo del calor. Viajar a mi tierra permitía escaparme por tres semanas del agobiante verano en New Hampshire. Así que la tarde del miércoles 14 de agosto del año pasado, cuando con mi gran amigo Bernardo Cabellos visitamos a Percy, me sentí como un pez en el agua bajo el cielo nublado de Chimbote.


Con su acostumbrada cordialidad, el autor de “El Chimbote que se fue” nos invitó a ingresar a la sala, y dio unos pasos en esa dirección pero Bernardo y yo no lo seguimos. Nos habíamos detenido en el patio para admirar sus plantas, arbustos y el diseño de sus maceteros. Y lo acribillamos con una batería de preguntas sobre jardinería. Cualquier otra conversación podía esperar. Nos contó la historia de su árbol de palta, sus técnicas de poda, y un sinnúmero de anécdotas. Mientras lo escuchaba sentí que al trípode le faltaba una pata, me explico: el patio de Percy mostraba su amor por la jardinería, igual es el caso de Bernardo, las áreas verdes frente a su casa dan fe de la pasión con que las cuida, ¿pero cómo sabía nuestro anfitrión que a mí también me gustaban las plantas?


Una vez en la sala observamos diversas colecciones de arte e historia que Percy ha logrado reunir a través del tiempo. En forma especial presté atención a un retrato al óleo de él mismo que se exhibe en una de las paredes. A cierto punto le pregunté por la historia de dicha pintura. Señaló que fue hecha por el pintor Héctor Chinchayán, contó detalles del trabajo, dijo que siempre estuvo satisfecho con el resultado y, finalmente, me inquirió: “¿Te gusta?”.


Le dije que sí. Motivado por este tema conté a ambos amigos que dos décadas atrás, cuando vivía en Londres, encomendé a un pintor de Chimbote que me hiciera dos pinturas al óleo de mi madre. Una posando de pie en la esquina exterior de mi casa, y la otra sentada frente a su vieja máquina de coser Singer. La parte económica y demás detalles fueron arreglados satisfactoriamente, pero después el pintor se desanimó y el proyecto no se concretó. Y mientras les hablaba, de pronto, sentí una revelación. Miré a mis amigos, y les dije: “Yo viajo de regreso en 72 horas, ¿puedes tú Percy hablar con Chinchayán y ver si me podría hacer los dos trabajos? Y si la respuesta fuera favorable, ¿puedes tú Bernardo asegurarte de todo el aspecto logístico?”.


Domingo 23 de Agosto 2020
Chimbote, Perú

El uno y el otro se miraron mutuamente, concordaron con los ojos, y me respondieron que lo harían con gusto. Dos días más tarde, el viernes 16, me encontraba almorzando con mi amiga Liliana Zevallos en un restaurante del centro de la ciudad, de pronto llegó Bernardo a mi mesa y me dijo: “Percy acaba de conversar con el pintor, a las tres en punto van a estar en tu casa para tomarle fotos a tu mamá”. Miré mi reloj y vi que tenía menos de dos horas para asegurarme que ella esté arreglada, y la casa limpia e iluminada. A la hora indicada todo estuvo listo, y la sesión fotográfica fue un éxito. Ese día Percy y Chinchayán me sugirieron que en lugar de la pintura en la esquina de la calle, mejor se haga un retrato de plano medio de mi madre. Yo acepté de buen talante.


Siempre había querido tener una pintura de mi mamá posando en aquella esquina, como proyectando su sombra hacia las dos cuadras del jirón Unión. Un simbolismo que para mí se anclaba en buenas razones: mis padres fundaron el barrio junto a un puñado de personas en 1958; mi papá le puso el nombre a mi jirón como recuerdo a la calle Unión de la ciudad de Trujillo donde vivió parte de su vida; y, en esta misma arteria jugué a la pelota con mis primeros amigos de la infancia, varios de los cuales ya no están en este mundo. 


