sábado, julio 07, 2012

Doce Kilómetros y Medio


Doce Kilómetros y Medio
A las cinco de la mañana el pueblo de Rollinsford todavía duerme y sus calles se muestran desiertas. Quien no duerme es la naturaleza: fauna y flora están despiertas y vibrantes desde el rompimiento del alba. Y en esa mezcla de quietud y estrépito avanzo con trote medido y seguro.
En Europa adquirí el hábito de correr hace ya unos veinte años. Empecé con una distancia pequeña y poco a poco la fui extendiendo hasta llegar a un punto donde ya no le pude agregar ni un paso más: doce kilómetros y medio.
Años después me mudé a Rollinsford, un lugarcito forestal en New Hampshire, USA y aquí encontré el itinerario perfecto para mi recorrido: calles rurales y vacías preñadas de vegetación y animales silvestres.
Los sábados y domingos me levanto por la madrugada, hago unos ejercicios de calentamiento y salgo a correr. Siempre la misma distancia. En la actualidad corro por razones diferentes a las que tuve veinte años atrás. Ahora es parte de mi rutina semanal, y a los 51 años de edad  ayuda a mantener mi peso y una mente saludable. Inicialmente fue una cura casual que encontré para los duros momentos de la soledad y la depresión.
No creo haber sido muy deportista durante mis años en Perú. Me encantó el fútbol, pero no fui bueno, tal vez un aguerrido marcador derecho y volante de contención, pero nada más. Años después los encuentros peloteros devinieron en pretextos para los tragos. Más cervezas que goles. Y la “curva de la felicidad” empezó a expandirse  junto con mi propio peso.
Esta madrugada salgo a correr y una pequeña culebra me sobresalta en el umbral de la puerta. No creo en premoniciones, la sorteo de un tranco y sigo adelante. Corro unos tres kilómetros y dejo atrás la parte más residencial de Rollinsford, cruzo la Ruta 4 y a través de la calle Sligo Road me adentro al corazón rural del pueblo. A mi izquierda, el río Salmón destila un denso vapor a resultas del choque de temperaturas entre el día y la noche. Cables de electricidad se elevan sobre la pista, en uno de estos cables una ardilla grande y fuerte persigue a una más delicada. Me pregunto si la alcanzará y tendrán un final feliz y electrizante.
Al final de Sligo Road volteo a mi izquierda con dirección a la calle Baer Road. Al este, más allá de los pastizales y detrás de una maraña de árboles se agazapa el astro rey, aún no veo su disco de fuego pero su resplandor se despunta sobre la copa de los árboles. Y siento las primeras gotas de sudor surcándome el rostro, desde mi nariz y barbilla gotean al pavimento. Una manada de pavos silvestres atraviesa la pista y cierra el paso. Espero en movimiento. Reanudo la marcha y paso por aquel recodo del camino donde ayer, a tan sólo cinco pasos, un venado grande y hermoso me miró fijamente. Fue tan alto que sus ojos estuvieron al mismo nivel que los míos. Yo aflojé el paso para no asustarlo, pero el venado huyó dibujando cabriolas en el aire.
Al final de Baer Road se ubica la intersección con Gulf Road. Llego a una señal de tránsito en la que se lee  “STOP”, doy la media vuelta y regreso. Ahora, sobre mi izquierda se sitúa el oeste. Llevo ya recorridos seis kilómetros y medio. Me sobreparo para que una tortuga cruce la pista. No tengo todo el tiempo del mundo así que la rodeo y acelero mi paso. A este punto, instintivamente, miro el cielo azul, como buscando en la distancia una imagen que vi días atrás: un águila con una presa en sus garras, y que a juzgar por la cola que se agitaba en el aire diría que se trató de una rata.
A unos pasos más adelante, sobre mi izquierda yacen dos árboles caídos, están tan juntos que los terrones de sus bases se besan en el suelo y el enjambre de sus raíces se entremezclan como cabellos salvajes. Los imagino como a una vieja pareja de amantes a quienes el final no pudo separar y cuyas raíces continúan compartiendo memorias de mejores tiempos. Correr es uno de los momentos predilectos de mi semana. No llevo música conmigo. No quiero distraerme, hay demasiada inspiración en mi camino y deseo embriagarme con toda la belleza que me rodea.
A este punto ya estoy de vuelta en la intersección de Baer Road y Sligo Road, pero esta vez continúo a través de la primera, la cual también debe llevarme a la Ruta 4. El astro rey ya se deja ver en el este, el cansancio es agobiante y hay demasiadas caídas profundas y cuestas empinadas en el camino. Mi corazón golpea duro en el pecho y la respiración es acezante. Con el galope de mis latidos llegan los fantasmas de antiguos amores. Veo sus sonrisas y sus encantos. Algunas desean quedarse revoloteando en mis pensamientos. Son bienvenidas por un momento, luego las despido para continuar garabateando poemas o relatos en mi mente.
He llegado al cruce de la Ruta 4 y Robert Road, es una entrada urbano-rural al Rollinsford residencial. Y es el último tramo de mi ruta. Los árboles todavía pintan de verde al paisaje. Ardillas corretean por doquier. Sapos y ranas croan en las aguas estancadas. Patos y gansos silvestres surcan el aire con su graznido cacofónico. El trinar de los pájaros convierte a la mañana en una sinfonía de sonidos. Y entre las notas de la partitura llegan a mi mente los versos del poeta Heraud: “Yo nunca me río de la muerte. Simplemente sucede que no tengo miedo de morir entre pájaros y árboles”.
Me aproximo a la última cuesta de mi recorrido, el área es mayormente descampada. El viento se encrespa, parece que va a llover, los pájaros aletean inquietos. Desciendo la cuesta. Llego al fondo. Luego me impulso para subir al tiempo que exclamo una frase que grito cada vez que estoy aquí: “¡Vamos Eduardo!”. Los pájaros se asustan sobre mi cabeza, a mi costado las ramas de tres sauces parecen sobresaltarse. Y más allá de una extensión de césped, en una de las casas, una mujer en bata de dormir abre la cortina de una ventana, y vuelve a cerrarla rápidamente. No tengo duda que a quien la escucha, le dice: “Es el mismo loco de todos los fines de semana”.
Finalmente arribo a las calles de mi vecindad, una que otra persona ya ha sacado sus perros a caminar. Estoy exhausto y siento mis piernas tan hinchadas como si fueran las patas de un elefante. Unas cuadras más y veré a mi gato Kitty esperándome frente a mi casa. Saludo a un vecino madrugador que recostado contra su auto fuma un cigarrillo. Y alcanzo a ver a Kitty.
Mi gato soba su lomo contra mis piernas. Yo camino en mi patio trasero tratando de relajarme y acallar el resuello de mi respiración. Entro al interior de la casa. Mi familia todavía duerme. No me meto a la ducha. Cojo mi laptop y empiezo a contarles las mil doscientas palabras que anteceden a este punto final.
New Hampshire, USA
Julio, 2012
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