sábado, diciembre 22, 2012

Apuntes para Una Historia de Amor



APUNTES PARA UNA HISTORIA DE AMOR

Eduardo, 1994
Un hombre y una mujer se buscan por el mundo. No se conocen pero se han visto en sueños. La búsqueda es larga y el reloj de la vida transcurre inexorable. Entre los tic tac de su martilleo algunos amores han naufragado cual barquitos de papel. Tanto se habían soñado que de encontrarse sabrían reconocerse.

Eduardo dejó Chimbote y se fue a Trujillo en 1983, y luego a Europa en 1994. Terry dejó Estado Unidos y voló a Inglaterra en 1987, recorrió Europa, viajó a África y finalmente retornó a Inglaterra en 1996. Ambos por separado, y persiguiendo sus sueños, se establecieron en Londres. 

La prestigiosa Sauthbank International School de la capital inglesa es un punto importante de estos apuntes. Una vez llegado a Inglaterra, Eduardo trabajó en el Departamento de Mantenimiento de esta escuela con un ciudadano británico de nombre Terry King, ambos establecieron una gran amistad.

Mister Terry King gustaba bromearse con Eduardo y por causa de su soltería solía decirle: “Primera vez que conozco a un latino de treinta y tres años sin varias mujeres y sin hijos. Deberías casarte con una inglesa”. Eduardo le respondía: “Me gustaría casarme con una, pero todas las mujeres de este país son más altas que yo”.

Cierto día Eduardo viajaba en el Metro de Londres. Iba absorto en sus pensamientos, garabateando un poema en su inseparable cuadernillo. De pronto sintió una corazonada. El tren se había detenido en la estación de High Street Kensington. Levantó la vista instintivamente y miró hacia el andén. Alcanzó a ver a una bella mujer, su petite figura era singular entre la multitud de gente mucho más alta que ella. El tren lentamente empezó a retomar su marcha, y la imagen de aquella mujer quedó grabada en la mente de Eduardo.

Por una de esas casualidades de la vida, meses más tarde, la misma mujer llegó al Sauthbank International School para trabajar como profesora. Se llamaba Terry, era ciudadana norteamericana-británica soltera y sin hijos.

Terry - Kenya, África 1995
Durante las primeras semanas que siguieron al arribo de la profesora, era evidente que entre ella y Eduardo había una natural simpatía. Pero la amistad no pudo desarrollarse porque ni ella hablaba español, ni él hablaba inglés... o por lo menos eso era lo que él decía para evitar conversar en una lengua en la que no se sentía cómodo.

Hoy, cuando Terry conversa con sus amistades sobre aquellos días, aún cuenta que en una oportunidad se encontró con Eduardo en las escaleras rojas que unían a los dos edificios del Sauthbank International School. Ella bajaba al edificio viejo y él subía al nuevo. Ambos se detuvieron a medio camino. En sus propias palabras, Terry lo relata así: “Yo dije Hi y Eduardo respondió Hi. Intenté iniciar la conversación pero él sonrío tímidamente, alzo los brazos, y me dijo que no hablaba inglés”.  

Unas semanas después del encuentro en las escaleras rojas, Eduardo se sacó el clavo, y conversó con Terry durante dos horas. Fue un primero de noviembre. Ambos recuerdan la fecha con facilidad porque coincidió con el cumpleaños de la mamá de Eduardo. Ahí le dijo que una vez la vio en la estación de High Street Kensington. Y ella le contó que ese día regresaba de visitar una agencia de viajes, pues a ese punto estaba considerando regresar a África. (*)

El momento decisivo llegó unos meses más tarde. Un día Mister Terry King llamó a Eduardo y le dijo: “Anda al salón de la profesora Terry, y arregla un alambre que ella utiliza para colgar las pinturas de sus alumnos”. Él preguntó qué herramientas llevaría. “Sólo un alicate”, fue la respuesta. Entonces se encaminó con dirección al edificio nuevo, dio unos pasos, miró sus manos y se detuvo. Le pareció extraño que sólo llevara un alicate. Volvió la cabeza hacia Mister King y vio a éste sonriéndole, y en sus labios podía leerse las palabras: “Buena suerte”.

Tanto la escuela como el salón de Terry tenían una ubicación de privilegio. La escuela estaba enclavada en el corazón mismo del famoso barrio Notting Hill. Y las ventanas del salón de Terry miraban a Portobello Road, una de las calles más populares de Europa, donde podía verse a las más grandes celebridades del mundo confundirse con los cientos de turistas que a diario visitan la zona.

Eduardo retomó su camino rumbo al aula de Terry, y llegó al final de un pequeño corredor. Se detuvo en el umbral de la puerta. El salón se ubicaba en una superficie a desnivel. Seis gradas descendían a su interior. Desde lo alto vio al alambre descolgado, a los turistas más allá de las ventanas, y en el centro del aula la vio de espaldas. 

Cuando la profesora volteó para darle la bienvenida, ellos supieron que la larga búsqueda había terminado. Miles de kilómetros recorridos quedaban atrás. Como si cada uno hubiera guardado la mitad de una fotografía, y al ponerlas juntas sobre la mesa las partes cuadraban, y el sueño finalmente se convertía en realidad.

APUNTE FINAL: Aquel día Terry y Eduardo no hablaron de amor. No fue necesario. Lo hicieron unos días después con la ayuda de un diccionario. En 1999 en Londres nació su única hija. El 2003 se mudaron a Estados Unidos, y desde entonces viven en el estado de New Hampshire.

(*) Detalles del encuentro de aquel primero de noviembre se cuentan en el relato: ¿Perdón, La Luz Estuvo Encendida?