Miércoles 30 de Septiembre 2020
New Hampshire, USA

El viernes 22 de noviembre, Héctor Chinchayán me envió una foto del primer trabajo terminado: el retrato de plano medio de mi madre. Me gustó, pero yo sé bien que la opinión que realmente cuenta es la de mi esposa, así que la llamé para que viera la imagen. “I like it!”, dijo ella. El año pasado yo había viajado al Perú preocupado por la salud de mi mamá y en realidad la encontré bien, lo cual alegró mis días en Chimbote. Pero la cereza del pastel fue retomar el antiguo proyecto para hacer realidad las anheladas pinturas.


El día 7 de junio del año en curso recibí, finalmente, la foto de la segunda pintura terminada. Verla me embargó de emoción y en mi mente se agolparon los recuerdos. Mi madre fue costurera y consagró horas infinitas sentada frente a su vieja máquina de coser Singer. Los ingresos de mi padre no eran suficientes para sostener la numerosa familia, y esta labor de mamá nos sacó adelante. Eran tiempos en que la mayoría de casas en los barrios no tenían agua, desagüe, ni electricidad. Yo le daba las “Buenas noches” a mi madre y la dejaba cosiendo alumbrada por una vela sobre el costado de la aguja. A la mañana siguiente la hallaba en el mismo lugar, y una catarata de cera derretida, esculpida por la noche, descendía desde su tablero hasta el suelo.


El primero de julio Percy recibió las dos pinturas terminadas de manos de Héctor Chinchayán. Luego, a mediados del mes siguiente Bernardo las llevó a un estudio fotográfico para obtener fotos de las mismas, y unos días después estas fotografías fueran enmarcadas con muy buen gusto en una vidriería de la localidad. De tal suerte que los dos cuadros quedaron listos para ser entregados a mi madre. 


Bernardo,  Percy &  Eduardo
Miércoles 14 de Agosto 2019
Chimbote, Perú

Un sentimiento de gratitud por Percy y Bernardo me anima mientras escribo estas líneas. Es una verdadera fortuna tenerlos como amigos. Los recuerdo tan cansados como yo la noche del miércoles 14 de agosto del año pasado cuando terminamos un largo día de tertulia cenando en una pollería del centro de Chimbote. Mientras comíamos le pregunté al escritor cómo sabía que a mí también me gustaban las plantas. “Leo tus escritos y miro tus fotos”, respondió a mi curiosidad.


Bernardo tocó la puerta de mi madre el día sábado 22 del reciente mes de agosto. Traía bajo el brazo las dos fotos enmarcadas. Ella lo recibió con alegría. Una vez que los cuadros fueron colgados en la pared, mi mamá se miró y reconoció en aquellas imágenes destinadas a celebrar su vida y perpetuar su recuerdo. Y sonrió contenta y orgullosa de sí misma. Concretar este proyecto me ha llevado bastante tiempo, pero creo que ha valido la pena. 


Post Data: Siguiendo el plan previsto durante mi visita a Chimbote, el martes 25 de agosto Bernardo remitió a New Hampshire las dos pinturas al óleo. Yo las recibí semana y media después, y enseguida Terry las llevó a un Art Estudio en la ciudad de Kittery, Maine para que sean enmarcadas. Las recogí listas el 30 de septiembre, y luego las colgué en la sala de mi casa. Los amigos que me conocen saben que soy abstemio, pero ese día abrí una botella de vino.


New Hampshire, USA

Octubre, 2020


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viernes, mayo 01, 2020

A gringo in my neighborhood after the earthquake


A GRINGO IN MY NEIGHBORHOOD AFTER THE EARTHQUAKE

Mister Clinton (Clinton Wilkins) 1970
No one knew how it happened that he arrived in the neighborhood four weeks after the earthquake on May 31,1970. But the fact is that he did appear on the dusty streets of San Isidro (my neighborhood) while they were still filled with rubble and had more than one dead dog decomposing out in the open on them. Chimbote (my city) still smelled of death in those days. But the ominous stench of pain had already begun to give way to the light of hope.

