viernes, junio 14, 2024

La Isla Blanca en New Hampshire

 

LA ISLA BLANCA EN NEW HAMPSHIRE


En otros relatos he mencionado que mi lugar favorito de Chimbote es la Plazuela 28 de Julio, hoy Plaza Grau. Y también he dicho que mi vínculo con este lugar es emotivo, ahí concurría de niño para trabajar con mi cajón de lustrabotas, el cual mi mamá decía que era más grande que yo. 


Es un lapso que va desde que tuve siete hasta los diez años de edad. No todo fue betún y escobillas durante aquel período, pues esta actividad estuvo intercalada con otros trabajos que realicé en las calles de Chimbote, paralelamente, claro está, con los estudios de primaria.


Traigo a colación la Plazuela 28 de Julio porque fue allí donde surgió mi curiosidad inicial por la Isla Blanca. Siendo pequeño, sentado en un corcho de pesca al pie de una de las bancas y con el zapato del cliente sobre mi cajón, podía ver el busto de Miguel Grau contra un elevado respaldo triangular de concreto, mientras que, mar adentro, vestida de novia destellaba la Isla Blanca bajo el firmamento luminoso de Chimbote.


Años después se forjó mi admiración y orgullo por la Isla Blanca en el malecón de la ciudad. Este era un lugar romántico que los jóvenes de mi tiempo visitábamos con frecuencia. Un nido de amores que luego naufragaron cual barquitos de papel en la travesía de la vida. El azul del cielo, el murmullo de las olas, la línea del horizonte, el vaivén de las embarcaciones, el vuelo de las aves, la blancura de la isla, el fuego del atardecer. Y al caer la noche, la complicidad de la luna, las estrellas titilantes y la menguada luz de las farolas. Un escenario de ensueño para el amor y la inspiración.


Cuando salí al extranjero mi amor a primera vista por la dama de blanco se estrechó aún más. Se enriqueció con la novedad de otros puertos y la nostalgia por lo mío. Desde distintas partes del mundo donde he vivido, siempre he vuelto a Chimbote, y mis pasos me llevan una y otra vez al malecón para ver la Isla Blanca. Es un rito sagrado como visitar a la madre, dejar una flor en el cementerio, o regresar a la iglesia del barrio.


Entre julio y agosto del año 2019 estuve de vuelta en la ciudad. Uno de los puntos de mi agenda era reunir información para escribir un relato sobre la inundación del río Lacramarca que asoló parte de la localidad en marzo de 1972. Y para tal fin, uno de esos días caminé buena parte de la ruta afectada por la riada, pero no la concluí. Al día siguiente contacté a mi amigo Bernardo Cabellos para que me acompañe a terminar el tramo que iba desde El Zanjón hasta el mar de Chimbote. 


Así que el martes 13 de agosto, cerca del mediodía, con Bernardo cruzamos el barrio Pueblo Libre a lo largo de La Aviación y llegamos a la avenida Pardo. Continuamos hasta la esquina con Meiggs. Luego nos encaminamos por el complejo deportivo Miramar siguiendo el jirón Piura. Tras cruzar la calle Estudiantes entramos a un tramo descampado salpicado de basura y excremento, y que hoy es el moderno parque Francia. “Ahí quedaba el Vértiz”, dijo Bernardo mientras apuntaba al lado derecho, ambos sonreímos con picardía. Frente a nosotros se alzaba el enrocado de protección costera de más de dos metros de altura. Aún no podíamos ver el mar, pero lo escuchábamos.


Trepamos la muralla pétrea. Uno, dos, tres, cuatro trancos arriba. Y, no importa cuántas veces hayas visto la bahía de Chimbote antes, su belleza siempre te impresiona como si fuera la primera vez.


Desde lo alto del muro, hacia la izquierda, se divisaba los vestigios de dos antiguos muelles y la solitaria silueta de un pescador a cordel recostada en una de las plataformas. En el extremo opuesto, la actividad de los muelles de Enapu y Gildemeister contrastaba con la eterna quietud del cerro Negro. Mar afuera, unas quinientas embarcaciones de todo tamaño dormitaban en el letargo de su propio bamboleo. En el cenit de las doce la luminosidad del disco dorado irradiaba una escarcha brillante en el océano. Y envuelta en su túnica nívea, cual ninfa surgida de las aguas, relucía la Isla Blanca.


Tras disfrutar este instante mágico, Bernardo y yo reanudamos nuestra mundana marcha y resultamos comiendo un menú en el mercado Modelo. No recuerdo qué degustamos, pero si debo adivinar, diría que fue un pescadito frito. El día lo concluimos tomándonos una foto en el malecón. Y fue en este punto del recorrido cuando tomé la decisión. Me dije a mí mismo: “Voy a buscar un buen artista para que me pinte un cuadro al óleo de la bahía, pues quiero tener a la Isla Blanca en New Hampshire”.