New Hampshire, USA
Diciembre, 2012

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sábado, noviembre 10, 2012

Luciérnagas de la Noche


LUCIÉRNAGAS DE LA NOCHE

Foto Internet
Las luciérnagas salpicaban la oscuridad de la noche con su escarcha brillante. A lo largo de mi camino chisporroteaban como luces de bengala suspendidas en las sombras. La ruta de trocha cortaba la densa vegetación y se internaba zigzagueante entre la maleza de Tres Cabezas. El olor a aguas estancadas de los pantanos saturaba mi olfato. Y en la penumbra nocturna, mis pasos juveniles avanzaban con destino a La Casa Rosada... establecimiento legal de mi natal puerto de Chimbote donde un grupo de féminas se dedican al oficio más antiguo del mundo.

Más de tres décadas han pasado desde aquellas caminatas. Fue en 1978 cuando por primera vez me aventuré a pie a través de los eneales de Tres Cabezas, tenía entonces 17 años de edad. Poco antes habían empezado mis visitas a La Casa Rosada, pero recorriendo el trayecto mediante el servicio regular de autos.

Por las noches, en la tercera cuadra de la avenida Gálvez se ubicaba la línea de colectivos que hacía el servicio exclusivo a este lugar. Era un paradero fantasmal, perdido entre las sombras de la noche, y desapercibido al común de la gente con excepción, claro está, de los que sabían a dónde querían ir.

Dos razones me desanimaron a seguir utilizando el transporte de autos. 

A veces, en los carros, me encontraba con alguna sorpresa inesperada. Por ejemplo, mientras esperaba a que se completaran los pasajeros subía una sombra, se sentaba a mi lado, y resultaba siendo uno de mis profesores del colegio. Entonces yo balbuceaba, “Buenas noches, profe”. Y la respuesta solía ser: “Hola Quevedo, me imagino que ya tienes listas tus tareas escolares”. 

La segunda razón fue económica: la tarifa de los autos era elevada. Con las justas yo ahorraba para la otra tarifa... y se me hacía difícil juntar dinero para las dos cosas. Hasta que un buen día, un amigo más ducho que yo, me dio la idea.

Me dijo: “La línea de autos es cinco veces más cara que la de los microbuses. Mejor tomas tu micro José Gálvez o Ramón Castilla, te bajas en el estadio Pensacola, y de ahí caminas al sitio, pero tienes que ir acompañado porque los totorales son oscuros y peligrosos”.

Y así lo hice. Usualmente me acompañaba mi amigo Jorge, con quien compartíamos escasas monedas y un sinfín de aventuras en el colegio San Pedro. Tomábamos nuestro micro en el centro de Chimbote, y bajábamos en el estadio. Cruzábamos al otro costado de la avenida Pardo, donde se ubicaba el gran muro blanco que cercaba al Centro de Educación Especial para Niños Excepcionales. Y desde esta esquina caminábamos unos tres kilómetros y medio a través de los totorales de Tres Cabezas.

En la oscuridad de la noche no se podía ver nada, excepto la maleza y el impresionante espectáculo de las luciérnagas. Sabíamos que el área contenía pantanos y pozas de agua donde de día se podía pescar lifes y monengues. Había árboles de sauce y pájaro bobo. Abundaban eneales y totorales que servían para la fabricación de esteras. Y habitaban patos silvestres y gallinetas.

Caminábamos con una mezcla de miedo y expectativa. Se decía que en los totorales podían agazaparse personas del mal vivir, pero la idea de estar pronto en la Casa Rosada alentaba nuestros pasos. De rato en rato nos acribillaba el fogonazo de las luces delanteras de autos que hacían el camino de regreso, y no faltaba algún pasajero satisfecho que nos gritara: “¡Hey misios, paguen su colectivo!”.

En el interior de la Casa Rosada laboraban otras luciérnagas. Menos brillantes pero igualmente activas durante la noche. Impúdicas se exhibían en el umbral de la puerta de unas cincuenta habitaciones, recortadas contra la media luz de bombillas eléctricas revestidas con papel celofán rojo. Hacían sus arreglos con la clientela a media voz, casi engullidos por la música de Lucho Barrios, Pedrito Otiniano y José Feliciano proveniente de un amplificador que funcionaba con un grupo electrógeno.

La primera vez que visité este lugar, mis tímidos pasos no tuvieron que deambular mucho. En el primer corredor encontré a una mujer joven, guapa, de ojos orientales, y cuya larga cabellera reposaba en el descanso de su bella figura. Le llamaban “La China Margot”. Desde entonces sólo visité a ella, hasta que un día no la encontré más. Se había ido, y por vez primera me sentí un poco perdido en el laberinto de La Casa Rosada. 

 “¿Buscas a alguien?”. Me preguntó una voz desconocida sacándome de mis tribulaciones. Se trataba de una mujer un tanto mayor, a quien, lo que la vida le había arrebatado en belleza, se lo había compensado con encanto. Me sedujo su sonrisa. Y tenía un nombre por el cual sentía debilidad desde que en 1972 escuché al dúo José y Manuel cantar la bella canción “Teresa”. Nos volvimos amigos. Un día a fines de 1981 le dije que ya no volvería más, y le di mi razón. Teresa, me dijo: “Cuídala, y sé un buen hombre”.

La Casa Rosada, Chimbote, Perú
Treinta y un años más tarde volví en busca de la ruta de las luciérnagas. Ocurrió hace tres meses, durante mi última visita al Perú. Quise tomar una foto de La Casa Rosada para ilustrar el presente relato. Y me hice acompañar por un amigo de viejas andanzas: Bernardo Cabellos Sabino.

Contratamos un auto y nos dimos una vuelta por la zona de Tres Cabezas. La ruta de las luciérnagas ya no existe más. Hoy los autos circulan por una vía de tierra con cúmulos de desmonte a lo largo del camino. Me subí a uno de estos montículos con mi cámara fotográfica en la mano. Y desde la distancia, al pie del archifamoso cerro Tres Cabezas, divisé La Casa Rosada fundada en el ayer por don Germán Farro García y regentada por “La Tía Silvia”.