He was a tall, handsome gringo, and about twenty-five years old. He wore plaid shirts, blue jeans, and brown work shoes. He walked with great strides through the streets of San Isidro and 21 de Abril neighborhoods, and a cloud of kids would follow him almost running. He had an easy smile, a noble heart, and a hard-working nature. He was always helping out with something, and soon he won the affection of both adults and children.

"My name is Clinton” he had said, without adding further details. So we called him "Mister Clinton”. And despite the good friendship he forged over the next few weeks with the neighborhood, we never really knew anything else about him other than this name and his American nationality.

And just as he appeared out of nowhere in June, he also disappeared in September. I was then a nine-year-old boy, and his presence, and later his memory, was nothing more than an anecdote. But when I became an adult I felt the need to find him, to thank him for everything he had done for my neighborhood at a time when misfortune marked us forever.

For years and decades I asked people who might have known him from those weeks in 1970 if they remembered him. When the internet arrived I used this service to search for him. I went through every available Peace Corps file, because I always thought Mister Clinton had been part of that organization's volunteer work in Peru. And in recent years, given how much time had passed, I was troubled by the idea that perhaps life might have played a trick on us without my gratitude having ever reached its destination.

I never knew that Mister Clinton had been a school teacher. I only learned about it on the night of Saturday, December 14, last year. But the funny thing is that during some of the weeks he was in Chimbote in 1970, the good gringo was my teacher. At that time I was in the third year of primary school (fourth grade). 1970 was a strange year for me, not only because of the earthquake, but also because instead of having only one teacher as I should have, I actually had five. 

Let me explain this. For my first three years of school, starting in 1967, I was taught by the highly regarded educator, Mrs. Eva Carbajal de García. Then, when we attended the first day of school in 1970, we were welcomed by a new teacher, Magda González Martell, who was the daughter of the School Principal, Mr. Felipe González Olivera. She was only there for a few weeks and was replaced by Mr. Hidelbrando Gavidia Carbajal, son of teacher Eva, and he also stayed there for only a short time. Next came Mr. Macedonio Rodrigo Cordero Macedo, who was not yet a teacher but studied education in the Normal Indoamérica of Chimbote. And then the earthquake struck and completely disrupted the school year. 

When classes were restarted on Monday, August 3, the school principal informed us that Mister Clinton was going to teach us for a few weeks, which brought great joy to the students. Finally, in September, we had another teacher who was also a student from the Normal Indoamérica. It was Mr. Leonardo Severo Rashta Rojas, and with him we ended the school year.

In late June, when Mister Clinton appeared in the neighborhood for the first time, I had no idea that the reason for his presence was to help out in the vacant teaching position needed for our Third Grade of the School for Boys No. 3151, located on the corner of Aviation Avenue and Huáscar Street, one block from my house. Unfortunately, at that time, the restart of classes was not yet possible since the school premises had been destroyed by the earthquake and still remained in that state. 

However, in mid-July a large truck stopped in front of my house. On it were the materials for the school reconstruction. The principal had coordinated with my father so that these materials would be stored in our backyard until the beginning of the work. It was a shipment of reed and cattail mats, reed canes, eucalyptus posts, and wooden beams.

Over the next two weeks, parents rebuilt the school on voluntary working days. The technical part was run by Felipe González Martell, a 23-year-old man, son of the school principal. Mister Clinton also actively helped on this project. During those days it was common to see the neighbors nailing the lower parts of the walls and saving the higher ones for the tall gringo. Then someone would say to him: "Mister Clinton, you don't need a ladder, please could you nail this up.” And the good gringo would  reply, "No problem.”

The kids from the neighborhood also showed up, possibly hindering more than helping. I remember that I liked to look for chances to strike up a conversation with Mister Clinton. I was a curious nine-year-old boy. In long talks about politics and history with my father, I had gained a wealth of knowledge about American foreign policy, from a critical point of view. And I conveyed that vision to Mister Clinton. The good gringo only listened to me patiently with a smile on his face.

