sábado, febrero 18, 2012

Las Revistas de Historietas y las Fotonovelas


LAS REVISTAS DE HISTORIETAS Y LAS FOTONOVELAS
Cuenta Lyman Frank Baum en mi libro infantil favorito, El Maravilloso Mago de Oz, que en Kansas, USA una niña llamada Dorothy es arrastrada por un tornado y aterriza en un mundo imaginario habitado por brujas buenas y malas, un espantapájaro que habla, un león cobarde, un hombre de hojalata, y otros personajes fantásticos.
En Chimbote, Perú a mediados de los años ‘60, cuando yo aún no sabía leer ni escribir, un tornado igualmente fantástico me levantó en vilo y me llevó a un mundo mágico donde viví abstraído por varios años. Este tornado fue el mundo de las revistas de historietas (chistes o comics) y las fotonovelas.
Yo debo haber tenido unos cinco años de edad. Mi padre era dueño de una tienda de abarrotes en la esquina de la avenida Aviación y el jirón Unión del barrio San Isidro, y en este negocio tenía una sección de comics y fotonovelas para alquiler (los vecinos las llevaban a sus casas y las regresaban dentro de las 24 horas a cambio de un precio módico).
Hoy en día este tipo de negocio resultaría impensable, pero crecí en un mundo diferente. Baste decir que la televisión en blanco y negro llegó a mi hogar en mayo de 1980... ¡cuando tenía 19 años de edad! No es una casualidad, pues, que muchos niños sin televisión de mi generación debimos refugiarnos en la lectura.
Antes de saber leer y escribir consagré horas y días enteros a descifrar historietas a través de sus dibujos. Tal fue mi familiaridad con el mundo de los comics, que devine en “asesor de compras” de mi padre. 
Me explico: cada cierto tiempo llegaba a la casa un distribuidor de comics y fotonovelas. Mi padre me llamaba para determinar los ejemplares que debería comprar. Y yo, sin saber leer ni escribir, determinaba con mi dedo “ésta sí” o “ésta no”.
Unos añitos después los comics de la casa me quedaron “chico”, y visité los kioskos vecinos dedicados a este negocio. Frecuenté “El Kiosco de Pacherres” ubicado frente al viejo cine San Isidro en la avenida Aviación, y también un puesto en los alrededores del mercado 21 de Abril con vistas al jirón Balta.
Leí todo género de comics, incluso los llamados culturales como Vidas Ejemplares, Vidas Ilustres, y Joyas de la Mitología Universal. Leía estos últimos no por la pretensión de ser un “buen chico” si no porque fui un lector compulsivo que devoraba kioskos enteros de punta a punta.
Kalimán, el hombre increíble, fue mi comic favorito. Mi héroe luchaba contra las fuerzas del mal usando la defensa personal, dardos somníferos, hipnosis, y una daga. Lo acompañaba el niño Solín y su filosofía se resumía en una frase: El que domina la mente, lo domina todo.
Después de Kalimán me gustaron las publicaciones de José G. Cruz: Santo el enmascarado de plata, Juan sin Miedo, El Valiente, y La Tigresa. Por alguna razón preferí a Blue Demon sobre Santo, y a Batman por encima de Supermán.
Pasado un tiempo los kioskos vecinos también resultaron insuficientes, y empecé mis andanzas por las “ligas mayores”. Entonces yo lustraba zapatos en las calles de Chimbote, y así recalé en los famosos puestos de alquiler de revistas del mercado Modelo, en el corazón mismo de Chimbote, apostados sobre la cuadra séptima del jirón Espinar.
Se trataban de unas covachas de tela, donde las revistas eran colgadas en cuerdas horizontales y sostenidas por ganchos de ropa. En un silencio sepulcral los viciosos irredentos disfrutábamos la lectura.  Entonces yo tenía menos de once años de edad.
Otros de mis comics favoritos fueron: Memín, La Pequeña Lulú, Lorenzo y Pepita, Sal y Pimienta, Porky y sus Amigos, La Zorra y el Cuervo, El Pájaro Loco, Capulina, El Super Ratón, y las producciones de Disney.
Adoraba también a los vaqueros de Far West, Red Ryder, El Llanero Solitario, Roy Rogers, Gene Autry, y Hopalon Cassidy. Igualmente las aventuras de Tarzán, Mizomba el intocable, Turok el guerrero de piedra, Tawa el hombre gacela, Tomajauk, y Mawa de la Jungla.
Por las noches mi mamá me encargaba un pequeño negocio de dulces que yo vendía en la puerta del cine Olaya. Aquí conocí a “Regalo”, un joven que expendía comics, fotonovelas y literatura pulp en la vereda del cine. Era mi mejor cliente de dulces y me dejaba leer sus revistas en forma gratuita. Para entonces ya había dejado a Kalimán y a mis otros héroes, y prefería comics de terror como El Monje Loco y Dr. Mortis, y románticos como Achi, y Susy Secretos del Corazón.
A este punto yo despertaba a la adolescencia y me arrullé en el regazo agridulce de las fotonovelas. Una sucesión infinita de historias de amor pasaron por mis manos. La fotonovelas españolas Corín Tellado y Selene fueron mis favoritas, y también las mexicanas Cita y Chicas. Admiré a los galanes Junior, Fernando Larrañaga, Ernesto Alonso y Fernando Allende, y a la belleza de Rocío Durcal, Irlanda Mora y sobre todo a Angélica María, quien fue la primera musa de mi adolescencia.
Poco tiempo después las fotonovelas también quedaron atrás. Al cerrar la última de sus páginas, un mundo de pompas de jabón empezaría a desvanecerse. Más allá de la fantasía me esperaban las chicas de carne y hueso... el mundo de la realidad. 
Y ese fue el comienzo de otro capítulo.
New Hampshire, USA
Febrero, 2012
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sábado, febrero 04, 2012