Pasaron unos años sin que pudiera concretar esta idea. Hasta que en julio del 2023 retomé la iniciativa. El proyecto empezó con algunas dificultades pero poco después encontré a la persona indicada, un pintor que anteriormente había hecho dos trabajos para mí. Se trata de Héctor Chinchayán Paredes. Él supo captar mi visión de la obra y me propuso varios bosquejos. Luego concordamos la composición, los elementos y la perspectiva de la pintura. El resto fue cuestión de tiempo.


A lo largo de mis años en Europa y Estados Unidos he podido ver diversos mares. En New Hampshire tengo el privilegio de trabajar a menudo frente al Océano Atlántico. Y siempre he advertido las ventajas que estos cuerpos azules traen a las ciudades. Turismo, hotelería, restaurantes, y negocios en general aportan mayores ingresos para los municipios, lo cual se traduce en mejores servicios y, en definitiva, generan progreso y desarrollo para la región.


Chimbote tiene la fortuna de contar con una de las bahías más hermosas del mundo. Pero la mano del hombre y sus autoridades no han estado a la altura de este don de la naturaleza. Descuido, incultura, depredación y contaminación. Pertenezco a una época en que para cursar estudios superiores había que emigrar a otras ciudades, pues Chimbote no tenía universidad. Y la mayoría de los nuevos profesionales y su conocimiento no regresaban a nuestro puerto. Felizmente, esta situación cambió después, y ahí radica mi esperanza. Ahora tenemos cientos y miles de jóvenes preparados que comprenden el reto de recuperar la bahía El Ferrol, y en sus manos tienen la llave para corregir esta triste y absurda realidad.


Conforme pasaron los meses, Héctor Chinchayán me fue mandando avances de su trabajo. Hasta que el día viernes 31 de mayo me envió una foto de la obra completamente terminada. Siempre he tenido una imagen de la Isla Blanca en el fondo de pantalla de mi laptop. De tal suerte que a la dama de blanco la veo todos los días. Pero, contemplarla en la imagen recién llegada me sobrecogió. La saludé como a una vieja conocida, “hello lady”, le dije con satisfacción. Fue un preámbulo grato, previo a su arribo a New Hampshire, enaltecida en una pintura al óleo. 


El día martes 4 del mes de junio en curso la pintura fue entregada a mis amigos Percy Robles y Bernardo Cabellos, quienes generosamente me representan en esto y en tantas otras cosas. Al día siguiente le  hicieron una foto profesional a la pintura y me la enviaron. Ese mismo día, también, el lienzo fue remitido a New Hampshire.


La madrugada del jueves 13 estuve corrigiendo este relato, y luego fui a trabajar. El día transcurrió bajo un cielo azul y una temperatura de 29º. Al final de la tarde, me dirigí a casa pensando en que el próximo jueves empieza aquí el verano y debo programar mi próximo viaje al Perú. Al llegar, mi familia me informó que el cartero había tocado la puerta, y dejado una nota para recoger una encomienda en la oficina postal. Me sentía cansado, pero la noticia me llenó de entusiasmo. De inmediato fui al correo y regresé con el esperado paquete. Era un tubo grande de plástico, y en su interior había llegado a New Hampshire el óleo de la Isla Blanca.


Pronto lo haré enmarcar y lo colgaré en una pared de la casa. Cuando mis amigos y familiares de este país me visiten, no tengo duda que preguntarán por el lienzo. Yo les contaré la historia del chico que lustraba zapatos en una plazuela frente a la hermosa isla. Les diré que cada año vuelvo a verla. Y les hablaré de Chimbote, el puerto más bello desde el Cabo de Hornos hasta Guayaquil, según lo señaló el sabio Alexander Von Humboldt en 1802.


New Hampshire, USA

Junio 14, 2024


NOTA:

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miércoles, junio 05, 2024

El Chino Del Río y Rafa García

 


EL CHINO DEL RÍO Y RAFA GARCÍA


“¡Pared mal tarrajeada!”, fue la respuesta del Chino Del Río al insulto de Rafa García. Sucedió en el aula del cuarto año de primaria en la Escuela 3151 del barrio San Isidro de Chimbote. El año era 1971. Antes, Rafa había llamado “Chino caramelo” a Del Río. Ante el cruce de agravios, ambos se molestaron y “la chocaron para la salida”.

