sábado, noviembre 29, 2014

Mis Vecinos Irving & Bárbara

MIS VECINOS IRVING & BÁRBARA

Fue recién el viernes 14 de noviembre cuando me enteré que mi vecina Bárbara había dejado de existir, a eso de las siete de la noche me lo confirmó mi esposa. Había llegado del trabajo y noté que frente a su casa había un cartel que decía “En venta”, a continuación abrí mi puerta y saludé a Terry pero ella me recibió con una pregunta: “¿Has visto el letrero?”. En ese mismo instante sentimos una revelación, ella saltó a su laptop y escribió el nombre de la vecina, luego alzó la vista y con la voz quebrada me dijo: “¡Dios mío, ha fallecido el 30 de julio!”.

Terry, mi hija y yo nos habíamos mudado de Europa al estado de New Hampshire en USA el año 2003. Inicialmente vivimos en la ciudad de Portsmouth, luego en Dover, y en junio del 2005 nos establecimos en Rollinsford. Anteriormente ya he mencionado que aquí soy el único inmigrante latino, la población es exclusivamente blanca y los lugareños mantienen una cordialidad distante e inexpugnable. Sin embargo, mi vecino Irving Young fue el primer amigo que tuve en el pueblo.

Lo conocí el sábado de mi primer fin de semana en la nueva casa. Ese día, mientras rastrillaba el grass reparé que desde el jardín vecino un hombre de aspecto mayor y semblante amable me seguía con la mirada, por unos minutos pretendí no darme cuenta, pero luego corté por lo sano: esbocé una sonrisa y lo saludé con una venia, él correspondió de la misma manera. Entonces dejé mis herramientas en el suelo, me retiré los guantes y me acerqué para presentarme. “My name’s Irving”, me respondió.

Era un gringo alto, de setenta años de edad y jubilado de la General Electric. No me pareció notar en él signos evidentes de una salud resquebrajada. Lo que sí resultó obvio fue su buen talante para la amistad y la conversación. Muchas veces me esperó en su puerta a que volviera del trabajo, en ocasiones cruzamos un saludo y en otras compartimos una breve charla, pero los fines de semana conversábamos con amplitud mientras yo limpiaba mis jardines y cortaba el grass. 

Al atardecer del jueves 27 de octubre del mismo 2005 intercambiamos un saludo desde nuestras puertas. Más tarde fui a la vecina ciudad de Dover para mi acostumbrada clase de yoga y a mi regreso, desde la distancia, vi una ambulancia y un carro policial frente a la casa de Irving. Era una noche fría y en penumbras. Las luces de emergencia de las unidades proyectaban presagios amorfos en la oscuridad de la calle. Y yo me fui a dormir con el mal sabor de la incertidumbre.

La llegada del nuevo día confirmó lo que yo había soñado toda la noche: Irving ya no estaba más en este mundo. Falleció en la misma casa donde nació y vivió toda su vida. Había sido un amplio conocedor del pueblo, sus calles y sus casas. Durante los cinco meses de nuestra amistad me repitió siempre lo mismo: “Anda a descansar, nunca va a crecer grass en tu corral. Conozco tu casa desde que fue construida y a todos sus dueños antes que tú. Ahí criaron animales por muchos años y estuvo siempre cubierto de excremento”. Yo lo escuchaba con respeto, y en mi mente me decía: “Carajo, si ésto ha estado empapado de abono, mayor razón para que crezca el grass”.

Un día toqué su puerta, quería pedirle permiso para hacer un pequeño jardín alrededor de un árbol asentado sobre la misma línea medianera. Escuché el ruido del televisor adentro pero no abrían la puerta, cuando estuve a punto de retirarme salió Bárbara, hermana mayor de Irving y a quien yo todavía no conocía. El encuentro no fue auspicioso. No sé si fue la barrera del idioma o tal vez la desconfianza, pero el punto es que ella no me dio razón de su hermano. Yo hice el jardín de todas maneras, días más tarde él me lo agradeció y dijo que le gustaba.

Después de la muerte de Irving comencé a ver a Bárbara con mayor regularidad, especialmente los sábados a las ocho de la mañana en que nuestras rutinas coincidían y ambos llevábamos la basura al relleno sanitario del pueblo. Para entonces nuestro saludo no pasaba de una ligera inclinación de cabeza. Ella se había mudado de New York donde tiempo atrás trabajó como oficinista y se instaló en la casa de Rollinsford. Para el cuidado del grass contrató a un vecino quien poco después perdió su propia casa por deudas al banco y finalmente dejó el pueblo. El césped comenzó a lucir abandonado. Algunas veces tuve la iniciativa de cortarlo, en otras ocasiones lo hizo el vecino del otro lado de la casa de Bárbara. Lo mismo hacíamos con las hojas del otoño. Y en el invierno Terry limpiaba la nieve de la puerta para que Bárbara pudiera salir en caso de emergencia. El hielo de la desconfianza inicial pronto dio paso a la amistad. 

Un día terminé de cortar su grass y Bárbara salió a mi encuentro. Traía dinero en la mano y me lo ofreció. Yo no lo acepté. Ella avanzó hacia mí para poner los billetes en mi bolsillo y yo retrocedí, ella me persiguió y por un instante parecimos colegiales correteando durante el recreo, hasta que me detuve, la miré a los ojos, y le expliqué que yo no esperaba ningún pago a cambio de mi ayuda. Aquel día me di cuenta que ella tenía un cierto parecido a mi madre, tiempo después me enteré que también tenían la misma edad. Desde entonces, en ocasiones me he preguntado si aquella fue la razón por la que siempre me sentí a gusto haciendo algo por ayudarla.

