(How to Use It)
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Fue el viernes 22 de noviembre del año pasado, 2024, cuando vi a las ranas por primera vez. Era una tarde de otoño y estábamos limpiando el colchón de hojas secas que cubrían los jardines y las áreas verdes de una mansión en la ciudad de North Hampton, estado de New Hampshire. El equipo de trabajo se componía de tres personas. Kevin, Jared y yo. Algo semienterrado entre la hojarasca captó mi atención. Cuando despejé el follaje inerte, descubrí a dos alegres ranas en una canoa.
En realidad, se trataba de una estatuilla de bronce de 58 centímetros de largo que representaba a dos ranas disfrutando de un paseo, una remando la canoa y la otra sosteniendo un vaso de vino en su mano. Me gustó por varias razones: el inesperado contraste de una embarcación acuática sobre la tierra del jardín; la calidad artesanal de cada detalle de la obra; y, sobre todo, la agradable sensación que evoca la imagen.
Por algunos minutos observé con curiosidad la pequeña escultura, intentando absorber su mensaje vital. Llamé a mis colegas para que también la miren, y les encantó. En el viaje de regreso a la oficina, envié una foto de la obra a todos los empleados de la compañía y, a manera de encuesta, les pregunté si sabían de qué propiedad procedía la escultura de las ranas de bronce. Era viernes y el fin de semana empezaba. Varios respondieron con buen ánimo. Jared dijo: “Me sorprendió que Eduardo no haya tocado la puerta de los propietarios y les haya ofrecido 200 dólares por la estatuilla. No tengo duda que él la apreció mucho más que sus propios dueños”.
Jared es un joven de 25 años que trabaja conmigo desde que tenía 19. Somos grandes amigos. Terry, mi esposa, tiene una regla en casa de no permitir compras por internet, pues teme a la estafa que a veces ocurre en este tipo de transacciones. Así que cuando necesito adquirir algo en línea, para evitar que ella se moleste o se entere, le pido a Jared que lo haga por mí, y luego le reembolso el dinero. Aquel viernes de noviembre no fue diferente. Le solicité a mi amigo que averiguara dónde podía conseguir una estatuilla similar a la de las ranas y cuál sería su costo. El cálculo inicial de Jared había sido certero, el precio era de 200 dólares. “¿Te la compro?”, me preguntó. “Déjame pensarlo”, le respondí. Pero nunca le di una respuesta definitiva.
El martes 29 de octubre, un par de semanas antes de mi encuentro con las ranas, me sometí a una cirugía menor en la que me retiraron un tumor benigno de la parte baja de la nuca. Me pusieron once puntos y el doctor me tranquilizó asegurándome que todo había salido bien. El jueves 14 de noviembre volví a la clínica para que me quitaran la sutura. Se suponía que era la etapa final del procedimiento, pero, lamentablemente, fue sólo el comienzo de otro tipo de complicaciones.
Desde pequeño mis heridas siempre han sanado rápidamente. Mi mamá solía mencionarlo una y otra vez, y me ponía como ejemplo ante mis hermanos. Crecí con esa confianza, mis lesiones se curaban sin inconvenientes. Sin embargo, esta vez fue diferente. Después de la operación en la cabeza, la incisión no estaba cicatrizando como esperaba y comencé a inquietarme. Días más tarde descubrí la causa: la enfermera que retiró los puntos, había dejado accidentalmente dos pequeños filamentos dentro de la sutura, lo cual estaba dificultando mi recuperación.
¿Les vas a hacer algún problema al personal de la clínica?, me preguntó Terry al confirmar mi sospecha. Le expliqué que la negligencia de la enfermera estaba afectando mi vida diaria. “Aquí hay daños y perjuicios”, le dije. “Piensa en Abby, ¿te gustaría que ella pasara por algo así?”, replicó Terry. Abby es nuestra sobrina, una joven enfermera que ejerce en un hospital. Mi hija Dorothy escuchaba atenta la conversación. Cuando el jueves 5 de diciembre regresé a la clínica, sólo quise que me retiren el material de sutura olvidado y nada más.