Me encontraba tomando las fotos cuando súbitamente fuimos rodeados por tres vehículos portando sujetos con caras de no buenos amigos. Era personal de seguridad del establecimiento. Hubo un momento de tensión, pero el verbo de seda de mi amigo Bernardo brindó una buena explicación, siendo ratificada por el chofer del auto que habíamos contratado. Los vigilantes se retiraron.

Estoy a punto de terminar este relato. Es casi medianoche en el pueblito semirural y boscoso donde actualmente vivo. Antes de cerrar la cortina doy una última mirada a través de la ventana. No alcanzo a ver al árbol de mis confesiones. Las sombras se han apoderado de New Hampshire. Lo único visible son las luciérnagas chisporroteando en la oscuridad de la noche.

Sonrío para mis adentros. Ésta ha sido una noche perfecta para escribir sobre las luciérnagas de mi juventud.

New Hampshire, USA
Noviembre, 2012

NOTA:
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sábado, octubre 06, 2012

La Pampa del 21 de Abril


LA PAMPA DEL 21 DE ABRIL


Vista aérea parcial del Chimbote de 1963
(Foto: Cortesía de Miguel Koo Chía)

Exactamente, en el mismo lugar de la urbanización 21 de Abril de Chimbote donde hoy se ubica el colegio Santa María Reina, en la década del sesenta existió un campo de fútbol legendario cuyas imágenes y ecos persisten vívidos en mi memoria. Los vecinos lo llamaban de diversas maneras, pero su nombre más común siempre fue: La Pampa del 21 de Abril.

Nací con el inicio de aquella década. Crecí sin juguetes ni televisión, pero tuve la dicha de jugar en La Pampa con los chiquillos de mi barrio pateando una pelota de plástico, y revolcándome en su tierra polvorienta. Y cada domingo crucé la pista que separaba mi casa de La Pampa para ver jugar a los mejores equipos del 21 de Abril y otros barrios de Chimbote.

Era una cancha de tierra, con arcos de madera, enclavada en otro tiempo. En un Chimbote que no conocía de lluvias. Los barrios San Isidro y el 2 de Mayo todavía podían ver lagartijas, sapos y culebras. Por las noches nos asediaban las chicharras con su chirrido agobiante, y al amanecer las lechuzas nos dejaban el susurro premonitorio del luto. 

Domingo a domingo La Pampa se convertía en una fiesta deportiva. Por la mañana un aficionado corría con un balde de cal marcando la cancha. Otro acomodaba los trofeos en disputa en una mesita de madera. Y alrededor de los cuatro costados del campo se apretujaba una muchedumbre procedente de barrios próximos y remotos al 21 de Abril. 

Club Sport Zenit - 1966
(Al final del artículo se adjunta la relación de nombres)
Yo tenía cinco años de edad cuando a mediados de los ‘60 cruzaba La Pampa para ir a la avenida Buenos Aires a ver pasar el tren. Todavía no existía el mercado 21 de Abril, y parte de su actual ubicación era un gran patio de cemento cercado con malla metálica. Se trataba de un almacén del Banco de Materiales creado por el primer gobierno del Arq. Fernando Belaunde Terry.

Uno de los primeros equipos que jugó en La Pampa fue el Club Social Deportivo 21 de Abril, entre otros, aquí destacaron Eduardo “Lalo” Benson Melitón y Javier “Chino” Luna Haro. Son también de recordación los clásicos entre el Sport Zenit y el Juan Joya. El Estrella Roja de mi barrio cruzaba la avenida Aviación acompañado por un grupo de vecinos, y seguido por una nube de chiquillos y perros callejeros; al verlos llegar, los aficionados esbozaban una sonrisa y decían: “Ahí llegan los cholos de San Isidro”.

Frente a la casa de don Carlos Ramírez Lozada, en una de las esquinas de La Pampa, un triciclero vendedor de naranjas cada domingo las apilaba en la forma de una pirámide. A mitad de cuadra, en la vereda de doña Alicia Simons Jara de Palomino se instalaba la mesa con los trofeos. Y en la esquina opuesta sonaba la rocola del afamado bar Los Claveles, al cual la sabiduría popular había rebautizado con el nombre de... El Frontón.

El equipo de la Cooperativa San Francisco de Asís fue otro de los grandes animadores dominicales. El gerente de la institución, don Fausto Berrospi Martell, organizó un buen cuadro en el cual destacó nítidamente Roberto “Cholito” Luperdi Ponte. Entre otros equipos, también jugaron aquí Los Ángeles Diabólicos, el 2 de Mayo y el Defensor Progreso. A ellos se sumaron la Juventud Independiente Cristiana (J.I.C.), y el John F. Kennedy.

Club Juan Joya - Años ‘60
La Pampa estuvo rodeada por tres grandes referentes de la zona: El mercado 21 de Abril, construido en los últimos años del sesenta, después del terremoto de 1970 parte de sus instalaciones fueron utilizadas para albergar a la cárcel de Chimbote. La antigua iglesia San Francisco de Asís, bellamente diseñada en forma de arca con estilizaciones de pájaros cochos en sus paredes cuya demolición después del terremoto dio paso a la actual edificación. Y la desaparecida Escuela Fiscal de Varones Nº 3151, ubicada al otro lado de la avenida Aviación, donde actualmente se sitúa el Local Comunal del barrio San Isidro.