Es muy posible que fui yo quien recogió la última correspondencia que llegó para ella. Fue el sábado primero de noviembre. Al romper el alba ya me encontraba limpiando las hojas del otoño frente a mi casa, y luego pasé a la vía de entrada de Bárbara para hacer lo mismo. Cerca al buzón del correo, casi sepultado por las hojas, encontré un catálogo comercial dentro de una bolsa plástica. Lo arreglé con cuidado para que no se mojara, y lo puse sobre su carro pensando que lo vería a las ocho de la mañana cuando saldría a llevar su basura.

Quienes siguen de cerca mis relatos saben que escribo desde la misma ubicación: Una mesa contra la ventana que da frente al árbol de mis confesiones. A un paso del árbol está la vía de entrada a la casa de Bárbara, lugar donde ella siempre estacionó su auto Ford Taurus color plateado, de tal suerte que siempre lo he tenido a la vista. Últimamente había dejado de ver a Bárbara pero no tenía plena conciencia de ello. Un indicio importante de su ausencia me lo dio el catálogo que puse sobre su auto, pues pasadas dos semanas éste continuaba en el mismo lugar.

Hoy sábado 15 de noviembre me asaltan sentimientos encontrados. Sigo pensando en Bárbara. Falleció el 30 de julio mientras yo me encontraba en Perú, y desde que regresé no supe leer los signos de su partida hasta recién anoche cuando vi el letrero frente a su casa. Esta madrugada estuve escuchando canciones de Leonardo Favio, pero la música no me trajo el sosiego que buscaba. A través de la ventana veía al árbol sin hojas, al auto plateado sin dueño, y a la casa vacía sin su única ocupante. Horas más tarde, por fin Terry se levantó de la cama y tomó su primer café de la mañana, señal que ya podíamos conversar.

“Quiero escribir sobre Bárbara”, le dije. Mi esposa tomó un sorbo de su taza, me observó con compasión y me respondió: “Desde anoche vengo esperando esas palabras”. Volví a mirar hacia afuera y reparé en la belleza del nuevo día. El cielo era azul y alrededor de la casa mi gato Kitty correteaba ardillas en el grass que logré hacer crecer pese a todo. Ya sin dudas, empecé a escribir este relato.

New Hampshire, USA
Noviembre, 2014

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My Neighbors Irving & Barbara

MY NEIGHBORS IRVING & BARBARA

It was only yesterday, Friday, November the 14th, when I learned that my neighbor Barbara had passed away. Around seven in the evening my wife, Terry, confirmed it for me. I had come home from work and noticed that outside Barbara’s house there was a "For Sale" sign. Then I opened my door and greeted Terry, and right away she asked me, "Did you see the sign?" In that very instant we had a revelation. My wife jumped to her laptop and typed in our neighbor’s name, then she looked up and with a broken voice said, “Oh my God, she died on July 30th.”

Terry, my daughter and I moved from Europe to New Hampshire in 2003. Initially we lived in the city of Portsmouth, then in Dover, and in June 2005 we settled in Rollinsford. I have previously mentioned that here I am the only Latino immigrant, the population is exclusively white, and the locals keep a distant cordiality. However, my neighbor Irving Young was the first friend I had in town.

I met Irving on the Saturday of my first weekend in the new house. That day, while raking the grass, I noticed that in the neighboring garden a friendly looking senior man was watching me. For a few minutes I pretended not to notice, but then I smiled slightly and greeted him with a nod, and he returned my greeting. Then I put my tools on the ground, removed my gloves and went over to introduce myself. "My name's Irving," he responded.

He was a tall gringo, seventy years old and retired from General Electric. I did not notice any obvious signs of ill health. What was evident was his good disposition for friendship and conversation. Many times he waited outside his door for me to return from work. Sometimes we exchanged a hello and other times shared a brief chat. But on weekends we talked at length while I weeded my garden and mowed the lawn.

On the evening of Thursday, October 27th, 2005, we greeted each other from our front steps. Later I went to the neighboring city of Dover for my usual yoga class and upon my return, from the distance, I saw an ambulance and a police car in front of Irving’s house. It was a cold and dark night. The emergency vehicle lights projected shapeless omens in the blackness of the street. And I went to bed with the bad taste of uncertainty.

The arrival of the new day confirmed what I had dreamed all night: Irving was no longer in this world. He died in the very same house where he was born and lived all his life. He had been an expert on the town, its streets and its houses. During the five months of our friendship he always repeated the same thing to me: "Go to rest, you'll never be able to grow grass in your yard. I’ve known your house since it was built, and all its owners before you. Animals were raised in the yard for many years, and it was always covered in shit”. I listened to him with respect, but in my mind I said to myself: “Well, if the ground was soaked with fertilizer, all the more reason for the grass to grow”.

One day I knocked on his door. I wanted to ask his permission to make a ring around a tree standing on the boundary line of our properties. I heard the TV noise inside but no one came to the door. When I was about to leave, Barbara came out. She was Irving's older sister and I had not yet met her. The meeting did not go well. I don’t know if the reason was the language barrier, or perhaps mistrust, but the point is that she did not tell me where he was. I made the tree ring anyway, and days later he thanked me and said he liked it.