On Union Street, one block from my house, lived one of the neighborhood founding families, and here our neighbor Marino Ramírez Pinedo ran a small private school with a couple of classrooms and a handful of students. One day in early July, he invited Mister Clinton to teach English in one of his classrooms. And the good gringo accepted.

So, for several days a dozen neighbors of various ages sat in Marino’s seats to listen to Mister Clinton. Most of us went there more to enjoy his presence than anything else. We liked listening to him and we were curious about that tall gringo who looked so different from us. We learned a little bit from the English lessons: good morning, good afternoon, other greetings, and possibly a few more words.

As I mentioned before, our school reopened on Monday, August 3. That day Mister Clinton stood in front of my classroom, and we restarted the school year. He was a fun but disciplined teacher. He spoke good Spanish. His grammar had some bumps, but it was perfectly understandable. In translating the word “everybody” from English, he addressed us with the phrase “todo el mundo” (all the world). One day he asked if “todo el mundo” had finished copying what he had written on the blackboard. And the student César Segundo Del Rio Vasquez asked to speak and said, "Teacher, we don’t say, ‘Has all the world finished?’ we say, ‘Have all the students finished?’ " The good gringo’s face turned red and he smiled.

Many years later, when I began the task of searching for Mr. Clinton, I had very few clues to go on. I remembered him perfectly. But when I asked the neighbors from the time of the earthquake about him, they only had a vague memory of "a tall gringo" and nothing else. Towards the end of the nineties, while I was in Europe, I asked a family member in Chimbote to visit the neighbor Marino Ramirez to find out whether he knew the full name of the gringo who taught English at his home after the earthquake.

Against all odds I received an answer. The gringo was called Gregorio Labusa and was from Boston. But the information turned out to be a fiasco. I wasted twenty years searching for this name on the internet. I used every possible name combination including "Clinton" and found nothing. I looked it up with "Gregorio" in Spanish, English, and other languages, and found nothing. I also explored with "Greg" (short for Gregory) and found nothing. The truth is that the information was incorrect: the gringo’s name never was Gregorio Labusa.

Something was different on the night of Saturday, December 14, of last year. I was sitting in front of my laptop doing my usual stuff. For the umpteenth time I googled "Clinton Gregory Labusa Boston" again, and before the usual results appeared, I deleted it. In five months, the earthquake would be fifty years old. And in eleven months, I'd be sixty years old. Overwhelmed by frustration, I said to myself, "Eduardo, you've written many stories of the past thanks to your good memory. Send Gregorio Labusa to hell, and trust your own memories.” And so I did. At nine fifteen that night I googled: "Clinton Chimbote 1970". 

Life always has its ironies. And it chose that moment... the internet was slow. At a snail's pace the first entries were coming up. Something I hadn't seen before caught my eye, and I clicked on it. A black-and-white document was opening up, it was taking so long that it seemed to be coming from an old typewriter. Suddenly, part of a picture appeared and something inside me told me this was it. First the hair, then the forehead, the moustache, the full face… "Shit, I found it!” I exclaimed. But, instinctively, the other Eduardo, more cautious and skeptical, said to himself: "No, it cannot be possible”.

I went upstairs looking for my wife, with the laptop in my hands, like someone carrying a birthday cake with the candles lit. "I think I found it," I said. "What are you talking about?" she asked. With two words, I replied: "Mister Clinton." She had known the story of the gringo, who came to my neighborhood after the earthquake, since I first met her in Europe and we fell in love. And she knew me well enough to know that I was overwhelmed by emotion. So she asked me for the laptop and took care of the matter. She crossed the information that I had found with other websites and social networks. "It's him, he's a teacher, a great educator, a successful man," she finally told me.


