EL TERREMOTO DEL 31 DE MAYO DE 1970
Avenida Industrial de Chimbote
después del terremoto
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La tarde del 31 de mayo de 1970 transcurría en Chimbote como un domingo cualquiera. La gente disfrutaba de un día soleado. No había sospecha que a las tres y veintitrés un terrible terremoto destruiría la obra humana con mortal ferocidad, como si la naturaleza hubiera querido arrojar por los suelos todos los huesos de la ciudad para averiguar, entre sus escombros, de qué acero estaba hecho el carácter de su pueblo.
A esa hora, los parlantes del viejo cine San Isidro dominaban mi barrio con música de Javier Solís y Leo Dan, canciones como Sombras Nada Más y Santiago Querido hacían de preámbulo a la función de matinée que estaba a punto de empezar. Frente a mi casa, en La Pampa del 21 de Abril (actual colegio Santa María Reina), se disputaban clásicos partidos de fútbol ante una nutrida multitud que abarrotaba los cuatro costados del campo. Y más allá del Cementerio Viejo, en el antiguo estadio Vivero Forestal (hoy, Gómez Arellano) se jugaba el Campeonato Relámpago de la Liga de Fútbol de Chimbote, el cual debió concluir esa tarde, pero en realidad nunca terminó.
Un minuto antes de la fatídica hora dejé la tienda de abarrotes de mi padre, ubicada en la esquina de la avenida Aviación con el jirón Unión, para dirigirme al baño de la casa en la parte trasera del corral. Frente a la puerta me detuve por un instante y escuché el bullicio proveniente de La Pampa de fútbol, y me pregunté si yo también debería estar ahí, junto a mi hermano menor Alberto, quien en ese momento era parte de la multitud.
Escuela del Barrio San Pedro de Chimbote.
En medio de la desolación causada por el
terremoto, un niño representa la esperanza
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Aún sostenía este pensamiento en la mente, cuando de pronto la música del cine y la bulla de La Pampa fueron eclipsadas por el ladrido temeroso de todos los perros del barrio. Acto seguido, un sonido desconocido invadió al mundo. Empezó con un rumor bronco, seco y poderoso, y derivó en el bramido apocalíptico de una bestia mitológica que rompía sus cadenas en la profundidad de la tierra. Entonces un cataclismo descomunal sacudió Chimbote y a la región Ancash. Sentí la necesidad de mi madre, y corrí en su búsqueda.
Mientras huía, algunas paredes se desplomaron a mi paso. Una vez en la calle fui testigo de la escena más dramática que jamás haya presenciado en mi vida: a ambos lados de la avenida Aviación, hasta donde mi vista podía llegar, vi brazos extendidos hacia el cielo, gente de toda edad y condición, unos parados y otros de rodillas gritaban en alto sus pecados y pedían perdón al Dios de la Creación. Entonces mi madre me vio, y me dijo: “Es el fin del mundo, hay que estar juntos”.
El día del terremoto sólo tenía nueve años de edad, pero los cuarenta y cinco segundos de su duración perduran en mi mente, inmunes a la contaminación del olvido. Me acompañan desde siempre y para siempre. Sus escenas, sin duda, se repetirán por una última vez en la película final que veré antes que las cortinas se cierren, y se apague la luz.
Recuerdo que mientras la tierra se movía, mi mamá contó sus hijos para verificar si estaban completos: “Uno, dos, tres, cuatro, cinco...”. Tres de mis hermanos no estaban con nosotros en ese instante: Alberto y Olga (los dos menores) y Roger (el mayor). El primero había estado en La Pampa mirando el partido de fútbol y Olga estaba en su cama. Ella nació la Navidad de 1965 y nunca caminó hasta los cinco años de edad. Nació con una enfermedad y la mitad de su cuerpo vivió secuestrado dentro de una armadura de yeso.
En medio de la estampida de la gente que corría desde La Pampa, Alberto por sus propios medios llegaría de vuelta a casa. Más tarde mi madre nos diría que aquel día él no parecía correr sino flotar en el aire, con los brazos extendidos, como queriendo abrazarla a la distancia. El caso de Olga y Roger fue diferente.
Todos estos recuerdos deambulan agazapados en el cuarto oscuro de mi memoria, y sólo requieren de una rendija de luz para volver de golpe. A partir de 1994 viví en Londres por casi una década. Residí en siete barrios diferentes de la capital inglesa y cerca de mis alojamientos siempre tuve a una de las líneas del metro subterráneo o del tren de superficie. Cada tren estremecía la tierra de tal manera que mi corazón daba un vuelco, creyendo que se trataba de un sismo. El año 2003 me mudé a New Hampshire, USA donde vivo en un pueblo ubicado a unos pasos de la línea férrea. Corren por aquí locomotoras que jalan un centenar de vagones de carga. La conmoción de los trenes, instintivamente me devuelve al 31 de mayo de 1970. Y es que los hijos del terremoto fuimos marcados con una cruz de ceniza, como los hijos de Aureliano Buendía en Cien Años de Soledad.