After Irving's death, I began to see Barbara more regularly, especially on Saturday mornings when at eight o'clock our routines coincided and we both took our trash to the town dump. By then our interactions did not go beyond a slight nod. She had moved from New York where she had worked as a clerk, and settled in the house in Rollinsford. To take care of her yard she hired a neighbor who later lost his own house due to a bank debt and ended up leaving town. The lawn started to look abandoned. Sometimes I had the initiative to mow it. At other times it was done by the neighbor that lived on the other side of Barbara. We did the same thing with the autumn leaves. And in the winter Terry shoveled the snow from the front door so that Barbara could get out in an emergency. The ice of the initial distrust gave way to friendship.

One day I finished mowing her lawn and Barbara came out to meet me. She brought money in hand and offered it to me. I did not accept. She stepped forward to put the cash in my pocket and I stepped back. She chased me and, for an instant, we seemed like two school kids running around during recess, until I stopped, looked into her eyes, and I explained that I did not expect any money for my help. On that day I noticed that she had a resemblance to my mother, and later I learned that they were also the same age. Since then I sometimes wondered whether that was the reason why I always felt comfortable doing something to help her.

It’s quite possible that it was me who picked up the last piece of mail that came for her. It was Saturday, November the 1st. At the crack of dawn I was clearing the leaves in my front yard, and then I went to Barbara’s driveway to do the same. Near her mailbox, almost buried by the leaves, I found a telephone book inside a plastic bag. I carefully neatened it up so that it wouldn’t get wet, and put it on the hood of her car thinking that she would see it at eight in the morning when she came out to take her garbage to the dump.

Those who closely follow my stories know that I always write from the same place: a table against the window that faces the tree of my confessions. Just one step away from the tree is Barbara's driveway, where she always kept her silver Ford Taurus, so I've always had it in sight. Lately I had stopped seeing Barbara but I was not fully aware of it. An important clue of her absence was the telephone book I had put on her car, since after two weeks it continued to sit in the same spot.

Today, Saturday, November the 15th, I am filled with mixed feelings. I keep thinking about Barbara. She died on July 30th while I was in Peru, and since coming back I have failed to read the clues of her departure, until last night when I saw the “For Sale” sign outside her home. Earlier this morning I was listening to Leonardo Favio’s songs, but the music did not bring me the peace I sought. Through the window I saw the leafless tree, the ownerless silver car, and the empty house without its only occupant. Hours later, Terry finally got out of bed and made her first morning coffee, a sign that we could talk.

"I want to write about Barbara," I said. My wife took a sip from her cup, looked at me with sympathy and told me: "Since last night I’ve being expecting you to say that." I looked out again and noticed the new day’s beauty. The sky was blue and out in the yard my cat Kitty was chasing squirrels in the grass that I had managed to grow after all. Feeling better, I began to write this story.

New Hampshire, USA
November, 2014

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sábado, octubre 25, 2014

El Cine San Isidro de Chimbote


EL CINE SAN ISIDRO DE CHIMBOTE 

Foto actual del edificio del ex cine San Isidro
  (Cuadra once de la Avenida Aviación)
“Huaylas”, “Patón”, Marcial, “Ruso”, “Chicago”, “Sandro”, “Andarita”, Hermógenes y “Banchero Rossi” abrían las puertas del cine, hacían la limpieza, colocaban los carteles, y ultimaban los detalles de cada función. Frente al ánfora de los tickets se colocaba Leonor Obregón Herbias, Aguedita Varas, Esperanza Goicochea, Nilda, Patty Oré y las distintas boleteras que a través de los años ejercieron esta labor. De pie contra una de las paredes del vestíbulo un hombre dirigía todo con la mirada, su rostro dibujaba una sonrisa y su barriga una curva feliz. Era don Víctor, el dueño del cine.

Cuando don Víctor culminó la edificación de su cine en 1963, mediante el diario El Faro convocó a un concurso para elegir el nombre. Ganó la propuesta “Cine San Isidro”. El nuevo cinema se ubicó en la cuadra once de la avenida Aviación del barrio San Isidro, y nació con la misma humildad de su vecindario: techo de esteras a dos aguas con tijerales de eucalipto, sillas de paja traídas de la sierra de Ancash, altillo de madera con su escalera para el proyectista, pantalla de tocuyo blanqueada con lejía, y grupo electrógeno con enfriamiento de agua diseñado para no hacer mucho ruido durante las funciones.

1962: Zenobio Beltrán Arroyo, Víctor 
Beltrán Leytón (al centro)  y  Manuel 
Beltrán  Banzur  (FOTO:  Cortesía de 
Marilyn Beltrán Lavandera)
Los altoparlantes del cinema trajeron música  a mi barrio  en una época cuando no todos los hogares tenían un radio transistor y la televisión era privilegio de pocos. Al conjuro de las funciones de matinée, vermuth y noche se dieron cita ambulantes, negocios y vida social. En la acera del frente, perfilada contra el humo de una parrilla a carbón, la vecina Lucía Estrada Orbegozo preparaba sus deliciosos anticuchos y “chunchulí". A unos pasos de ella sonaba la rockola del bar “La Balsa”, heredero de la clientela y reputación de “El Frontón”, famoso bar clausurado en 1971. Y entre el aroma de la parrilla y la bulla de la cantina coexistió “El Kiosco de Comics y Fotonovelas de Pacherres”, entrañable lugar que viene a mi mente como la nave espacial “Tardis" de Doctor Who: por fuera una simple caseta de madera, pero por dentro un mundo inmenso de aventuras a través del tiempo, el espacio y el arco iris de la vida.