Los recuerdos de La Pampa y mis primeros héroes del balompié, llegan a la mente de la mano con otras imágenes: La Tía Sarandonga bailando en “El Frontón” ante el entusiasmo de los parroquianos. Los chiquillos de mi barrio recolectando vísceras de pescado en el mercado para dar de comer a los pájaros cochos en las calles. Los monstruos Pichuzo y Tarrata purgando sus delitos en la cárcel del 21 de Abril. Aparecen, uno tras otro, los rostros bondadosos de los sacerdotes Daniel, “Leo” Martell y Rodolfo así como de las madres Felícitas, Rosalina y Luisa Schüler. 

Pero también hay otra imagen. Dramática y significativa. Me la transmitió mi hermano Alberto hace muchos años: La tarde del domingo 31 de mayo de 1970 cuando empezó el terremoto él se encontraba en La Pampa, y corrió en busca de mi madre. La tierra se abría y agua hirviente afloraba del subsuelo. Frente a la esquina de don Carlos Ramírez Lozada, Alberto vio al pobre vendedor de naranjas tratando de recogerlas entre los pies de la multitud que corría para salvar sus vidas.

A inicios del año 1971 La Pampa tenía sus días contados. Las autoridades educativas habían decidido usar este terreno para construir sobre él las instalaciones del colegio Santa María Reina que, por entonces, funcionaba en un local transitorio ubicado en la primera cuadra del jirón Alfonso Ugarte. Durante los primeros meses de aquel año el legendario campo deportivo fue testigo de sus últimos partidos de fútbol, luego se inició la edificación del nuevo local escolar.


Club Estrella Roja de San Isidro - Años ‘60
(Al final del artículo se adjunta la relación de nombres)

Recuerdo que el primero de septiembre de 1971 se inició una prolongada huelga nacional de docentes, y yo tuve tiempo libre para ir a mirar la construcción del colegio. El cemento había empezado a cubrir La Pampa y pronto se levantarían las aulas antisísmicas gestionadas por la Comisión de Reconstrucción y Rehabilitación de la Zona Afectada, CRYRZA. Estando aquí, uno de esos días vi a la policía reprimir una marcha de maestros. Mis propios profesores corrieron en diferentes direcciones, el gas lacrimógeno invadió La Pampa, y este hecho quedó tatuado en mi mente como la primera represión policial de la que tengo vívido recuerdo.

El primero de diciembre del mismo año llegó a la urbanización 21 de Abril el Ministro de Educación, General de División EP. Alfredo Carpio Becerra para inaugurar el nuevo colegio Santa María Reina. Cuatro días antes yo había cumplido once años de edad y estuve en primera fila escuchando su aburrido discurso y contando las estrellas de su chaqueta. Horas más tarde, cuando le conté a mi padre, él, que nunca tuvo cariño por militares ni dictaduras, me dijo: “Cuando quieras escuchar un buen discurso, escucha a Víctor Raúl Haya de la Torre. Y cuando quieras contar estrellas, cuenta las estrellas del cielo”.


Aquel 1971 La Pampa dejó de ser la pampa. El nuevo local del colegio Santa María Reina quedó listo para abrir sus puertas en 1972. El bullicio de los escolares reemplazó a los gritos de gol, y el uniforme de los estudiantes sustituyó al atuendo de los peloteros. La pelota se fue a rodar a otros escenarios. Y el tiempo transcurrió inexorablemente.

Cada vez que he preguntado por los peloteros del ayer, una sombra acompaña a las noticias que recibo: se nos fue el “Nango”, se nos fue el “Lobo”, se nos fue el “Pelé”. Todavía no estaban en edad de marcharse, pero siempre hay partidas prematuras. 

La vida continúa y hay tareas por cumplir. He escrito estas líneas tratando de cancelar una vieja deuda personal: Entregar mi gratitud por los momentos felices que La Pampa brindó a mi niñez.

New Hampshire, USA
Octubre, 2012

Sport Zenit - 1966
PARADOS: 
Saniel Lozano Alvarado, José “Chino Brea” Obando, Federico “Lobo” Vergara, Jesús “Key” Luján Valderrama, Edgardo “El Zorro” Obando Esquivel, Vicente “Burro” Zavaleta, Nicolás “Nico” Castro, “Paijanero” León, José “Suertaza” Miñano, y Manuel Morales.
HINCADOS: José “Chicla” Farro, Roger “Chato” Flores ¿Cobián?, Augusto Luján Valderrama, Eulogio “Colluco” Briceño, y Juan “Cabeza de Gato” Lozano Alvarado.

Estrella Roja de San Isidro - Años ‘60
Gonzalo “Lanzarote” Reyes Rodríguez, Alejandro “Abuelo” Pérez, Jacinto “Perro Macho”, Eliseo Vergaray Torrejón, Adriano Corales, Francisco “Chiqui” Castillo Corales, Carlos “Chistoso” Zapata Rubiños, Víctor “El Gringo” León, “Pepe” Manrique Muñoz, Feliciano “Chana” Castillo Corales, Ángel “Cuy” Pinedo Bocanegra, Roger “Chueco” Quintana Vargas, y Alipio Rosas.


sábado, septiembre 01, 2012

La Foto Perdida



LA FOTO PERDIDA


Una mañana de 1972 entré a hurtadillas al dormitorio de mi mamá. Me dirigí a la esquina donde había una pequeña mesa cuadrada, y sobre ésta una maleta negra. El interior de la valija contenía cosas de valor de la familia, como documentos, diplomas y fotos antiguas.

Hurgué entre las fotografías, y encontré lo que buscaba: dos fotos en blanco y negro de 1967. Ambas tomadas el mismo día frente a la fachada de la Escuela de Varones Nº 3151 del barrio San Isidro de Chimbote. En una de las tomas aparezco junto a mi clase de Transición (Primer Grado) y mi profesora Eva Carbajal de García. La otra corresponde a mi hermano Fernando con su clase del Primer Año (Segundo Grado) y su profesor Rómulo Salazar Silva. Escondí las fotos en mi pecho, y me fui a la escuela.