Desde la hora del recreo en que ocurrió el incidente, había un sentimiento de inquietud entre los alumnos. Yo, por lo menos, nunca antes los había visto trompearse. Ninguno de los dos era un caído del palto, y gozaban de respeto entre los compañeros de estudios. Ambos tenían once años de edad y eran de la misma altura. El Chino era más fornido y Rafa un poco más esbelto.


En aquellos tiempos se estudiaba en doble turno, mañana y tarde. Y lo que aquí cuento ocurrió en la tarde. Cuando sonó el silbato de salida, unos veinticinco alumnos dejamos la escuela ubicada en la esquina de la avenida Aviación con el jirón Huáscar, cruzamos la pista y elegimos para la bronca el área descampada que había donde antes estuvo ubicada la iglesia San Francisco de Asís destruida por el terremoto del año anterior, y que había sido remplazada por una construcción transitoria frente a las oficinas de la parroquia. En aquel espacio libre los estudiantes formamos una ronda, y en el centro el Chino y Rafa se cuadraron frente a frente.

Las peleas a puño limpio entre los estudiantes no eran ninguna novedad. Sucedían de tiempo en tiempo. Formaban parte de la cultura popular de los barrios. Obedecían a códigos de honor que no se podían violar. Tenían reglas que los contrincantes debían respetar. Yo mismo me había trompeado varias veces con el Curro Cano, tanto en la escuela como en la calle, pero la contienda de aquel día entre el Chino y Rafa fue la de más recordación de todos mis años en la primaria. 


Cuando en 1973 empezamos la secundaria, seguí viendo al Chino Del Río en el colegio San Pedro, aunque no tuvimos la misma amistad cercana de la primaria. Con los años me enteré que en la Universidad de Ingeniería había destacado en matemáticas de una manera que no había mostrado antes. Por su parte, Rafa fue al Politécnico y después se graduó como contador por la Universidad San Martín de Porres. Con él nos veíamos tanto en la escuelita primaria como en nuestras casas, pues en mi hogar teníamos un negocio de distribución de cerveza y gaseosas, y los padres de Rafa tenían una bodega. Él venía a hacer los pedidos y mis hermanos y yo le llevábamos la orden. Además, cada tarde lo veía pasar frente a mi casa manejando un triciclo, iba a la panadería  de su abuelo, don Andrés Vásquez Mendoza, en la cuadra nueve de Aviación, a recoger el pan para su tienda.


Hace tres lustros viajé al Perú, y estando en Chimbote quise visitar al Chino Del Río. Fui a su casa ubicada en la zona B de la urbanización 21 de Abril, en una esquina frente al jirón Balta, a siete pasajes del domicilio de Rafa. Al tocar la puerta, un familiar me atendió. Y ante mi pregunta, me respondió que mi amigo había fallecido unos años atrás. Traté de despedirme con naturalidad, y luego de unos pasos lloré su muerte. El Chino nos dejó el 22 de noviembre del 2006, a los 47 años de edad.

Lo recuerdo con claridad. Calzaba unos botines color marrón que eran temidos en el salón de clase, y con los que una vez me dio una patada en la canilla. Tenía una caligrafía preciosista y siempre llevaba en el bolsillo del pecho tres bolígrafos: negro, azul y rojo. Por lo general usaba la camisa fuera del pantalón. Poseía un gran talento para contar historias de misterio y terror, e igual picardía para poner chapas a medio mundo. Un día de 1970 corrigió al teacher Clinton diciéndole: “Profesor, no se dice, ¿ya acabó todo el mundo? se dice, ¿ya acabaron todos los alumnos?”.

La última vez que vi a Rafa fue el 8 de agosto del 2015. Fue en mi casa. Yo había viajado al Perú, y mi amiga Katty Sandoval organizó un rencuentro de mi promoción de primaria egresada en 1972, y Rafa se hizo presente. No lo había visto desde fines de los ochenta, en que, de vez en cuando iba a su casa. Ahí funcionaba “La Musiquita”, un bar popular donde a la clientela se le ofrecía una excelente colección de canciones para todos los gustos. La noche de la reunión en mi casa, Rafa hizo gala de una faceta que yo no le conocía, había adquirido con el tiempo el don de la conversación. A lo largo de la noche nos entretuvo con historias interesantes y ocurrencias graciosas hasta la hora de la despedida.