Debo haber tenido siete años de edad cuando empecé a visitar el cine con mi cajón de lustrabotas a cuestas, del cual mi madre solía decir que parecía más grande que yo. Con el tiempo mi papá me encargó en el cinema la venta de los comics que él ya no necesitaba en su tienda de abarrotes. Y poco después también mi mamá me enviaba con una fuente de dulces. Noche a noche trabajé y me familiaricé con el mundo a media luz de las afueras del cine. Nunca faltó en mis bolsillos un sencillo, y temprano aprendí a descifrar el código de la calle.

Durante la década del sesenta mi barrio tuvo dos escuelas primarias fiscales. Una de varones en la esquina de avenida Aviación con la calle Huáscar dirigida por don Felipe González Olivera, y otra de mujeres en la calle Ramón Castilla a cargo de doña Ubínica Quiñones de Gayoso. Para los estudiantes del barrio, a menudo, el cine proyectaba las famosas “matinales”. Los alumnos caminábamos por la vereda de “La Aviación” en fila de a dos y agarraditos de la mano. Del mismo modo lo hacían las niñas de la otra escuela. Por lo general veíamos películas españolas, argentinas y mexicanas de los cantantes Raphael, Marisol, Palito Ortega, Angélica María, y de los cómicos Viruta y Capulina.

El dueño del cine, don Víctor Beltrán Leytón, nació en Chimbote el 25 de julio de 1934. Sus padres fueron don Zenobio Eusebio Beltrán Arroyo, también de Chimbote, y doña Yldaura Margarita Leytón Beltrán, natural de Samanco. Estudió la primaria en la Gloriosa Escuela 329 y la secundaria en el colegio San Pedro. Su padre fue pescador, propietario de tres embarcaciones, y operador de grúas en la estiba del muelle, pero a don Víctor le aguardaba un destino diferente: trabajar duro hasta ser dueño de una cadena de cines.

Hacia los primeros años de la década del setenta, las películas del Oeste (“cowboys”) y las “romanas” fueron las más populares en el cine de mi barrio. De las cowboys, disfrutamos especialmente el subgénero Spaghetti Western catapultado por el director italiano Sergio Leone, siendo nuestros personajes favoritos Django, Ringo, Sabata, Sartana y Trinity. Mi hermano Fernando y yo admirábamos a los actores Franco Nero y Giuliano Gemma, a quienes considerábamos los “verdaderos” Django y Ringo, respectivamente. En cuanto a las “romanas”, destacaron los personajes Sansón, Maciste, Hércules, Ulises y Ursus, gustándonos en particular los actores Dan Vadis y Steve Reeves. Y para la Semana Santa, año tras año, con emoción y recogimiento hacíamos colas interminables para ver la misma película sobre la vida, pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo.

La función de noche ya había terminado en el cine San Isidro aquel sábado de 1971 en que mataron al “Guada”. Lo acuchillaron al amanecer del 30 de octubre. Había estado en “La Balsa” con unos amigos y los tragos terminaron en bronca. Es posible que la última canción que escuchó en la rockola del bar haya sido “Olvidarte Nunca”, tal vez “La Copa Rota”, o quizá “Pecado Mortal”, discos que eran repetidos una y otra vez, y yo siempre los oía desde la vereda del cine. Temprano por la mañana cuando fui a comprar el pan, encontré su cadáver tirado en el suelo junto al arco de un campo de fulbito. Segundo Guadalupe Quiroz Contreras, “El Guada”, había vivido siempre al filo de la navaja.

Después que don Víctor terminó sus estudios secundarios, rápidamente evidenció un espíritu emprendedor. Tuvo dos puestos de abarrotes en el mercado Modelo. Posteriormente laboró como comisionista en la compra de pescado para la Compañía Pesquera Samanco. En 1956 terminó sus estudios de contabilidad por correspondencia a través de la Escuela Latinoamericana de Buenos Aires, Argentina. Acto seguido ejerció su profesión en un estudio contable. Luego vendrían los decisivos años 1961 y 1962 en los cuales trabajó en la Oficina de Administración del cine Chavín, y aquí conocería a doña Teresa Jimmy Lavandera Barrera con quien se casó el 22 de junio de 1962. Tras su paso por este cine se sintió listo para dirigir su propia sala cinematográfica.

“El Primer Beso”, no es el título de alguna película que haya visto en el cine San Isidro… fue una escena que presencié en una de las butacas. Tenía ocho años de edad y es mi recuerdo más remoto de la primera vez que haya visto a una pareja besándose. Ocurrió un día de 1969, había comprado mi boleto para la vermuth y me encontraba en mezzanine viendo el filme “El Silencioso”. A media función me dirigí a los servicios higiénicos, y cuando estuve a punto de dejar la sala noté que cerca de la puerta había una pareja confundida en apasionado abrazo. Al regresar empujé la puerta y el resplandor de la luz les iluminó la cara: la pareja se besaba. Reconocí al “Cholo” Espejo, un joven que vivía en “La Aviación”. Desde entonces y por muchos años nuestra forma de saludarnos siempre fue: “¡Hola Silencioso!”… “¡Hola Quevedito!”.

Poco después de las películas del Oeste y las “romanas”, el cine San Isidro nos abrió las puertas al mundo de Bollywood, y las películas hindúes irrumpieron con el torrente de su música y la ternura de “Mi Familia Elefante” y “El Payaso Joker”. Paralelamente también empezaron a exhibirse las películas de artes marciales y muy pronto terminaron dominando la cartelera. Inicialmente fuimos hinchas de Wang Yu y luego de Bruce Lee. En el barrio todos queríamos ser karatekas y romper ladrillos con las manos… mi hermano Fernando calentaba arena en el corral de la casa, y junto a los amigos ¡“endurecíamos” nuestras manos en esa arena caliente!