Recuerdo el día de 1967 en que las fotografías fueron tomadas. Eran tiempos en que acudíamos a la escuela en doble turno: mañana y tarde. Antes de la hora de almuerzo, el director del plantel, don Felipe González Olivera visitó cada aula para recomendar a los alumnos que regresáramos “presentables” de nuestras casas, un fotógrafo vendría a tomar fotos a cada una de las clases.

Para mi hermano Fernando y yo, aquellas dos tomas fueron las fotos favoritas de nuestra niñez. De tiempo en tiempo he vuelto a mi fotografía para mirar una y otra vez a aquellos niños de 1967 y preguntarme: qué fue de sus vidas, por qué algunos se fueron tan temprano, hasta qué punto las miradas precoces de entonces ya nos daban un adelanto de nuestros destinos. Pero, mientras yo he podido mirar mi foto durante los últimos cuarenta y cinco años, mi hermano Fernando ya no pudo ver la suya después de aquella mañana de 1972 en que escondí las fotos en mi pecho y me fui a la escuela.

En 1972 mi hermano había empezado la secundaria en la Gran Unidad Escolar San Pedro. Yo cursaba mi último año de primaria en la Escuela Mixta Nº 89007 de la urbanización 21 de Abril. Mi profesor era don Rómulo Salazar Silva, la misma persona que en años anteriores había enseñado a mi hermano, y a cuyas espaldas siempre llamamos “Bigote”. Y en un día de aquel año ingresé al aula con las dos fotos en la mano, a fin de enseñarlas a mis compañeros de clase.

Un grupo grande de alumnos se arremolinó a mi alrededor. Todos querían mirar las imágenes. Motivado por la curiosidad se acercó el profesor, y pidió verlas. Miró mi foto primero, y al ver la segunda se vio a sí mismo en la fotografía de mi hermano. Luego me entregó la mía, caminó hacia su pupitre, y guardó la de mi hermano en su registro.

Yo tenía once años de edad y no tuve la entereza para solicitar la devolución de la foto. Y así pasó el día, las semanas, los meses, los años y las décadas. Cuando me hice adulto desarrollé un especial interés por los retratos antiguos de mi familia, al mismo tiempo que en mi interior se anidó un sentimiento de culpa por la pérdida de la fotografía de mi hermano. Entonces decidí remover cielo y tierra para recuperar la foto de Fernando.

Desde Europa y Estados Unidos por mucho años encargué a diversos amigos para que ubicaran al bendito profesor y le preguntaran por la foto. Las gestiones no avanzaron mucho, pero hacia el 2010 alguien lo había localizado. Ese año viajé al Perú y lo busqué, pero no tuve su domicilio correcto, y cuando finalmente llegué a su oficina, él se encontraba de viaje. Mientras tanto yo debía tomar mi avión de regreso. Fue como jugar al gato y al ratón, pero regresé a Estados Unidos con la certeza de que ya estaba pisándole no sólo la cola, sino también el “bigote” al profesor.

Sólo era cuestión de tiempo. Coordiné las cosas mejor para mi siguiente viaje. Conseguí los teléfonos del “profe” y lo llamé varias veces desde USA. Conversamos después de varias décadas, y me di cuenta que no recordaba la circunstancia tal como obtuvo la foto. Pero eso no importaba, lo primordial fue que me dijo que aún tenía la fotografía en su poder, y que la pondría a mi disposición. 

Hace unas semanas viajé al Perú. Lo llamé previamente, y me dijo: “Llámame cuando estés en Chimbote”. Así lo hice y acordamos lugar, día y hora: Domingo 12 de agosto, a las dos de la tarde en su casa. Acudí acompañado de mi amigo Bernardo Cabellos y a la hora indicada tocamos la puerta. Profesor y alumno nos reencontramos después de cuatro décadas en un prolongado y cálido abrazo.

(Al final del artículo se adjunta la relación de nombres)
Coincidentemente se celebraba un cumpleaños en su casa, y fuimos invitados directamente a la mesa. Acabé mi plato, terminé mi trago, y le puse una pausa a la conversación. Entonces miré a mi profesor a los ojos, y le dije: “Profe, usted sabe que deseo darle una miradita a la foto”.  “¡Sí, claro!”, respondió. Se puso de pie, caminó a una habitación contigua, por el sonido supe que cogió algo, regresó con dirección a mí, y puso la fotografía en mis manos.

Sólo necesité un instante para saber que era la misma imagen que cuarenta años atrás cambió de manos y de dueño. 

Por varios años se había buscado la fotografía en mi casa, y yo nunca dije nada. A través de este escrito queda revelada la verdad. Y ofrezco las disculpas del caso.

Hace unos días la foto fue devuelta a mi profesor, pero haré colocar una buena copia en el mismo lugar de donde  la fotografía original nunca debió haber salido. Aunque... si nunca la hubiese perdido, hoy no estaría escribiendo esta entrañable historia. En fin, ¡extraños vericuetos los de la vida!


New Hampshire, USA
Septiembre, 2012

1967 - Primer Año de Primaria Escuela Nº 3151 
Barrio San Isidro de Chimbote, Perú.

