MIS VECINOS IRVING & BÁRBARA
Fue recién el viernes 14 de noviembre cuando me enteré que mi vecina Bárbara había dejado de existir, a eso de las siete de la noche me lo confirmó mi esposa. Había llegado del trabajo y noté que frente a su casa había un cartel que decía “En venta”, a continuación abrí mi puerta y saludé a Terry pero ella me recibió con una pregunta: “¿Has visto el letrero?”. En ese mismo instante sentimos una revelación, ella saltó a su laptop y escribió el nombre de la vecina, luego alzó la vista y con la voz quebrada me dijo: “¡Dios mío, ha fallecido el 30 de julio!”.
Terry, mi hija y yo nos habíamos mudado de Europa al estado de New Hampshire en USA el año 2003. Inicialmente vivimos en la ciudad de Portsmouth, luego en Dover, y en junio del 2005 nos establecimos en Rollinsford. Anteriormente ya he mencionado que aquí soy el único inmigrante latino, la población es exclusivamente blanca y los lugareños mantienen una cordialidad distante e inexpugnable. Sin embargo, mi vecino Irving Young fue el primer amigo que tuve en el pueblo.
Lo conocí el sábado de mi primer fin de semana en la nueva casa. Ese día, mientras rastrillaba el grass reparé que desde el jardín vecino un hombre de aspecto mayor y semblante amable me seguía con la mirada, por unos minutos pretendí no darme cuenta, pero luego corté por lo sano: esbocé una sonrisa y lo saludé con una venia, él correspondió de la misma manera. Entonces dejé mis herramientas en el suelo, me retiré los guantes y me acerqué para presentarme. “My name’s Irving”, me respondió.
Era un gringo alto, de setenta años de edad y jubilado de la General Electric. No me pareció notar en él signos evidentes de una salud resquebrajada. Lo que sí resultó obvio fue su buen talante para la amistad y la conversación. Muchas veces me esperó en su puerta a que volviera del trabajo, en ocasiones cruzamos un saludo y en otras compartimos una breve charla, pero los fines de semana conversábamos con amplitud mientras yo limpiaba mis jardines y cortaba el grass.
Al atardecer del jueves 27 de octubre del mismo 2005 intercambiamos un saludo desde nuestras puertas. Más tarde fui a la vecina ciudad de Dover para mi acostumbrada clase de yoga y a mi regreso, desde la distancia, vi una ambulancia y un carro policial frente a la casa de Irving. Era una noche fría y en penumbras. Las luces de emergencia de las unidades proyectaban presagios amorfos en la oscuridad de la calle. Y yo me fui a dormir con el mal sabor de la incertidumbre.
La llegada del nuevo día confirmó lo que yo había soñado toda la noche: Irving ya no estaba más en este mundo. Falleció en la misma casa donde nació y vivió toda su vida. Había sido un amplio conocedor del pueblo, sus calles y sus casas. Durante los cinco meses de nuestra amistad me repitió siempre lo mismo: “Anda a descansar, nunca va a crecer grass en tu corral. Conozco tu casa desde que fue construida y a todos sus dueños antes que tú. Ahí criaron animales por muchos años y estuvo siempre cubierto de excremento”. Yo lo escuchaba con respeto, y en mi mente me decía: “Carajo, si ésto ha estado empapado de abono, mayor razón para que crezca el grass”.
Un día toqué su puerta, quería pedirle permiso para hacer un pequeño jardín alrededor de un árbol asentado sobre la misma línea medianera. Escuché el ruido del televisor adentro pero no abrían la puerta, cuando estuve a punto de retirarme salió Bárbara, hermana mayor de Irving y a quien yo todavía no conocía. El encuentro no fue auspicioso. No sé si fue la barrera del idioma o tal vez la desconfianza, pero el punto es que ella no me dio razón de su hermano. Yo hice el jardín de todas maneras, días más tarde él me lo agradeció y dijo que le gustaba.