En 1962, luego de su paso por el cine Chavín, don Víctor compró un Proyector Portátil Philips de 35 Milímetros y peregrinó por pueblos y caseríos vecinos llevando un cine “ambulante”. Fue el preámbulo para la fundación del cine San Isidro. Con el correr de los años el éxito sonrió a nuestro cine, había empezado de esteras y devino en una sala reconocida en Chimbote. A continuación don Víctor extendió su horizonte empresarial: En 1971 fundó el “Cine al Aire Libre” (o “Cine Pirata”) que funcionó en la última cuadra de la avenida Aviación. Después el cine Dos de Mayo en el barrio del mismo nombre. En 1974 compró a los hermanos Víctor, Natividad, Simón y Santos Méndez el cine Vinasisa ubicado en el pueblo joven Villa María. Y, finalmente, concertó con don Benito Vásquez Paredes, propietario del cine Primavera situado en la cuadra diez de la avenida Pardo, el alquiler de éste por dos años.

El cine San Isidro, tan ligado a mi crecimiento, fue también el lugar donde vi mi primera película para adultos. Aún era un adolescente entonces. Por aquellos tiempos había que tener 21 años para ser mayor de edad, pero fuimos un poco impacientes para esperar tanto. “El Abrazo”, se llamó el filme. A veces las veía gracias a mi amistad con algún empleado del cine. Y si no me permitían entrar, esperaba a que las proyectaran en el “Cine Pirata” donde otro amigo me dejaba pasar. En las escenas para mayores aprendí la teoría completa desde la A hasta la Z. La práctica tuvo que esperar unos años más.

Tenía 23 años cuando cerró el cine San Isidro. Ocurrió en 1983. Fue también mi último año en Chimbote. Me mudé a Trujillo, luego a Europa y después a Estados Unidos. El auge de los vídeos Betamax y VHS de inicios de los ochenta hirió de muerte a los cinemas. Para ver una película devino innecesario ir a una sala cinematográfica. El público se ausentó, y los cines empezaron a cerrar sus puertas. Así, el corazón social de mi barrio dejó de latir, el humo de la “Tía Chunchulinera” se desvaneció, “El Kiosco de Pacherres” fue desarmado, la rockola de “La Balsa” no sonó más, y las colleras de amigos se fueron a buscar otra esquina. 

2014: Don Víctor Beltrán Leytón y 
Eduardo Quevedo Serrano (FOTO: 
Cortesía de Marilyn Beltrán Lavandera)
En algún lugar del viejo cine San Isidro, para siempre, se quedaron rondando los aplausos de los niños, las carcajadas de los adolescentes, los chasquidos de besos de los jóvenes, el ronquido de algún adulto, y los golpes de butacas y gritos de “¡Rateros… rateros!” que proferíamos cuando el proyectista Augusto Medina “cortaba” partes de las películas para terminarlas a tiempo y enviarlas a la siguiente sala de exhibición.

Cada vez que visito Chimbote salgo a caminar a lo largo de la avenida Aviación, al pasar por la cuadra once me suele llegar un sonido, inaudible para los distraídos transeúntes pero perceptible para mí… como aquellos fantasmas a los que no todos pueden ver. Es el eco de la vieja canción de Los Golpes cuya letra repite: “… pero a ti olvidarte nunca”.

¿Cuál es mi película favorita de todas las que vi en el cine San Isidro? Me pregunto al finalizar este relato. No creo conocer la respuesta, sólo sé que hay un Spaghetti Western cuyas imágenes me rondan desde la niñez: “La Muerte Viaja a Caballo”.

En una noche de tormenta unos encapuchados pasan por un rancho y matan a una familia completa menos al pequeño Bill. El niño se fija en un detalle que identifica a cada bandido, y en base a ello quince años más tarde los busca para vengarse. Uno a uno los elimina con la ayuda de Ryan y en el desenlace descubre que éste también fue uno de los bandidos. Ambos se disponen a batirse en un duelo final con una sola bala para cada uno. Bill dispara… pero a un forajido oculto en un techo, y Ryan abre la mano y muestra su única bala… en realidad nunca la puso en su revólver. THE END.

Post Data: El edificio del cine San Isidro permanece intacto y actualmente sirve de sede a una congregación religiosa. Don Víctor goza de buena salud, aún mantiene la propiedad del inmueble.

New Hampshire, USA
Octubre, 2014

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sábado, septiembre 13, 2014

La Ruta de los Dibujos de Dorothy


LA RUTA DE LOS DIBUJOS DE DOROTHY

Retrato a carboncillo dibujado por Dorothy, 
2014 (Exposición y Subasta Escolar)
Una tibia tarde primaveral del último mes de mayo, Terry se encaminó al edificio de los artistas y artesanos de Rollinsford en New Hampshire. Había en sus pasos determinación y fuerza de voluntad a toda prueba: No iba a permitir que los trabajos de arte de nuestra hija formen parte de la subasta programada por la escuela para recaudar fondos.

Al término del año escolar, un dibujo a carboncillo y una acuarela de Dorothy habían sido seleccionados junto a otros trabajos para una exposición que concluiría con su venta al mejor postor. Nuestro temor era que durante la subasta los precios se elevaran tanto que al final nosotros no pudiéramos comprar las obras de nuestra propia hija.