01 Rufino “Tribilín” Rodríguez Vásquez
02 Pablo Espinoza Herrera
03 James Dick “Chino” Dongo Quiñonez
04 ... Quispe ...
05 Pedro Zavaleta ...
06 Víctor Elías Estrada
07 Wilfredo Zavaleta Varas
08 Henri Enrique “Moco” Herrera Meléndez
8A. NN
09 Jorge Mantilla ...
10 Anselmo “Doctor” Zárate Paulo
11 Ricardo Ponce Varas
12 ¿Lino Rafael García Vásquez?
13 Rómulo “Bigote” Salazar Silva
14 NN
15 ... “Lorito” ... (Vivió en el Barrio 2 de Mayo)
16 ¿Jorge Luis Giraldo Espinoza?
17 ... “Culinchi” Huapaya ...
18 Luis “Cocobolo” Asmat Ramirez
19 NN
20 ... Mateus ...
21 Jorge Luis “Gallina” Jimenez Díaz
22 Víctor Elías "Shilco Shilco"  Blas Estrada
23  Juan “Can Can” Acero Laveriano (+)
24 NN
25 ¿David Palacios Baltodano?
26 Oscar “Gato” Manrique Muñoz
27 ... "Chato" Aguilar ...
28 NN
29 Hermes “Mito” Varas Brito
30 Guillermo “Patillas” Quezada Tapia
31 César Segundo “Chino” Del Río Vásquez (+)
32 Rolando Quito Rodríguez
33 Elmer Alberto “Chueco” Laureano Cornelio
34 José Luis “Borrego” Durán Cácerez
35 Reynaldo “Reyna” Cruz Reyes
36 NN
37 Fernando “Pepe” Quevedo Serrano
38 Yofré “Cheva” Vásquez Chiscul
39 ... Venegas ... (del “Pintor Venegas”)
40 Fernando “Rocotín” Montenegro ...
41 Raúl Martínez Estrada
42 Lupicinio Luis “Pilu” Pinedo Borjas
43 ... Soto ...
44 Dionisio Fausto “Tito” Rodríguez Vásquez