A, B, C... Las Primeras Letras

A, B, C... LAS PRIMERAS LETRAS
Un día del verano de 1967, mi padre me señaló una carpeta de madera que había en la casa, y me dijo: “Siéntate, es tu turno”.
Unas semanas antes yo había cumplido seis años de edad, y al final de aquel verano iniciaría mis estudios primarios en la Escuela Nº 3151, más conocida como “La escuelita del señor González” (en referencia al director del plantel), ubicada en la cuadra catorce de la avenida Aviación del barrio San Isidro de Chimbote, Perú.
En aquellos tiempos se aprendía a leer y escribir en “Transición” (Primer Grado), pero una de las reglas de mi papá era enseñar a sus hijos a leer y escribir antes de enviarlos a Transición. En su debido momento, ya se habían sentado en la misma carpeta de madera mis cuatro hermanos mayores: Roger, Nelly, María y Fernando. 
Y el verano de 1967 fue mi turno para aprender a leer y escribir. 
El día de la primera lección, sobre la carpeta encontré la Cartilla (abecedario), el Silabario Fonético, y el libro Coquito. Mi padre fue mi primer maestro. El más brillante de todos. Hablaba con claridad, enseñaba con ejemplos didácticos, y sabía a donde apuntaba. Aquel verano él tenía 43 años de edad... y era ocho años más joven que yo ahora, cuando escribo estas líneas.
Las clases empezaron con la Cartilla: A de avión, B de buque, C de casa...
Cartilla, Silabario, Coquito, y Palmer
Rápidamente pasamos al Silabario Fonético, un pequeño libro ilustrado de una página por cada letra. Debo mi apelativo de “Chato” a este Silabario. Ocurrió así: La página de la antigua letra “CH” tenía el dibujo de un niño con la nariz roma y la palabra “Chato” junto a la ilustración. Un día de esos, estando yo deletreando esta página, pasó por mi lado mi mamá, miró el dibujo y dijo: “¡Ve, igualito a ti, mi Chatito!”, desde entonces todo el mundo en el barrio me conoció como “Chato”.
Luego del Silabario vino el libro Coquito, y paralelamente practiqué la caligrafía en los cuadernos Palmer. Disfrutaba del aprendizaje, pero extrañaba mirar los partidos de fútbol que diariamente se jugaban en mi calle (el jirón Unión). Mientras yo silabeaba y dibujaba las nuevas palabras, afuera la pelota se estrellaba contra la pared de adobe de mi casa, y de rato en rato se escuchaba el grito de ¡GOL!, y yo me moría por saber quién iba ganando.
Luego de dos semanas intensas, llegó el último día de clases. Lo recuerdo con nitidez. Fue un domingo. Mi papá se rascaba la cabeza porque no podía creer que yo hubiera podido aprender a leer y a escribir en 14 días. Él se empecinaba en una revisión final y yo me desesperaba por salir a la calle.
Imposible olvidar aquel día. Como muchos otros domingos, en mi calle se jugaba un “clásico” entre los “cholos” de mi barrio (San Isidro), y los “pitucos” de la urbanización 21 de Abril “A” que se reunían en una esquina de las manzanas 16 y 17. Por los “cholos”, entre otros,  jugaban Vicente “La Burra” Vergaray, los hermanos “Chana” y “Chiqui” Castillo, y Leonel Pinedo. Entre los “pitucos” me vienen a la mente los hermanos Víctor y Carlitos Pisfil, Rubén Mejía, y Enrique Sosa.
Al final de la lección de aquel domingo recuerdo que mi padre me dijo que yo había sido su mejor alumno, y que me iría bien en la escuela. Y lo que mejor recuerdo de aquellos partidos de fútbol en mi calle son las piedras que se usaban por arcos, también las discusiones sobre si un gol habría sido tal o “palo” (en este caso, piedra), y las veces en que el juego se interrumpía debido a que la pelota era arrollada por algún carro, o porque caía en algún techo y los vecinos se negaban a devolverla.
Eduardo junto a la Clase de Transición de 1967
Al final del verano de 1967 fui a la clase de Transición de la profesora Eva Carbajal de García. Las palabras de mi padre resultaron premonitorias: obtuve Diploma de Honor en el primer puesto. 
Aprender a leer y escribir para mí fue como un amor a primera vista. Un amor terco de toda la vida. Un amor que inicié, cantando esta popular tonada de mi niñez:
A, b, c, ch
la cartilla se me fue
por la calle San José
no me pegues mamacita
porque ya la sé.
New Hampshire, USA
Febrero, 2012
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