Fue hace una década atrás cuando con certeza advertí que Dorothy desarrollaba un talento especial para el arte y en particular para el dibujo.  Tenía ella, entonces, apenas cinco años de edad. La noche del 11 de marzo del 2004 su kindergarten organizó una exhibición de arte con los trabajos de los alumnos. Parado frente a la exposición tuve una revelación: El dibujo de Dorothy tenía destreza y una depuración que destacaba con nitidez frente a las creaciones de los otros niños.

El año anterior, 2003, nos habíamos trasladado de Europa a Estados Unidos, y como todo comienzo fue una etapa dura para mi familia. En Inglaterra habíamos alcanzado una vida estable y tranquila, pero Terry quiso que nos mudáramos a New Hampshire en USA, pues ésta era la tierra que la vio nacer, y que después de concluir sus estudios superiores ella dejó para ir a vivir al Viejo Mundo.

En Estados Unidos mi esposa y yo volvimos a empezar de la nada otra vez. Nuestro flamante departamento alquilado era prácticamente sólo paredes y techo. El primer día Terry fue a Walmart y compró tres platos, tres tazones y tres cucharas, y comimos sentados en las gradas de la escalera. De Inglaterra trajimos sólo nuestras maletas de viaje, y parte de nuestras pertenencias llegarían por barco después de nuestro arribo a New Hampshire. Por lo demás, los artefactos y electrodomésticos no servían en USA y los regalamos en Londres, la vajilla decidimos dejarla, los muebles eran demasiado pesados como para pagar flete, y el piano y el carro los malbaratamos.

Una vez en New Hampshire mi esposa fue a trabajar a la escuela que la había contratado, y yo me quedé en casa al cuidado de mi hija mientras resolvía mis papeles de inmigración y el permiso de trabajo. En estos lugares tener auto es absolutamente indispensable para movilizarse. Las personas diariamente manejan su propio carro para ir al trabajo, e incluso desde el interior de sus coches recogen el correo de los buzones postales, retiran dinero de los cajeros automáticos, y hasta compran un humeante café… pero yo adquirí una bicicleta de segunda mano. Y a partir de ese momento alteré el rutinario paisaje de la ciudad: No sin sorpresa la gente empezó a ver un inmigrante latino en bicicleta llevando a la escuela a su pequeña hija bajo sol o lluvia.

“Princess”, dibujado por Dorothy, 2004
(Exposición de su Kindergarten)
Aquella noche del año 2004, en que el kindergarten de Dorothy organizó la exhibición de arte, los padres de familia se rascaban la cabeza frente al dibujo de mi hija, incrédulos se preguntaban si aquel trabajo habría recibido la “ayuda” de alguna persona mayor, pero la profesora despejó las dudas precisando que todos los dibujos se habían hecho en clase y ante su presencia. Algo cambió desde ese día: Dorothy empezó a recibir invitaciones para jugar en las casas de sus amiguitas de aula, e incluso algunos padres de familia comenzaron a ofrecerse para recogerla de la casa y llevarla a la escuela.

La pasión de Dorothy por el dibujo y la pintura empezó en Londres desde pequeñita. Entonces yo trabajaba en las madrugadas y la cuidaba durante el día. Los primeros cinco años de su vida me quedé en la casa para atenderla. No tengo duda que aquellos años fueron los más felices de mi vida. Cada día fue una explosión de aventuras colmadas de juegos y actividades, y aún a esa temprana edad lo que más le gustó a Dorothy fue siempre el dibujo y la pintura. Hice un caballete de pintor y a diario terminábamos embadurnados con pintura de pies a cabeza.

Un mediodía a finales de agosto del 2003, Dorothy se encontraba jugando en la sala de la casa, miró a la calle a través de la ventana, y exclamó con alegría: “Binky is here!”. Tras cuatro semanas de nuestro arribo a New Hampshire y haber vivido como ascetas, llegaban nuestras pertenencias de Londres. Las trajo un camión de mudanza. “Binky” era un oso de peluche grande, del mismo tamaño que Dorothy. Y era su favorito.  Con él llegaron todos los materiales de dibujo y pintura de mi hija. También la ropa, cosas para la cocina, los libros de Terry, mis herramientas que otra vez cruzaban el Atlántico: las había heredado del padre de Terry, a través de los años las fui llevando poco a poco de New Hampshire a Londres, y ahora regresaban a New Hampshire.

Acuarela pintada por Dorothy, 2014
(Exposición y Subasta Escolar)
Desde entonces Dorothy nunca ha cesado de dibujar. En forma compulsiva estampa su creatividad en cuanto papel llega a sus manos. Ya no es la alumna número uno del aula que lo fue desde el primer grado, ahora hurta tiempo a las matemáticas y al lenguaje para consagrarlo a su arte. Sus profesores le reclaman que diga que no tiene tiempo para terminar sus tareas y pruebas, mientras que sí lo tiene para atiborrar con pequeños dibujos los cuatro márgenes de sus exámenes y cuadernos.

El último mes de febrero ella cumplió quince años de edad. No le di un regalo grande pero sí una promesa: “Antes que me haga demasiado viejo te llevaré a Japón para que conozcas la cultura y el arte de ese país”, le dije. Sucede que su estilo de dibujo ha derivado hacia el “anime” japonés, y constantemente crea sofisticados personajes de historietas dentro del concepto “manga” nipón. Ello le ha despertado un interés general por la cultura del País del Sol Naciente.