Puente Gálvez de Chimbote después del terremoto
(Fuente: Associated Press, Wirephoto, 1970)
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Durante los primeros segundos del terremoto, mientras todos nos precipitábamos a la calle, mi hermano Roger había corrido hacia adentro de la casa. A pesar de que el día anterior se había dislocado severamente el codo jugando básquetbol, y llevaba su brazo derecho colgado de un cabestrillo, él corrió al interior de la casa para a rescatar a Olga. Fue un acto crucial. Terminado el terremoto, cuando inspeccionamos los daños de la vivienda encontramos la cama de mi hermana aplastada contra el suelo. Una pared de ladrillos le había caído encima.
Aquel día, Chimbote fue devastado como si las hordas de Atila hubieran galopado sobre la ciudad, y no hubieran dejado “piedra sobre piedra”. Mi barrio no tenía grandes edificios, con excepción de la iglesia San Francisco de Asís, y fue destruida también. La recuerdo bella, en la forma de un arca, y con pelícanos en bajo relieve diseñados en sus paredes. Los vecinos gustábamos llamarla, “El Arca de Noé”.
Toda la región Ancash fue destruida en cuarenta y cinco segundos por el desastre natural más grande de la historia del Perú, y uno de los terremotos más devastadores de la historia de la humanidad. El epicentro del sismo fue Chimbote.
Iglesia San Francisco de Asís antes del terremoto |
Al día siguiente, Chimbote se arremangó las mangas de la camisa, enterró a sus muertos, e inicio el proceso de su reconstrucción. Los barrios participaron de una gran organización comunal. Cuadrillas de voluntarios recorrieron calle por calle y casa por casa para limpiar los escombros. La ayuda internacional llegó generosa y oportuna. La Pampa del 21 de Abril se convirtió en un gran campamento con carpas levantadas para diversas familias que se quedaron sin casa.
Mis hermanos y yo participamos de las cuadrillas voluntarias. Al final de cada jornada recibíamos una ración de víveres consistente en carne de pollo congelado, frejoles enlatados, un derivado de trigo llamado trigol que sustituía al arroz, aceite comestible y leche en polvo. La falta de agua fue un problema serio, pero las familias lo obteníamos de pozos abiertos en el suelo, en casa mi mamá llenaba cada balde y olla disponible, la dejaba sedimentar, y luego el agua clara era consumida.
Por entonces Chimbote y el Perú se encontraban hambrientos de buenas noticias. Y éstas llegaron. El mismo día del terremoto se inauguró el Campeonato Mundial de Fútbol México ’70. Cuarenta y ocho horas más tarde, luego de cuarenta años de ausencia de los torneos mundiales, la selección peruana ingresó al gramado de juego portando brazaletes negros para debutar frente a Bulgaria. Los asistentes guardaron un minuto de silencio por nuestra tragedia. Tras ir perdiendo por dos a cero, Perú venció por tres goles a dos. Y cuatro días después derrotamos a Marruecos por tres goles a cero. La popular polka de la época, “Perú campeón, Perú campeón...”, resonó en cada rincón de Chimbote y en todos los confines de la patria.
Chimbote actual, una ciudad grande, bella y optimista
(Foto: Cortesía de Rubén Pucutay Bermudez)
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Semanas después, el equipo del pueblo chimbotano, José Gálvez FBC, en un estadio Vivero Forestal sin paredes, puertas ni tribunas inició una sensacional campaña que concluiría con el ingreso, por primera vez en la historia de Chimbote, a la liga profesional del fútbol peruano. Ahí nació nuestro himno: “A Chimbote tierra bella, hoy te canto para ti... En música los Rumbaney, en voley la selección, en fútbol el José Gálvez, José Gálvez es campeón”.
A veces los pueblos necesitan de grandes desafíos para saber con qué acero están hechos. Chimbote renació de sus escombros, y emergió como un coloso para reencontrarse con su destino. Hoy es una ciudad grande, bella y optimista. En cuanto a lo mío, siempre he creído que el terremoto del 31 de mayo de 1970, bautizó con fuego a la unidad de mi familia.
New Hampshire, USA
Mayo 31, 2014
(Parte del presente relato fue publicado el 26-02-2011 en El Rincón de los Recuerdos)
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