What I found online that night was a newsletter from a New Jersey school, published in the fall of 1970. And there, under the heading “Aftermath of a Disaster”, appeared excerpts from a faculty member diary. In June of that year he had traveled to Peru and was in Chimbote helping to rebuild a school. He then taught the Third Year Class for a few weeks. The teacher’s name was Clinton Wilkins.

That same night I contacted Mr. Wilkins, and during the next forty-eight hours we communicated back and forth with the magical feeling of being young again thanks to our shared memories. I learned that he, unfortunately, did not keep the diary he wrote in during his days in Chimbote, and that he also did not have photos from that experience either. I also found out that he actually traveled to Peru without having any particular place in mind as his final destination. He ended up in my city because he caught a connecting flight in Caracas, and his plane was boarded by some Venezuelan doctors who were going to Chimbote to provide help. They put Mr. Wilkins in touch with a group of priests from the Boston Society of Saint James the Apostle who were already working in Chimbote.

In these conversations with Mr. Wilkins I also learned of something very important to me. In the spring of 1972 the Peruvian embassy in Washington, D.C.  awarded Mr. Wilkins the Daniel A. Carrión medal, a high distinction conferred to him on behalf the Peruvian country, in recognition of his aid to Peru after the earthquake. Finding that out gave me great joy, because  thanking him was the main reason I had been looking for him for so long.

And one more thing. On the night of Saturday, December 14, last year, while reading the New Jersey school newsletter that I had found online, I learned that prior to the earthquake, the seventh graders in Mr. Wilkins' classroom had been raising funds to send their teacher to a South American country to help some school that might need his service. In other words, Mr. Wilkins turned up in my neighborhood thanks to a coincidental chain of events whose initial link was the noble action of that group of students. To them and to their teacher I send my deep thanks… fifty years later!

p.s. - A universal pandemic has hit mankind as I write these lines. The world is a new and unexpected place. For fifty years I never doubted that the 1970 earthquake was the most terrible collective experience I have ever endured. Today I wonder if this is still true. These are uncertain times for everyone. God bless us.


New Hampshire, USA
May, 2020


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Un gringo en mi barrio después del terremoto


UN GRINGO EN MI BARRIO DESPUÉS DEL TERREMOTO

Mister Clinton (Clinton Wilkins) 1970
Nadie supo como llegó al barrio cuatro semanas después del terremoto del 31 de mayo de 1970, pero el hecho es que apareció en las calles polvorientas de San Isidro, aún llenas de escombros, y más de un perro muerto descomponiéndose a la intemperie. Chimbote todavía olía a muerte por aquellos días, pero el tufo ominoso del dolor ya había empezado a ceder ante la luz de la esperanza.

Era un gringo alto, apuesto, bordeando unos veinticinco años de edad. Vestía camisa a cuadros, blue jeans, y zapatos de trabajo color marrón. Caminaba a grandes trancos por las calles de San Isidro y el 21 de Abril, mientras una nube de chiquillos lo seguía casi corriendo. Tenía la sonrisa fácil, el corazón noble y una naturaleza trabajadora. Siempre estuvo ayudando en algo, ganándose pronto el cariño de grandes y chicos.

“Me llamo Clinton”, había dicho sin agregar mayores detalles. Así que nosotros lo llamamos “Mister Clinton”. Y a pesar de la buena amistad que forjó en las siguientes semanas con el barrio, en realidad nunca supimos nada más de él aparte de su nombre y su nacionalidad norteamericana.

Y así como de la nada apareció en junio, igualmente desapareció en septiembre. Yo era entonces un chico de nueve años de edad, para quien su presencia, y luego su recuerdo, no pasó de ser una anécdota circunstancial. Pero cuando me hice adulto sentí la necesidad de encontrarlo para darle las gracias por todo lo que hizo por mi barrio en una época en que la desgracia nos marcó para siempre.