sábado, agosto 04, 2012

Tacorita


TACORITA
Tacorita, 1974.  Los tres niños del centro son los hermanos 
Alberto, Fernando y Eduardo Quevedo
“¡El tren... se viene el tren!”, grita alguien con urgencia. La gente de los talleres de la segunda cuadra de la avenida Buenos Aires de Chimbote corre a remover sus enseres y herramientas dispersas sobre la línea férrea. Y, a ambos lados de los rieles, forman una especie de “callejón oscuro” por donde con las justas debe pasar el tren.
El terremoto de 1970 afectó la infraestructura del ferrocarril Chimbote-Huallanca-Chimbote, y el servicio de pasajeros y carga dejó de funcionar. Varios años después los rieles empezaron a ser desmontados. Una locomotora con vagones a remolque y un cargamento de durmientes pasaba a menudo por la avenida Buenos Aires camino a la estación central del jirón Olaya.
Poco después del terremoto un grupo de mecánicos, artesanos y negociantes en el rubro metálico se habían instalado en la segunda cuadra de la avenida Buenos Aires, entre los jirones Pizarro y Garcilaso. Hacia 1972 los talleres cubrían el lado sureste de esta cuadra, y una tercera parte del lado noroeste. Ambas hileras de talleres se ubicaban a escaso metro y medio de los rieles, y formaban un mercado persa llamado “Tacorita”, o simplemente “La Línea”.
Ese mismo año, mi papá adquirió la transferencia de uno de estos talleres, ubicado cerca de la intersección con el jirón Garcilaso, y se dedicó al rubro de las bicicletas, triciclos, pintura, además a la compraventa de repuestos y diferentes partes metálicas.
Años ‘70. Artesanos de Tacorita posan para el recuerdo
Desde el primer día trabajé en este taller a la salida de la escuela, los fines de semana y las vacaciones escolares. Ya anteriormente he contado que laboré aquí diariamente hasta 1977, y que durante los cuatro años siguientes mi papá me llamó de vuelta sólo durante los días de mayor trabajo.
Siempre he creído que aquellos años en el taller tuvieron una importancia decisiva en mi etapa formativa. Mi padre tuvo el don de la palabra y la sabiduría, y yo me nutrí de su sapiencia. Muchas cosas emocionantes me ocurrieron durante este período. Al final, estuve listo para mirar a la vida directamente a los ojos. 
Fue la etapa de las primeras enamoradas. El año 1972 había empezado de la mejor manera para mí: Tenía once años de edad y por primera vez estudié con chicas en la escuela... Y algo me dijo que la vida iba a ser un carnaval. Los años en el taller confirmaron este pálpito, fueron tiempos de popularidad entre las jovencitas, y del aprendizaje de las primeras letras del alfabeto del amor.
Los romances se sucedieron uno tras otro. Todos breves y candorosos. Rosa y sus grandes ojos. Sandra y los paseos en bicicleta. Gloria y su carcajada ruidosa. Nelly y el primer beso bien dado. Vicky, quien siendo mucho mayor que yo, mantuvo las cosas en la inocencia. Y Ana, con quien exploramos el abecedario sin llegar a la Zeta.
Y también hubo mucho fútbol.
Frente al taller de mi padre, todos los días jugaba un grupo de peloteros brillantes. En aquel arenal polvoriento se gestó la semilla del Club Honorio Gozzer. Mi padre casaba la apuesta de los partidos que, entre otros, jugaban: Julio “El Tío Yuly” Horna Vásquez, Jorge “Cachita” Nonato, Beto “Babá” Aguilar, Fernando Peralta, Alfonso "El Kayser" Martínez Loyola, José “EL Zorro” Gil Quintana, Samuel Campos, Leandro “Chancaca” Osorio, Celso “Chaqueta” Horna Vásquez, Arturo “Gato” Tarazona Villanueva, Jorge “Palito” Castillo, Oswaldo “Ñico” Silva Solórzano, y Federico “Toto” Hermosa.
Varios de estos muchachos integraron el Honorio Gozzer, campeón de Chimbote en 1976. La séptima cuadra del jirón Garcilaso fue escenario de una celebración que duró varios días. Ahí vivían don Augusto “Cucho” Lozano, entrenador del equipo, y don Ángel “El Chileno” Vargas Letelier, mecenas del club. Este último era dueño de un taller de autopartes, y de un camión llamado “Anvalet” al cual nos trepábamos los domingos para ir al estadio a alentar al “Poder Lila”, como también se conocía al equipo Honorio Gozzer.
Frente al taller de mi padre había una “Cámara de Gas” (Bar de mala muerte donde gente alcohólica consumía tragos fuertes y baratos). Aquí llegaba un señor de cabello blanco, a quien los palomillas del barrio siempre le gritaban “¡Suegro bichi bichi... suegro bichi bichi!”, y el pobre hombre se encolerizaba, insultaba y perseguía a pedradas a los muchachos. Cosa diferente ocurría cuando se acercaba un parroquiano de apellido Castillo. Era alto, delgado, blanco, de cabello cano, e hincha a muerte del equipo Strong Boys. Los mismos palomillas le gritaban “¡Fabuloso... fabuloso Strong Boys!”, y el hombre alzaba la mano y sonreía con un aire de celebridad ante el aplauso de los muchachos.
Chimbote antiguo. Primera cuadra de la avenida Buenos Aires
Eran épocas que después del mediodía, y por un momento, Tacorita se convertía en un museo de estatuas: El martillo del herrero suspendido en el aire, la chispa eléctrica del soldador apagada, el estaño del arreglador de primus derritiéndose sin ton ni son, y en mi propio taller los aros de bicicleta giraban sin atención. La razón del encantamiento era una bella mujer. Aparecía en la esquina de Pizarro y diagonalmente cruzaba la calle frente a los talleres. Era alta, de largos cabellos, y de líneas hechizantes. Sabíamos que era secretaria, pero no conocimos su nombre. Con buen tino, alguien nos había advertido: “Pueden mirarla, pero no le digan nada. Su marido es un tombo violento”.
Tacorita era una ventana a la realidad de la vida. Ahí conocí a la primera “mujer mala”, como en aquellos tiempos se las llamaba. Respondía al nombre de Rosa Blanca, era joven, alta, delgada y buena mozona. Había establecido su “ruta” en Tacorita, y visitaba cada uno de los talleres en su afán por promocionarse. Me gustaba su presencia porque me hacía sentir parte de las ligas mayores, pero yo era demasiado joven como para ser admitido. Hablando de ligas, también las había más modestas: Los borrachines de la Cámara de gas también tenían su favorita, la llamaban “La Mona” y era una “mujer mala” cuya tarifa estaba al alcance de los menesterosos.
Un día escuchamos el grito: “¡El tren... se viene el tren!”, y todos corrimos a despejar los rieles. En su camino el tren cogió un catre de metal de uno de los talleres vecinos, y éste desencadenó un alud de fierros retorcidos que se agrandó a medida que el tren avanzaba. Desde el interior de nuestro taller, mi papá, mis hermanos y yo, vimos pasar nuestras pertenencias convertidas en un amasijo metálico.
Artesanos de Tacorita en los Años ‘70
El ocho de diciembre de 1982, los talleres de Tacorita fueron reubicados en el mercado Bolívar de la calle Jorge Chávez. Un año antes yo había dejado de trabajar para mi padre. Y atrás habían quedado también mi niñez y adolescencia. Cuando la juventud llegó, Tacorita seguía siendo parte de la trama de mi crecimiento, por ese entonces mis amigos más cercanos rebautizaron el taller: Lo llamaron “El Sheraton”.
Mi hermano Fernando y yo nos turnábamos para dormir en el taller. Lo hacíamos para evitar los robos nocturnos y también... por otras ventajas adicionales: Al final de noches de juerga, mis amigos y yo terminábamos durmiendo amontonados en el taller. Incluso, no faltaron quienes me pedían prestada la llave para otros menesteres. En esos tiempos se popularizó la frase: “Eduardo, ¿y cuándo me toca turno en El Sheraton?”.
Para entonces Tacorita tenía sus días contados. La locomotora no pasaba más. El vagón postrero se llevó los últimos rieles y sus durmientes. Finalmente los talleres fueron reubicados a otra parte de Chimbote. Y la mudanza  marcó el punto final de mi vínculo con Tacorita.
Post Data: Tacorita es como una película en mi mente. Veo a un adolescente que en los rieles trabaja con un martillo, los cerros pétreos de Chimbote le devuelven el eco de su propio martilleo, y desde un radio a pilas, una locutora de nombre Ernestina, va tatuando al adolescente con la tinta indeleble de canciones como “Es Así como te Quiero” de Los Galos, “El Último Romántico” de Nicola Di Bari, o “Amada Amante” de Roberto Carlos.
New Hampshire, USA
Agosto, 2012
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sábado, julio 07, 2012