Después de la muerte de Irving comencé a ver a Bárbara con mayor regularidad, especialmente los sábados a las ocho de la mañana en que nuestras rutinas coincidían y ambos llevábamos la basura al relleno sanitario del pueblo. Para entonces nuestro saludo no pasaba de una ligera inclinación de cabeza. Ella se había mudado de New York donde tiempo atrás trabajó como oficinista y se instaló en la casa de Rollinsford. Para el cuidado del grass contrató a un vecino quien poco después perdió su propia casa por deudas al banco y finalmente dejó el pueblo. El césped comenzó a lucir abandonado. Algunas veces tuve la iniciativa de cortarlo, en otras ocasiones lo hizo el vecino del otro lado de la casa de Bárbara. Lo mismo hacíamos con las hojas del otoño. Y en el invierno Terry limpiaba la nieve de la puerta para que Bárbara pudiera salir en caso de emergencia. El hielo de la desconfianza inicial pronto dio paso a la amistad.
Un día terminé de cortar su grass y Bárbara salió a mi encuentro. Traía dinero en la mano y me lo ofreció. Yo no lo acepté. Ella avanzó hacia mí para poner los billetes en mi bolsillo y yo retrocedí, ella me persiguió y por un instante parecimos colegiales correteando durante el recreo, hasta que me detuve, la miré a los ojos, y le expliqué que yo no esperaba ningún pago a cambio de mi ayuda. Aquel día me di cuenta que ella tenía un cierto parecido a mi madre, tiempo después me enteré que también tenían la misma edad. Desde entonces, en ocasiones me he preguntado si aquella fue la razón por la que siempre me sentí a gusto haciendo algo por ayudarla.
Es muy posible que fui yo quien recogió la última correspondencia que llegó para ella. Fue el sábado primero de noviembre. Al romper el alba ya me encontraba limpiando las hojas del otoño frente a mi casa, y luego pasé a la vía de entrada de Bárbara para hacer lo mismo. Cerca al buzón del correo, casi sepultado por las hojas, encontré un catálogo comercial dentro de una bolsa plástica. Lo arreglé con cuidado para que no se mojara, y lo puse sobre su carro pensando que lo vería a las ocho de la mañana cuando saldría a llevar su basura.
Quienes siguen de cerca mis relatos saben que escribo desde la misma ubicación: Una mesa contra la ventana que da frente al árbol de mis confesiones. A un paso del árbol está la vía de entrada a la casa de Bárbara, lugar donde ella siempre estacionó su auto Ford Taurus color plateado, de tal suerte que siempre lo he tenido a la vista. Últimamente había dejado de ver a Bárbara pero no tenía plena conciencia de ello. Un indicio importante de su ausencia me lo dio el catálogo que puse sobre su auto, pues pasadas dos semanas éste continuaba en el mismo lugar.
Hoy sábado 15 de noviembre me asaltan sentimientos encontrados. Sigo pensando en Bárbara. Falleció el 30 de julio mientras yo me encontraba en Perú, y desde que regresé no supe leer los signos de su partida hasta recién anoche cuando vi el letrero frente a su casa. Esta madrugada estuve escuchando canciones de Leonardo Favio, pero la música no me trajo el sosiego que buscaba. A través de la ventana veía al árbol sin hojas, al auto plateado sin dueño, y a la casa vacía sin su única ocupante. Horas más tarde, por fin Terry se levantó de la cama y tomó su primer café de la mañana, señal que ya podíamos conversar.
“Quiero escribir sobre Bárbara”, le dije. Mi esposa tomó un sorbo de su taza, me observó con compasión y me respondió: “Desde anoche vengo esperando esas palabras”. Volví a mirar hacia afuera y reparé en la belleza del nuevo día. El cielo era azul y alrededor de la casa mi gato Kitty correteaba ardillas en el grass que logré hacer crecer pese a todo. Ya sin dudas, empecé a escribir este relato.
New Hampshire, USA
Noviembre, 2014
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