Durante años y décadas pregunté por él a cuanta persona pudo haberlo conocido por aquellas semanas de 1970. Cuando el internet arribó utilicé este medio para buscarlo. Revisé cada archivo disponible de los Cuerpos de Paz, pues siempre pensé que Mister Clinton había sido parte del voluntariado de esa organización en el Perú. Y ya en los últimos años, dado el tiempo transcurrido, me inquietó la idea de que a lo mejor la vida nos habría jugado una mala pasada sin que mi gratitud pueda haber llegado a su destino.

Yo nunca supe que Mister Clinton había sido maestro de escuela. De ello recién me enteré la noche del sábado 14 de diciembre del año pasado. Pero lo curioso es que durante algunas de las semanas que estuvo en Chimbote en 1970 el buen gringo fue mi profesor. Yo, entonces, cursaba el tercer año de primaria (cuarto grado). Mil novecientos setenta fue un año extraño para mí, no sólo por el terremoto, sino también porque en lugar de tener un solo docente como era lo debido, en realidad tuve cinco.

Me explico. Desde que empecé la primaria en 1967, y durante tres años me enseñó la venerable educadora, doña Eva Carbajal de García. Luego, al acudir al primer día de clases en 1970 nos dio la bienvenida una profesora nueva, Magda González Martell, quien era hija del director del plantel, don Felipe González Olivera. Ella sólo estuvo por unas semanas y fue remplazada por don Hidelbrando Gavidia Carbajal, hijo de la profesora Eva, y también de breve duración. A continuación vino don Macedonio Rodrigo Cordero Macedo, quien aún no era profesor pero estudiaba educación en la Normal Indoamérica de Chimbote. Y luego llegó el terremoto e interrumpió el año escolar.

Cuando el lunes 3 de agosto se reiniciaron las clases, el director del plantel nos comunicó que Mister Clinton iba a enseñarnos por unas semanas, lo cual generó gran alegría entre los alumnos. Finalmente, en septiembre tuvimos como profesor a otro estudiante de la Normal Indoamérica, don Leonardo Severo Rashta Rojas, y con él terminamos el año escolar.

A fines de junio, cuando Mister Clinton apareció por primera vez en el barrio, yo no tenía idea que la razón de su presencia era ayudar en la plaza vacante de profesor que necesitábamos para el tercer año del Centro Educativo de Varones Nº 3151, ubicado en la esquina de la avenida Aviación y el jirón Huáscar, a una cuadra de mi casa. Desafortunadamente, a esa fecha, el reinicio de clases aún no era posible pues el local escolar había sido destruido por el terremoto y todavía permanecía en ese estado.

Sin embargo, a mediados de julio un camión grande se detuvo frente a mi casa. Éste contenía los materiales para la reconstrucción de la escuela. El director del plantel había coordinado con mi padre para que el cargamento sea almacenado en nuestro corral hasta el inicio de la obra. Se trataba de una gran cantidad de esteras de carrizo y de totora, cañas de carrizo, palos de eucalipto, y vigas de madera.

Durante las dos semanas siguientes los padres de familia reconstruyeron la escuela en jornadas voluntarias de trabajo. La parte técnica estuvo a cargo de Felipe González Martell, un joven de 23 años de edad, hijo del director del plantel. Mister Clinton también participó activamente. En esos días era común ver a los vecinos clavar las partes bajas de las paredes y reservar las más altas para el gringo. Entonces alguien le decía: “Mister Clinton, usted no necesita escalera, ponga este clavito arriba por favor”. Y el buen gringo respondía, “No problem”.

Los chiquillos del barrio también nos hicimos presentes, posiblemente más estorbando que ayudando. Recuerdo que a mí me gustaba buscarle la conversación a Mister Clinton. Yo era un informado niño de nueve años de edad. En prolongadas charlas de política e historia con mi padre, desde un punto de vista crítico aprendí un cúmulo de conocimientos acerca de la política exterior norteamericana. Y esta visión yo se la trasladaba a Mister Clinton, quien sólo me escuchaba pacientemente con una sonrisa en el rostro.

