Una de las primeras cosas que hice fue comprar una bicicleta de segunda mano y adaptarle un asiento trasero para mi hija. Así la llevaba a su jardín, a diversas actividades infantiles y a algún parque infantil por las tardes. Era algo inusual en la ciudad: un inmigrante latino pedaleando cuesta arriba por las empinadas calles atiborradas de vehículos. Por las noches, Terry me enseñaba a manejar hasta que estuve listo para el examen y pude obtener mi primer brevete.
Durante aquellas tardes vi que una mamá llevaba a su hija al mismo parque infantil donde jugaba Dorothy. Pronto las niñas se hicieron amigas. Y uno de esos días, la señora nos propuso llevarnos a su casa para que las chicas continuaran jugando en los columpios que tenían en el patio trasero. Dudé un instante mirando mi bicicleta, pero ella me dijo: “Encadénala a un poste, vamos en mi auto, y luego les traigo de vuelta para que recojan la bicicleta”. Minutos después conocí a Tony, esposo de la señora Lisa y padre de la niña.
“¿Cómo fue tu día?”, me preguntó Terry al llegar a casa. Le conté que ya tenía nuevos amigos y lo ocurrido esa tarde. “¿Y en qué trabaja Tony?”, inquirió ella. En realidad, no lo sabía; solo lo había visto llegar a casa conduciendo un camión con remolque repleto de equipamiento metálico. Así que respondí lo mejor que pude: “No estoy seguro, llegó manejando una especie de fábrica rodante”.
Casi al final de ese día, Tony me llamó y preguntó si ya tenía trabajo. Le conté que había regularizado mis documentos de inmigración, y que al día siguiente iría a la ciudad de Concord a rendir el examen de manejo. Me ofreció empleo y dijo que no me preocupara por la movilidad: uno de sus trabajadores pasaría a recogerme cada mañana. Alentado por la noticia, hablé con algunos padres de familia del jardín de Dorothy, quienes se comprometieron a llevarla y traerla de la casa. Aquella “fábrica rodante” que yo había visto resultó ser una de las unidades de la empresa de Tony. Él era un prestigioso paisajista, y su compañía se encargaba de la jardinería y los bosques de bellas y costosas propiedades en la región.
En Tony encontré a un gran amigo, el mejor que he tenido en mis años en Estados Unidos. En el trabajo hallé el modo de sostener a mi familia aquí y ayudar a los míos en el Perú. Y, sin proponérmelo, la interacción con la naturaleza favoreció el desarrollo de mi lado espiritual y la inspiración para mis escritos.
Nada dura para siempre, dice el viejo proverbio. Hace unos años, Tony se jubiló y vendió su empresa. Con el nuevo dueño, todo cambió. La ética profesional y la alta calidad del servicio que se ofrecía a los clientes se vinieron abajo. De pronto, me sentí fuera de lugar. Las áreas verdes, antes impecables, empezaron a verse mundanas. Y me inquietó que el nuevo estado de cosas afectara el prestigio personal que había construido con tanto esfuerzo. Empecé a repetirme: “No te hagas problemas, solo te faltan unos años para jubilarte”, pero en el fondo sabía que me estaba engañando.
Me habré llenado de años, pero el espíritu rebelde que habita en mí nunca me desertó. Cuando era joven y me elevaba como espuma en el escalafón del partido, dejé la militancia cuando las cosas empezaron a no gustarme. Años más tarde, tras llegar por méritos propios a ser director de personal en el trabajo, renuncié cuando sentí que el tufo de lo indebido se acercaba a mi escritorio, y partí a Europa para empezar de nuevo. Y esta vez no ha sido diferente; hace unas semanas le dije a mi jefe: “Hasta aquí nomás”.
Cuando se tiene sesenta y cinco años las oportunidades de trabajo son más difíciles, pero no imposibles. Mi responsabilidad es transmitir a Terry y Dorothy la certeza de que todo estará bien. Para lograrlo, tengo un plan en marcha. Actualmente, y hasta el final de la presente temporada, estoy laborando en la empresa de un amigo dedicado también al paisajismo. A partir del próximo año, emprenderé la misma actividad por mi cuenta, con mi propia compañía. Y estoy preparándome para ello.
Hace unas semanas compré una camioneta Ford del año y, durante los fines de semana, en mis horas libres, la estoy acondicionando para tenerla lista. Paralelamente, voy adquiriendo todo el equipamiento y herramientas necesarias, y contactando potenciales clientes. En general, recibo respuestas favorables. La mayoría me dice: “Eres conocido y haces bien tu trabajo”.
Hace dos sábados, mi amigo Tony vino a visitarme y me encontró ajustando unos detalles de la camioneta nueva. “¿Cuántos años más piensas trabajar?”, me preguntó. Le respondí que, por ahora, me siento en plena forma, llevo una vida ordenada y dejo el futuro en manos de Dios. También le dije que vuelvo a disfrutar del trabajo tanto como en los buenos tiempos en que laboramos juntos. Nos dimos un apretón de manos y me deseó suerte.
Últimamente, estoy pensando mucho en mi padre. Él siempre creyó que yo iba a ser un gran abogado o político. Cuando se hizo mayor, dejó su taller de bicicletas y se convirtió en jardinero; para mí, el mejor de todos. Me pregunto qué pensaría si me viera acabando como él. Tal vez diría: “Has destacado en todo lo que has hecho en tu vida, pero quizá termines tan pobre como yo, porque prefieres las cosas justas y sanas. Siéntete satisfecho contigo mismo; nosotros, tus padres, lo estamos”.
Este 27 de noviembre cumplo sesenta y cinco años; mi cumpleaños coincide con mi feriado favorito, Thanksgiving, que se celebra el cuarto jueves de cada noviembre. Me siento con energía otra vez. Un proyecto nuevo aguarda por mí. Hoy, de madrugada, dejé listo este relato para publicarlo en la noche y me fui a trabajar. Pero algo ocurrió al mediodía.
Estaba en lo alto de una escalera podando un árbol cuando recibí una llamada. Era Nick, dueño de una de las mansiones más grandes y hermosas de la región. “Me he enterado de que estás buscando clientes. ¿Quieres hacerte cargo de mi propiedad?”, me preguntó. Así que hoy, en la víspera de mi santo, he descorchado una botella de vino para celebrarme a mí mismo. Creo que es justo y necesario. ¡Salud!
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