Doce Kilómetros y Medio


Doce Kilómetros y Medio
A las cinco de la mañana el pueblo de Rollinsford todavía duerme y sus calles se muestran desiertas. Quien no duerme es la naturaleza: fauna y flora están despiertas y vibrantes desde el rompimiento del alba. Y en esa mezcla de quietud y estrépito avanzo con trote medido y seguro.
En Europa adquirí el hábito de correr hace ya unos veinte años. Empecé con una distancia pequeña y poco a poco la fui extendiendo hasta llegar a un punto donde ya no le pude agregar ni un paso más: doce kilómetros y medio.
Años después me mudé a Rollinsford, un lugarcito forestal en New Hampshire, USA y aquí encontré el itinerario perfecto para mi recorrido: calles rurales y vacías preñadas de vegetación y animales silvestres.
Los sábados y domingos me levanto por la madrugada, hago unos ejercicios de calentamiento y salgo a correr. Siempre la misma distancia. En la actualidad corro por razones diferentes a las que tuve veinte años atrás. Ahora es parte de mi rutina semanal, y a los 51 años de edad  ayuda a mantener mi peso y una mente saludable. Inicialmente fue una cura casual que encontré para los duros momentos de la soledad y la depresión.
No creo haber sido muy deportista durante mis años en Perú. Me encantó el fútbol, pero no fui bueno, tal vez un aguerrido marcador derecho y volante de contención, pero nada más. Años después los encuentros peloteros devinieron en pretextos para los tragos. Más cervezas que goles. Y la “curva de la felicidad” empezó a expandirse  junto con mi propio peso.
Esta madrugada salgo a correr y una pequeña culebra me sobresalta en el umbral de la puerta. No creo en premoniciones, la sorteo de un tranco y sigo adelante. Corro unos tres kilómetros y dejo atrás la parte más residencial de Rollinsford, cruzo la Ruta 4 y a través de la calle Sligo Road me adentro al corazón rural del pueblo. A mi izquierda, el río Salmón destila un denso vapor a resultas del choque de temperaturas entre el día y la noche. Cables de electricidad se elevan sobre la pista, en uno de estos cables una ardilla grande y fuerte persigue a una más delicada. Me pregunto si la alcanzará y tendrán un final feliz y electrizante.
Al final de Sligo Road volteo a mi izquierda con dirección a la calle Baer Road. Al este, más allá de los pastizales y detrás de una maraña de árboles se agazapa el astro rey, aún no veo su disco de fuego pero su resplandor se despunta sobre la copa de los árboles. Y siento las primeras gotas de sudor surcándome el rostro, desde mi nariz y barbilla gotean al pavimento. Una manada de pavos silvestres atraviesa la pista y cierra el paso. Espero en movimiento. Reanudo la marcha y paso por aquel recodo del camino donde ayer, a tan sólo cinco pasos, un venado grande y hermoso me miró fijamente. Fue tan alto que sus ojos estuvieron al mismo nivel que los míos. Yo aflojé el paso para no asustarlo, pero el venado huyó dibujando cabriolas en el aire.
Al final de Baer Road se ubica la intersección con Gulf Road. Llego a una señal de tránsito en la que se lee  “STOP”, doy la media vuelta y regreso. Ahora, sobre mi izquierda se sitúa el oeste. Llevo ya recorridos seis kilómetros y medio. Me sobreparo para que una tortuga cruce la pista. No tengo todo el tiempo del mundo así que la rodeo y acelero mi paso. A este punto, instintivamente, miro el cielo azul, como buscando en la distancia una imagen que vi días atrás: un águila con una presa en sus garras, y que a juzgar por la cola que se agitaba en el aire diría que se trató de una rata.
A unos pasos más adelante, sobre mi izquierda yacen dos árboles caídos, están tan juntos que los terrones de sus bases se besan en el suelo y el enjambre de sus raíces se entremezclan como cabellos salvajes. Los imagino como a una vieja pareja de amantes a quienes el final no pudo separar y cuyas raíces continúan compartiendo memorias de mejores tiempos. Correr es uno de los momentos predilectos de mi semana. No llevo música conmigo. No quiero distraerme, hay demasiada inspiración en mi camino y deseo embriagarme con toda la belleza que me rodea.
A este punto ya estoy de vuelta en la intersección de Baer Road y Sligo Road, pero esta vez continúo a través de la primera, la cual también debe llevarme a la Ruta 4. El astro rey ya se deja ver en el este, el cansancio es agobiante y hay demasiadas caídas profundas y cuestas empinadas en el camino. Mi corazón golpea duro en el pecho y la respiración es acezante. Con el galope de mis latidos llegan los fantasmas de antiguos amores. Veo sus sonrisas y sus encantos. Algunas desean quedarse revoloteando en mis pensamientos. Son bienvenidas por un momento, luego las despido para continuar garabateando poemas o relatos en mi mente.
He llegado al cruce de la Ruta 4 y Robert Road, es una entrada urbano-rural al Rollinsford residencial. Y es el último tramo de mi ruta. Los árboles todavía pintan de verde al paisaje. Ardillas corretean por doquier. Sapos y ranas croan en las aguas estancadas. Patos y gansos silvestres surcan el aire con su graznido cacofónico. El trinar de los pájaros convierte a la mañana en una sinfonía de sonidos. Y entre las notas de la partitura llegan a mi mente los versos del poeta Heraud: “Yo nunca me río de la muerte. Simplemente sucede que no tengo miedo de morir entre pájaros y árboles”.
Me aproximo a la última cuesta de mi recorrido, el área es mayormente descampada. El viento se encrespa, parece que va a llover, los pájaros aletean inquietos. Desciendo la cuesta. Llego al fondo. Luego me impulso para subir al tiempo que exclamo una frase que grito cada vez que estoy aquí: “¡Vamos Eduardo!”. Los pájaros se asustan sobre mi cabeza, a mi costado las ramas de tres sauces parecen sobresaltarse. Y más allá de una extensión de césped, en una de las casas, una mujer en bata de dormir abre la cortina de una ventana, y vuelve a cerrarla rápidamente. No tengo duda que a quien la escucha, le dice: “Es el mismo loco de todos los fines de semana”.
Finalmente arribo a las calles de mi vecindad, una que otra persona ya ha sacado sus perros a caminar. Estoy exhausto y siento mis piernas tan hinchadas como si fueran las patas de un elefante. Unas cuadras más y veré a mi gato Kitty esperándome frente a mi casa. Saludo a un vecino madrugador que recostado contra su auto fuma un cigarrillo. Y alcanzo a ver a Kitty.
Mi gato soba su lomo contra mis piernas. Yo camino en mi patio trasero tratando de relajarme y acallar el resuello de mi respiración. Entro al interior de la casa. Mi familia todavía duerme. No me meto a la ducha. Cojo mi laptop y empiezo a contarles las mil doscientas palabras que anteceden a este punto final.
New Hampshire, USA
Julio, 2012
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