LA ISLA BLANCA EN NEW HAMPSHIRE
En otros relatos he mencionado que mi lugar favorito de Chimbote es la Plazuela 28 de Julio, hoy Plaza Grau. Y también he dicho que mi vínculo con este lugar es emotivo, ahí concurría de niño para trabajar con mi cajón de lustrabotas, el cual mi mamá decía que era más grande que yo.
Es un lapso que va desde que tuve siete hasta los diez años de edad. No todo fue betún y escobillas durante aquel período, pues esta actividad estuvo intercalada con otros trabajos que realicé en las calles de Chimbote, paralelamente, claro está, con los estudios de primaria.
Traigo a colación la Plazuela 28 de Julio porque fue allí donde surgió mi curiosidad inicial por la Isla Blanca. Siendo pequeño, sentado en un corcho de pesca al pie de una de las bancas y con el zapato del cliente sobre mi cajón, podía ver el busto de Miguel Grau contra un elevado respaldo triangular de concreto, mientras que, mar adentro, vestida de novia destellaba la Isla Blanca bajo el firmamento luminoso de Chimbote.
Años después se forjó mi admiración y orgullo por la Isla Blanca en el malecón de la ciudad. Este era un lugar romántico que los jóvenes de mi tiempo visitábamos con frecuencia. Un nido de amores que luego naufragaron cual barquitos de papel en la travesía de la vida. El azul del cielo, el murmullo de las olas, la línea del horizonte, el vaivén de las embarcaciones, el vuelo de las aves, la blancura de la isla, el fuego del atardecer. Y al caer la noche, la complicidad de la luna, las estrellas titilantes y la menguada luz de las farolas. Un escenario de ensueño para el amor y la inspiración.
Cuando salí al extranjero mi amor a primera vista por la dama de blanco se estrechó aún más. Se enriqueció con la novedad de otros puertos y la nostalgia por lo mío. Desde distintas partes del mundo donde he vivido, siempre he vuelto a Chimbote, y mis pasos me llevan una y otra vez al malecón para ver la Isla Blanca. Es un rito sagrado como visitar a la madre, dejar una flor en el cementerio, o regresar a la iglesia del barrio.
Entre julio y agosto del año 2019 estuve de vuelta en la ciudad. Uno de los puntos de mi agenda era reunir información para escribir un relato sobre la inundación del río Lacramarca que asoló parte de la localidad en marzo de 1972. Y para tal fin, uno de esos días caminé buena parte de la ruta afectada por la riada, pero no la concluí. Al día siguiente contacté a mi amigo Bernardo Cabellos para que me acompañe a terminar el tramo que iba desde El Zanjón hasta el mar de Chimbote.
Así que el martes 13 de agosto, cerca del mediodía, con Bernardo cruzamos el barrio Pueblo Libre a lo largo de La Aviación y llegamos a la avenida Pardo. Continuamos hasta la esquina con Meiggs. Luego nos encaminamos por el complejo deportivo Miramar siguiendo el jirón Piura. Tras cruzar la calle Estudiantes entramos a un tramo descampado salpicado de basura y excremento, y que hoy es el moderno parque Francia. “Ahí quedaba el Vértiz”, dijo Bernardo mientras apuntaba al lado derecho, ambos sonreímos con picardía. Frente a nosotros se alzaba el enrocado de protección costera de más de dos metros de altura. Aún no podíamos ver el mar, pero lo escuchábamos.
Trepamos la muralla pétrea. Uno, dos, tres, cuatro trancos arriba. Y, no importa cuántas veces hayas visto la bahía de Chimbote antes, su belleza siempre te impresiona como si fuera la primera vez.
Desde lo alto del muro, hacia la izquierda, se divisaba los vestigios de dos antiguos muelles y la solitaria silueta de un pescador a cordel recostada en una de las plataformas. En el extremo opuesto, la actividad de los muelles de Enapu y Gildemeister contrastaba con la eterna quietud del cerro Negro. Mar afuera, unas quinientas embarcaciones de todo tamaño dormitaban en el letargo de su propio bamboleo. En el cenit de las doce la luminosidad del disco dorado irradiaba una escarcha brillante en el océano. Y envuelta en su túnica nívea, cual ninfa surgida de las aguas, relucía la Isla Blanca.