Los días en que por las empinadas calles de la ciudad yo manejaba una bicicleta con mi hija en el asiento posterior, han quedado atrás. Si quisiera hacerlo otra vez ya no podría. Los años no pasan en vano. En su momento lo hice porque en la vida muchas veces hay que pedalear cuesta arriba. El amor y el esfuerzo por los nuestros nos permiten llegar a la cima. 

En realidad los años no pasan en vano en ninguna actividad. La tecnología de nuestro tiempo se renueva a una velocidad de vértigo, y las artes no son ajenas a este cambio. Desde hace un año Dorothy viene utilizando aparatos electrónicos como el tablet, y con éste han aumentado las posibilidades para el detalle y la experimentación en sus dibujos… ¡Y ni hablar de la cantidad de tiempo que se dedica a ello!

Aquel día de mayo en que Terry caminó al edificio de los artistas y artesanos, yo regresé del trabajo y encontré en la casa el dibujo a carboncillo y la acuarela de Dorothy que habían sido seleccionados para la subasta (… y que temía podrían costarme un ojo de la cara). No pude creer que Terry, normalmente tímida y callada, hubiese tenido la firmeza para oponerse a la subasta y recuperar ambos trabajos de mi hija. “¿Cómo lo has hecho?”, le pregunté.

“En esta casa no tendremos riquezas materiales”, me dijo. “Pero tengo cajas y cajas donde guardo toda la creación artística de mi hija desde que cogió un pincel por primera vez”, continuó. “Y no iba a permitir que estos trabajos tan lindos falten en su colección”, concluyó.

Pensé en las palabras de Terry, y decidí escribir esta historia.

New Hampshire, USA
Septiembre, 2014

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sábado, mayo 31, 2014

El Terremoto del 31 de Mayo de 1970



EL TERREMOTO DEL 31 DE MAYO DE 1970

Avenida Industrial de Chimbote 
después del terremoto
La tarde del 31 de mayo de 1970 transcurría en Chimbote como un domingo cualquiera. La gente disfrutaba de un día soleado. No había sospecha que a las tres y veintitrés un terrible terremoto destruiría la obra humana con mortal ferocidad, como si la naturaleza hubiera querido arrojar por los suelos todos los huesos de la ciudad para averiguar, entre sus escombros, de qué acero estaba hecho el carácter de su pueblo.

A esa hora, los parlantes del viejo cine San Isidro dominaban mi barrio con música de Javier Solís y Leo Dan, canciones como Sombras Nada Más y Santiago Querido hacían de preámbulo a la función de matinée que estaba a punto de empezar. Frente a mi casa, en La Pampa del 21 de Abril (actual colegio Santa María Reina), se disputaban clásicos partidos de fútbol ante una nutrida multitud que abarrotaba los cuatro costados del campo. Y más allá del Cementerio Viejo, en el antiguo estadio Vivero Forestal (hoy, Gómez Arellano) se jugaba el Campeonato Relámpago de la Liga de Fútbol de Chimbote, el cual debió concluir esa tarde, pero en realidad nunca terminó.

Un minuto antes de la fatídica hora dejé la tienda de abarrotes de mi padre, ubicada en la esquina de la avenida Aviación con el jirón Unión, para dirigirme al baño de la casa en la parte trasera del corral. Frente a la puerta me detuve por un instante y escuché el bullicio proveniente de La Pampa de fútbol, y me pregunté si yo también debería estar ahí, junto a mi hermano menor Alberto, quien en ese momento era parte de la multitud. 

Escuela del Barrio San Pedro de Chimbote. 
En medio de la desolación causada  por  el 
terremoto, un niño representa la esperanza
Aún sostenía este pensamiento en la mente, cuando de pronto la música del cine y la bulla de La Pampa fueron eclipsadas por el ladrido temeroso de todos los perros del barrio. Acto seguido, un sonido desconocido invadió al mundo. Empezó con un rumor bronco, seco y poderoso, y derivó en el bramido apocalíptico de una bestia mitológica que rompía sus cadenas en la profundidad de la tierra. Entonces un cataclismo descomunal sacudió Chimbote y a la región Ancash. Sentí la necesidad de mi madre, y corrí en su búsqueda. 

Mientras huía, algunas paredes se desplomaron a mi paso. Una vez en la calle fui testigo de la escena más dramática que jamás haya presenciado en mi vida: a ambos lados de la avenida Aviación, hasta donde mi vista podía llegar, vi brazos extendidos hacia el cielo, gente de toda edad y condición, unos parados y otros de rodillas gritaban en alto sus pecados y pedían perdón al Dios de la Creación. Entonces mi madre me vio, y me dijo: “Es el fin del mundo, hay que estar juntos”.

El día del terremoto sólo tenía nueve años de edad, pero los cuarenta y cinco segundos de su duración perduran en mi mente, inmunes a la contaminación del olvido. Me acompañan desde siempre y para siempre. Sus escenas, sin duda, se repetirán por una última vez en la película final que veré antes que las cortinas se cierren, y se apague la luz.

Recuerdo que mientras la tierra se movía, mi mamá contó sus hijos para verificar si estaban completos: “Uno, dos, tres, cuatro, cinco...”. Tres de mis hermanos no estaban con nosotros en ese instante: Alberto y Olga (los dos menores) y Roger (el mayor). El primero había estado en La Pampa mirando el partido de fútbol y Olga estaba en su cama. Ella nació la Navidad de 1965 y nunca caminó hasta los cinco años de edad. Nació con una enfermedad y la mitad de su cuerpo vivió secuestrado dentro de una armadura de yeso. 