En el jirón Unión, a una cuadra de mi casa, vivía una de las familias fundadoras del barrio, y aquí don Marino Ramírez Pinedo dirigía una escuelita privada de un par de aulas y un puñado de alumnos. Un día a comienzos de julio este vecino invitó a Mister Clinton a dar clases de inglés en uno de sus ambientes. Y el buen gringo aceptó.

De tal suerte que por varios días, una docena de vecinos de diversas edades nos sentábamos en las carpetas de don Marino para escuchar a Mister Clinton. La mayoría asistíamos sobretodo para disfrutar de su presencia. Nos gustaba oírlo y sentíamos curiosidad por aquel gringo alto que era notoriamente tan diferente a nosotros. De las lecciones de inglés algo aprendimos: good morning, good afternoon, otros saludos, y posiblemente algunas palabras más.

Como ya he indicado anteriormente, nuestra escuela reabrió sus puertas el lunes 3 de agosto. Ese día Mister Clinton se cuadró frente a mi aula y reiniciamos el año escolar. El nuevo profesor era divertido pero disciplinado. Hablaba un buen español, su gramática tenía algunos baches pero era perfectamente entendible. Tal vez traduciendo de su inglés “everybody”, se dirigía a nosotros con la frase “todo el mundo”. Un día preguntó si habíamos terminado de escribir lo que él había anotado en la pizarra. Y el alumno César Segundo “Chino” Del Río Vásquez, pidió la palabra y le dijo, “Profesor, no se dice, ¿ya acabó todo el mundo? se dice, ¿ya acabaron todos los alumnos?”. El buen gringo se puso más colorado que de costumbre, y sonrió.

Muchos años después, cuando empecé la tarea de buscarlo, las pistas para lograr mi propósito eran escasas. Yo lo recordaba perfectamente. Pero los vecinos de la época del terremoto a quienes les indagaba por él, sólo guardaban memoria de “un gringo alto” y nada más. Hacia fines de la década noventa, mientras yo vivía en Europa, encargué a un familiar en Chimbote que visite al vecino Marino Ramírez, y le pregunte si sabía el nombre completo del norteamericano que dio clases de inglés en su domicilio después del terremoto.

Contra todo pronóstico recibí una respuesta alentadora. El gringo se llamaba Gregorio Labusa y era de Boston, pero la información resultó ser un fiasco. Veinte años perdí buscando este nombre en el internet. Utilicé todas las combinaciones posibles incluyéndole “Clinton”, y nada. Lo busqué con “Gregorio” en español, inglés, y otros idiomas, y nada. Exploré también con “Greg”, forma abreviada de Gregory en la costumbre angloamericana, y nada. Lo cierto es que el dato era incorrecto: el gringo nunca se llamó Gregorio Labusa.

Algo fue diferente la noche del sábado 14 de diciembre del año pasado. Yo estaba sentado frente al laptop haciendo mis cosas de costumbre. Por enésima vez en google volví a tipear “Clinton Gregory Labusa Boston”, y antes de que aparezcan los consabidos resultados, lo borré. En cinco meses el terremoto cumpliría cincuenta años. Y en once meses yo cumpliría sesenta años de edad. Abrumado por la frustración, me dije: “Eduardo, has reconstruido muchas historias del pasado gracias a tu buena memoria. Manda Gregorio Labusa al carajo, y confía en tus propios recuerdos”. Y así lo hice. A las nueve y quince de esa noche escribí en google: “Clinton Chimbote 1970”.

La vida siempre tiene sus ironías. Y escogió ese instante… el internet estaba lento. A paso de tortuga fueron mostrándose las primeras entradas. Algo que no había visto antes llamó mi atención, y le di un clic. Un documento en blanco y negro fue abriéndose, demoraba tanto que parecía discurrir de una antigua máquina de escribir. De pronto apareció parte de un rostro y algo dentro de mí me dijo que lo conocía. Primero el cabello, luego la frente, el bigote, la cara completa… “¡Mierda, lo encontré!”, exclamé. Pero, instintivamente, el otro Eduardo más cauteloso y zarandeado por las reticencias de la vida, se dijo: “No, no puede ser posible”.