Varios de los estudiantes que formaron conmigo el ruedo durante la pelea de 1971, fueron dejando este mundo con el paso de los años. Dionisio Ledesma Cerna, aquel muchacho inteligente que por las noches vendía cachangas con dulce en el cine San Isidro, mientras yo, a su lado, lustraba zapatos o vendía comics, falleció el 19 de abril del 2023. Rigoberto “Papi” Oncoy Palma, el niño de seis años de edad que en el examen final de la clase de Transición escribió en la pizarra “La señolita es buena”; la profesora Evita no sabía si aprobarlo o desaprobarlo, y llamó al director para que decidiera. “Aprobado” resolvió el señor González, explicando que el alumno hablaba así, y esa era su manera de escribir “señorita”; Papi murió el 29 de mayo del 2021. También estuvo en el ruedo Reynaldo Cruz Reyes, aquel entrañable amigo de la infancia que un día de 1972 se acercó a mi carpeta y me dijo: “Eduardo, en quinto grado hay una chica que me gusta, se llama Mérida”. A él nos lo arrebató el covid el año 2021.


Entre julio y agosto del pasado año 2023 estuve en Chimbote, y uno de esos días fui a visitar a mi amigo Willy Martínez Loyola a su hogar en la avenida Buenos Aires, a cinco casas del recordado bar Huandoy. Al final de la charla, me dijo: “Rafa está enfermo, anda a verlo”. Y así lo hice. Me despedí de Willy y caminé a la manzana 13 de la zona B de 21 de Abril. Llegué al inmueble enrejado donde antes funcionó “La Musiquita”. Toque por varios minutos la puerta, pero nadie abrió, en el interior de la casa ladraba un perro. Yo regresé a New Hampshire, y nueve meses después, al caer la tarde del martes 21 del pasado mes de mayo, Katty Sandoval me envió un mensaje: “Eduardo, falleció tu amigo Rafael García”.


Tras la noticia, pensé en Rafa durante varios días. Y a mi mente llegaron también el Chino Del Río y la pelea de 1971. Me sentí transportado en el tiempo y, como en una película, reviví hechos saltantes de aquel año. El José Gálvez de Chimbote subió a la profesional por primera vez, y los chiquillos de mi generación entrábamos gratis al estadio Vivero Forestal acompañados de un señor. Y vimos jugar a Cubillas, Sotil, Cueto, Chumpitaz, Challe, Cachito Ramírez, Perico León, Gallardo, El Trucha Rojas, Muñante, Patrulla Barbadillo y todos los grandes de la época de oro del fútbol peruano. Hay una canción de 1971 que dice “En música Los Rumbaney…”, y tiene razón. La orquesta de Daniel Cortez Belupú por entonces se escuchaba en todas partes. Ganaba premios, concursos y daba la hora a nivel nacional con éxitos tropicales como El Poncho, A Chimbote, Granizo y Cumbia India. Y nuestro puerto vivió en un estado de fiesta perpetua.


Por aquellos tiempos, en los barrios de Chimbote era un lujo tener un televisor en blanco y negro. Muchos chicos de entonces debimos buscar casas donde ver los grandes eventos deportivos de la época, aunque sea desde la calle a través de la ventana. Así vimos, por ejemplo, “La Pelea del Siglo” entre dos de los más grandes pesos pesados de la historia del boxeo mundial: Muhammad Ali y Joe Frazier. Ocurrió el 8 de marzo de 1971 en el cuadrilátero del Madison Square Garden. El combate duró quince asaltos. “Smoking” Joe venció por decisión unánime y Ali perdió su récord de invicto.

La noche del rencuentro en mi casa, yo le hice recordar a Rafa su pelea de 1971. “El Chino me dio ese día”, me respondió con buen talante. El evento viene a mi mente como un combate largo, que duró posiblemente unos veinticinco minutos. El Chino y Rafa en el centro, una veintena de alumnos en el círculo. La farmacia Virgen de la Puerta de doña Nedda Abanto de Luna hacia la derecha. El templo provisional al frente. La escuelita diagonalmente hacia la espalda. A la izquierda, al otro lado de la doble pista, el nuevo colegio Santa María Reina era construido sobre lo que hasta ese año fue la legendaria Pampa de Fútbol del 21 de Abril.


El Chino y Rafa no giraban como otros peleadores callejeros, ambos se medían frente a frente. De rato en rato se encaraban, golpeaban y volvían a la posición inicial. Rodaron al suelo una o dos veces. Rafa con la camisa bien fajada, el Chino con la camisa suelta. Los dos arremangados. No hablaban, sólo mascullaban palabras inentendibles. El Chino lucía fiero, Rafa elegante. No recuerdo a ninguno sangrar, pero sí que la pelea parecía interminable. Hasta que alguien de la ronda dijo que ya era suficiente. La pelea culminó, no hubo knockout, sino, tal vez, un ajustado resultado por puntos.


Siempre me he sentido cercano a César Segundo “Chino” Del Río Vásquez y Rafael Lino “Rafa” García Vásquez, tanto en la escuela como en mis recuerdos. Aquí dejo estas líneas para la posteridad.


New Hampshire, USA

Junio, 2024


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