En medio de la estampida de la gente que corría desde La Pampa, Alberto por sus propios medios llegaría de vuelta a casa. Más tarde mi madre nos diría que aquel día él no parecía correr sino flotar en el aire, con los brazos extendidos, como queriendo abrazarla a la distancia. El caso de Olga y Roger fue diferente.

Todos estos recuerdos deambulan agazapados en el cuarto oscuro de mi memoria, y sólo requieren de una rendija de luz para volver de golpe. A partir de 1994 viví en Londres por casi una década. Residí en siete barrios diferentes de la capital inglesa y cerca de mis alojamientos siempre tuve a una de las líneas del metro subterráneo o del tren de superficie. Cada tren estremecía la tierra de tal manera que mi corazón daba un vuelco, creyendo que se trataba de un sismo. El año 2003 me mudé a New Hampshire, USA donde vivo en un pueblo ubicado a unos pasos de la línea férrea. Corren por aquí locomotoras que jalan un centenar de vagones de carga. La conmoción de los trenes, instintivamente me devuelve al 31 de mayo de 1970. Y es que los hijos del terremoto fuimos marcados con una cruz de ceniza, como los hijos de Aureliano Buendía en Cien Años de Soledad.

Puente Gálvez de Chimbote después del terremoto
(Fuente: Associated Press, Wirephoto, 1970)
Durante los primeros segundos del terremoto, mientras todos nos precipitábamos a la calle, mi hermano Roger había corrido hacia adentro de la casa. A pesar de que el día anterior se había dislocado severamente el codo jugando básquetbol, y llevaba su brazo derecho colgado de un cabestrillo, él corrió al interior de la casa para a rescatar a Olga. Fue un acto crucial. Terminado el terremoto, cuando inspeccionamos los daños de la vivienda encontramos la cama de mi hermana aplastada contra el suelo. Una pared de ladrillos le había caído encima.

Aquel día, Chimbote fue devastado como si las hordas de Atila hubieran galopado sobre la ciudad, y no hubieran dejado “piedra sobre piedra”. Mi barrio no tenía grandes edificios, con excepción de la iglesia San Francisco de Asís, y fue destruida también. La recuerdo bella, en la forma de un arca, y con pelícanos en bajo relieve diseñados en sus paredes. Los vecinos gustábamos llamarla, “El Arca de Noé”.

Toda la región Ancash fue destruida en cuarenta y cinco segundos por el desastre natural más grande de la historia del Perú, y uno de los terremotos más devastadores de la historia de la humanidad. El epicentro del sismo fue Chimbote. 

Iglesia San Francisco de Asís antes del terremoto
Al día siguiente, Chimbote se arremangó las mangas de la camisa, enterró a sus muertos, e inicio el proceso de su reconstrucción. Los barrios participaron de una gran organización comunal. Cuadrillas de voluntarios recorrieron calle por calle y casa por casa para limpiar los escombros. La ayuda internacional llegó generosa y oportuna. La Pampa del 21 de Abril se convirtió en un gran campamento con carpas levantadas para diversas familias que se quedaron sin casa.

Mis hermanos y yo participamos de las cuadrillas voluntarias. Al final de cada jornada recibíamos una ración de víveres consistente en carne de pollo congelado, frejoles enlatados, un derivado de trigo llamado trigol que sustituía al arroz, aceite comestible y leche en polvo. La falta de agua fue un problema serio, pero las familias lo obteníamos de pozos abiertos en el suelo, en casa mi mamá llenaba cada balde y olla disponible, la dejaba sedimentar, y luego el agua clara era consumida. 

Por entonces Chimbote y el Perú se encontraban hambrientos de buenas noticias. Y éstas llegaron. El mismo día del terremoto se inauguró el Campeonato Mundial de Fútbol México ’70. Cuarenta y ocho horas más tarde, luego de cuarenta años de ausencia de los torneos mundiales, la selección peruana ingresó al gramado de juego portando brazaletes negros para debutar frente a Bulgaria. Los asistentes guardaron un minuto de silencio por nuestra tragedia. Tras ir perdiendo por dos a cero, Perú venció por tres goles a dos. Y cuatro días después derrotamos a Marruecos por tres goles a cero. La popular polka de la época, “Perú campeón, Perú campeón...”, resonó en cada rincón de Chimbote y en todos los confines de la patria.

Chimbote actual, una ciudad grande, bella y optimista
(Foto: Cortesía de Rubén Pucutay Bermudez)
Semanas después, el equipo del pueblo chimbotano, José Gálvez FBC, en un estadio Vivero Forestal sin paredes, puertas ni tribunas inició una sensacional campaña que concluiría con el ingreso, por primera vez en la historia de Chimbote, a la liga profesional del fútbol peruano. Ahí nació nuestro himno: “A Chimbote tierra bella, hoy te canto para ti... En música los Rumbaney, en voley la selección, en fútbol el José Gálvez, José Gálvez es campeón”.

A veces los pueblos necesitan de grandes desafíos para saber con qué acero están hechos. Chimbote renació de sus escombros, y emergió como un coloso para reencontrarse con su destino. Hoy es una ciudad grande, bella y optimista. En cuanto a lo mío, siempre he creído que el terremoto del 31 de mayo de 1970, bautizó con fuego a la unidad de mi familia. 

New Hampshire, USA
 Mayo 31, 2014

(Parte del presente relato fue publicado el 26-02-2011 en El Rincón de los Recuerdos

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