Subí las escaleras en busca de mi esposa, con el laptop en las manos, como quien carga una torta con las velas prendidas. “Creo que lo he encontrado”, le dije. “¿De qué hablas”?, me preguntó. Con dos palabras, le respondí: “Mister Clinton”. Ella sabía la historia del gringo que llegó a mi barrio después del terremoto desde que la conocí en Europa y nos hicimos enamorados. Y me conocía lo suficiente como para saber que la emoción me embargaba. Así que me pidió el laptop y se hizo cargo del asunto. Ella cruzó la información que yo había encontrado con otras páginas webs y redes sociales. “Es él, es un maestro, un gran educador, un hombre de éxito”, me dijo finalmente.

Lo que hallé esa noche en la red fue el boletín informativo de una escuela de New Jersey, publicada en el otoño (norteamericano) de 1970. Y ahí, bajo el título “Después de un Desastre” se reproducen extractos del diario de un miembro de la plana docente. En junio de ese año esta persona viajó al Perú y estuvo en Chimbote ayudando a la reconstrucción de una escuela, y luego enseñó el aula del tercer año por unas semanas. El nombre del profesor era Clinton Wilkins.

Esa misma noche contacté a Mister Wilkins, y durante las  siguientes cuarenta y ocho horas nos comunicamos con la mágica sensación de ser jóvenes otra vez gracias a los recuerdos. Ahí me enteré que él, desafortunadamente, no conservaba el diario que escribió durante sus días en Chimbote, y que tampoco tenía fotos de aquella experiencia. Me enteré también que él, en realidad, viajó al Perú sin tener ninguna ciudad en particular como destino final. Y si resultó en nuestro puerto fue porque su vuelo hizo escala en Caracas, y al avión subieron unos médicos venezolanos que iban a Chimbote para brindar ayuda. Ellos lo contactaron con un grupo de sacerdotes de la Congregación Santiago Apóstol de la ciudad de Boston quienes, para entonces, ya se encontraban en nuestra ciudad.

En las conversaciones con Mister Wilkins me enteré también de algo fundamental para mi. En la primavera (norteamericana) de 1972 la embajada del Perú en la ciudad de Washington condecoró a Mister Wilkins con la orden Daniel A. Carrión, alta distinción que le fue conferida en nombre del estado peruano como reconocimiento a su ayuda al Perú después del terremoto. Saberlo me brindó una gran alegría, pues darle las gracias había sido la razón principal por la cual yo había venido buscándolo durante tanto tiempo.

Y algo más. La noche del sábado 14 de diciembre del año pasado, mientras leía el boletín informativo de la escuela de New Jersey que encontré en el internet, supe que con anterioridad al terremoto, los alumnos del séptimo grado del aula de Mister Wilkins habían venido recaudando fondos a fin de enviar a su profesor a cierto país de Sudamérica para ayudar en alguna escuela que lo podría necesitar. En otras palabras, Mister Wilkins resultó en mi barrio gracias a la coincidencia de una cadena de eventos cuyo eslabón inicial fue la noble acción de aquel grupo de estudiantes. A ellos y a su profesor les hago llegar mi profundo agradecimiento… ¡cincuenta años después!
  
Post Data: Una pandemia universal golpea a la humanidad mientras escribo estas líneas. El mundo es un escenario nuevo e inesperado. Por cincuenta años nunca dudé que el terremoto de 1970 fue la más terrible experiencia colectiva que yo jamás haya vivido. Hoy me pregunto si aún tengo la misma certeza. Tiempos de incertidumbre para todos. Que Dios nos bendiga.

New Hampshire, USA
Mayo, 2020

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