Durante los días posteriores a mi última cita estuve contento. Sentí que la herida se curaba con la celeridad que esperaba. Luego llegó la Navidad y el Año Nuevo. Terry no trabajaba en esos días festivos. Yo solicité una semana de permiso en la empresa para compartirlo con la familia, y poder hacer cosas que la vorágine del trabajo a menudo impide: conversar, limpiar la casa y descansar.
Aproveché el tiempo libre para hacer algo que me gusta mucho: ver películas policiales europeas, especialmente francesas, belgas y alemanas. Disfruté de varias, entre ellas los ocho filmes de la serie germana “Crimen en los Montes Metálicos” que estaban disponibles en Youtube. Mientras me sumergía en la sucesión de episodios, sentado contra el respaldo de la cama con la cabeza apoyada en una almohada, un hilo de preocupación se fue apoderando de mí. Sentí otra vez que una parte de la herida había dejado de sanar y se tornaba más sensible al contacto con la almohada.
Esta sensación fue más intensa el primer día del nuevo año, cuando veía el último episodio de la serie alemana. La historia me mantuvo en vilo de comienzo a fin. En ella, el detective Robert Winkler y su joven compañera Karina Szabo investigan la desaparición de una chica de 16 años llamada Mia, quien había estado en una relación con Ado, un muchacho también menor de edad, de origen africano que residía en un Centro de Refugiados local. Uno de los principales sospechosos es Ralf, el tío de Mia, un individuo abusivo, desagradable y con tendencias racistas. Temprano en la historia, el detective aconseja a su compañera a que no se deje llevar por prejuicios hacia el tío, señalando que, “Incluso los tontos a veces pueden tener razón”. A medida que avanza la trama se revela que Mia había dado a luz a un hijo de Ado. Poco después se encuentra el cadáver de la joven. Además, se sabe que ella había tenido relaciones sexuales con su tío, y que éste intentó incriminar y eliminar a Ado. Cerca del final de la película Ralf se declara culpable y es arrestado. Sin embargo, en los últimos tres minutos ocurre un giro inesperado, se descubre que Moritz, el hermano gemelo de Mia fue quien la mató. En la escena final Robert Winkler le comenta a Karina Szabo: “Ralf no nos cae bien, pero intentó sacrificarse por su sobrino”. A lo que ella responde: “Porque tiene el color de piel que le gusta”.
El segundo día del año fue jueves y no trabajé debido al mal tiempo. Aquel día confirmé la preocupación que había estado evitando pensar hasta entonces. Un pequeño filamento de sutura había empezado a aflorar otra vez de la herida, y era sensible al roce de mi dedo. Había sido operado en una clínica de prestigio, pero la negligencia de la enfermera que retiró los puntos aún me perseguía como un fantasma que se resistía a dejarme en paz. Esa noche, me fui a la cama abrumado por la decepción.
Al día siguiente, viernes, fui a trabajar. Llegué a la oficina a las ocho de la mañana, a esa hora empezaba también el horario de atención en la clínica. Le dije a los empleados que me esperen unos minutos pues necesitaba hacer una llamada. La recepcionista que respondió el teléfono se mostró preocupada, hizo algunas consultas, y me dio una cita para el lunes 6, a las 9:50 am. A continuación, volví a la oficina donde mi jefe, Duncan, ya había llegado y se encontraba abriendo un gran paquete de cartón. Intercambiamos saludos. “Me enteré de que tu herida sigue complicándose”, comentó. Luego me pidió que terminara de abrir la encomienda, lo cual me sorprendió un poco, ya que él, normalmente, no me da ese tipo de órdenes.
Una vez que terminé de abrir el paquete, me quedé atónito al descubrir lo que había en su interior. Era una estatuilla de bronce… una réplica de la estatuilla de las ranas en la canoa. “Es un regalo para ti, sé que te gusta. Por el incansable trabajo que le dedicas a la empresa”, me dijo. Me invadió una gran alegría y me olvidé de la herida, y aún me siento así mientras escribo estas líneas y espero por mi cita.
New Hampshire, USA
January, 06 2025
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