Tras disfrutar este instante mágico, Bernardo y yo reanudamos nuestra mundana marcha y resultamos comiendo un menú en el mercado Modelo. No recuerdo qué degustamos, pero si debo adivinar, diría que fue un pescadito frito. El día lo concluimos tomándonos una foto en el malecón. Y fue en este punto del recorrido cuando tomé la decisión. Me dije a mí mismo: “Voy a buscar un buen artista para que me pinte un cuadro al óleo de la bahía, pues quiero tener a la Isla Blanca en New Hampshire”.
Pasaron unos años sin que pudiera concretar esta idea. Hasta que en julio del 2023 retomé la iniciativa. El proyecto empezó con algunas dificultades pero poco después encontré a la persona indicada, un pintor que anteriormente había hecho dos trabajos para mí. Se trata de Héctor Chinchayán Paredes. Él supo captar mi visión de la obra y me propuso varios bosquejos. Luego concordamos la composición, los elementos y la perspectiva de la pintura. El resto fue cuestión de tiempo.
A lo largo de mis años en Europa y Estados Unidos he podido ver diversos mares. En New Hampshire tengo el privilegio de trabajar a menudo frente al Océano Atlántico. Y siempre he advertido las ventajas que estos cuerpos azules traen a las ciudades. Turismo, hotelería, restaurantes, y negocios en general aportan mayores ingresos para los municipios, lo cual se traduce en mejores servicios y, en definitiva, generan progreso y desarrollo para la región.
Chimbote tiene la fortuna de contar con una de las bahías más hermosas del mundo. Pero la mano del hombre y sus autoridades no han estado a la altura de este don de la naturaleza. Descuido, incultura, depredación y contaminación. Pertenezco a una época en que para cursar estudios superiores había que emigrar a otras ciudades, pues Chimbote no tenía universidad. Y la mayoría de los nuevos profesionales y su conocimiento no regresaban a nuestro puerto. Felizmente, esta situación cambió después, y ahí radica mi esperanza. Ahora tenemos cientos y miles de jóvenes preparados que comprenden el reto de recuperar la bahía El Ferrol, y en sus manos tienen la llave para corregir esta triste y absurda realidad.
Conforme pasaron los meses, Héctor Chinchayán me fue mandando avances de su trabajo. Hasta que el día viernes 31 de mayo me envió una foto de la obra completamente terminada. Siempre he tenido una imagen de la Isla Blanca en el fondo de pantalla de mi laptop. De tal suerte que a la dama de blanco la veo todos los días. Pero, contemplarla en la imagen recién llegada me sobrecogió. La saludé como a una vieja conocida, “hello lady”, le dije con satisfacción. Fue un preámbulo grato, previo a su arribo a New Hampshire, enaltecida en una pintura al óleo.
El día martes 4 del mes de junio en curso la pintura fue entregada a mis amigos Percy Robles y Bernardo Cabellos, quienes generosamente me representan en esto y en tantas otras cosas. Al día siguiente le hicieron una foto profesional a la pintura y me la enviaron. Ese mismo día, también, el lienzo fue remitido a New Hampshire.
La madrugada del jueves 13 estuve corrigiendo este relato, y luego fui a trabajar. El día transcurrió bajo un cielo azul y una temperatura de 29º. Al final de la tarde, me dirigí a casa pensando en que el próximo jueves empieza aquí el verano y debo programar mi próximo viaje al Perú. Al llegar, mi familia me informó que el cartero había tocado la puerta, y dejado una nota para recoger una encomienda en la oficina postal. Me sentía cansado, pero la noticia me llenó de entusiasmo. De inmediato fui al correo y regresé con el esperado paquete. Era un tubo grande de plástico, y en su interior había llegado a New Hampshire el óleo de la Isla Blanca.
Pronto lo haré enmarcar y lo colgaré en una pared de la casa. Cuando mis amigos y familiares de este país me visiten, no tengo duda que preguntarán por el lienzo. Yo les contaré la historia del chico que lustraba zapatos en una plazuela frente a la hermosa isla. Les diré que cada año vuelvo a verla. Y les hablaré de Chimbote, el puerto más bello desde el Cabo de Hornos hasta Guayaquil, según lo señaló el sabio Alexander Von Humboldt en 1802.
New Hampshire, USA
Junio 14, 2024
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