LUCIÉRNAGAS DE LA NOCHE
Foto Internet |
Las luciérnagas salpicaban la oscuridad de la noche con su escarcha brillante. A lo largo de mi camino chisporroteaban como luces de bengala suspendidas en las sombras. La ruta de trocha cortaba la densa vegetación y se internaba zigzagueante entre la maleza de Tres Cabezas. El olor a aguas estancadas de los pantanos saturaba mi olfato. Y en la penumbra nocturna, mis pasos juveniles avanzaban con destino a La Casa Rosada... establecimiento legal de mi natal puerto de Chimbote donde un grupo de féminas se dedican al oficio más antiguo del mundo.
Más de tres décadas han pasado desde aquellas caminatas. Fue en 1978 cuando por primera vez me aventuré a pie a través de los eneales de Tres Cabezas, tenía entonces 17 años de edad. Poco antes habían empezado mis visitas a La Casa Rosada, pero recorriendo el trayecto mediante el servicio regular de autos.
Por las noches, en la tercera cuadra de la avenida Gálvez se ubicaba la línea de colectivos que hacía el servicio exclusivo a este lugar. Era un paradero fantasmal, perdido entre las sombras de la noche, y desapercibido al común de la gente con excepción, claro está, de los que sabían a dónde querían ir.
Dos razones me desanimaron a seguir utilizando el transporte de autos.
A veces, en los carros, me encontraba con alguna sorpresa inesperada. Por ejemplo, mientras esperaba a que se completaran los pasajeros subía una sombra, se sentaba a mi lado, y resultaba siendo uno de mis profesores del colegio. Entonces yo balbuceaba, “Buenas noches, profe”. Y la respuesta solía ser: “Hola Quevedo, me imagino que ya tienes listas tus tareas escolares”.
La segunda razón fue económica: la tarifa de los autos era elevada. Con las justas yo ahorraba para la otra tarifa... y se me hacía difícil juntar dinero para las dos cosas. Hasta que un buen día, un amigo más ducho que yo, me dio la idea.
Me dijo: “La línea de autos es cinco veces más cara que la de los microbuses. Mejor tomas tu micro José Gálvez o Ramón Castilla, te bajas en el estadio Pensacola, y de ahí caminas al sitio, pero tienes que ir acompañado porque los totorales son oscuros y peligrosos”.
Y así lo hice. Usualmente me acompañaba mi amigo Jorge, con quien compartíamos escasas monedas y un sinfín de aventuras en el colegio San Pedro. Tomábamos nuestro micro en el centro de Chimbote, y bajábamos en el estadio. Cruzábamos al otro costado de la avenida Pardo, donde se ubicaba el gran muro blanco que cercaba al Centro de Educación Especial para Niños Excepcionales. Y desde esta esquina caminábamos unos tres kilómetros y medio a través de los totorales de Tres Cabezas.
En la oscuridad de la noche no se podía ver nada, excepto la maleza y el impresionante espectáculo de las luciérnagas. Sabíamos que el área contenía pantanos y pozas de agua donde de día se podía pescar lifes y monengues. Había árboles de sauce y pájaro bobo. Abundaban eneales y totorales que servían para la fabricación de esteras. Y habitaban patos silvestres y gallinetas.
Caminábamos con una mezcla de miedo y expectativa. Se decía que en los totorales podían agazaparse personas del mal vivir, pero la idea de estar pronto en la Casa Rosada alentaba nuestros pasos. De rato en rato nos acribillaba el fogonazo de las luces delanteras de autos que hacían el camino de regreso, y no faltaba algún pasajero satisfecho que nos gritara: “¡Hey misios, paguen su colectivo!”.
En el interior de la Casa Rosada laboraban otras luciérnagas. Menos brillantes pero igualmente activas durante la noche. Impúdicas se exhibían en el umbral de la puerta de unas cincuenta habitaciones, recortadas contra la media luz de bombillas eléctricas revestidas con papel celofán rojo. Hacían sus arreglos con la clientela a media voz, casi engullidos por la música de Lucho Barrios, Pedrito Otiniano y José Feliciano proveniente de un amplificador que funcionaba con un grupo electrógeno.
La primera vez que visité este lugar, mis tímidos pasos no tuvieron que deambular mucho. En el primer corredor encontré a una mujer joven, guapa, de ojos orientales, y cuya larga cabellera reposaba en el descanso de su bella figura. Le llamaban “La China Margot”. Desde entonces sólo visité a ella, hasta que un día no la encontré más. Se había ido, y por vez primera me sentí un poco perdido en el laberinto de La Casa Rosada.
“¿Buscas a alguien?”. Me preguntó una voz desconocida sacándome de mis tribulaciones. Se trataba de una mujer un tanto mayor, a quien, lo que la vida le había arrebatado en belleza, se lo había compensado con encanto. Me sedujo su sonrisa. Y tenía un nombre por el cual sentía debilidad desde que en 1972 escuché al dúo José y Manuel cantar la bella canción “Teresa”. Nos volvimos amigos. Un día a fines de 1981 le dije que ya no volvería más, y le di mi razón. Teresa, me dijo: “Cuídala, y sé un buen hombre”.
La Casa Rosada, Chimbote, Perú |
Treinta y un años más tarde volví en busca de la ruta de las luciérnagas. Ocurrió hace tres meses, durante mi última visita al Perú. Quise tomar una foto de La Casa Rosada para ilustrar el presente relato. Y me hice acompañar por un amigo de viejas andanzas: Bernardo Cabellos Sabino.
Contratamos un auto y nos dimos una vuelta por la zona de Tres Cabezas. La ruta de las luciérnagas ya no existe más. Hoy los autos circulan por una vía de tierra con cúmulos de desmonte a lo largo del camino. Me subí a uno de estos montículos con mi cámara fotográfica en la mano. Y desde la distancia, al pie del archifamoso cerro Tres Cabezas, divisé La Casa Rosada fundada en el ayer por don Germán Farro García y regentada por “La Tía Silvia”.
Me encontraba tomando las fotos cuando súbitamente fuimos rodeados por tres vehículos portando sujetos con caras de no buenos amigos. Era personal de seguridad del establecimiento. Hubo un momento de tensión, pero el verbo de seda de mi amigo Bernardo brindó una buena explicación, siendo ratificada por el chofer del auto que habíamos contratado. Los vigilantes se retiraron.
Estoy a punto de terminar este relato. Es casi medianoche en el pueblito semirural y boscoso donde actualmente vivo. Antes de cerrar la cortina doy una última mirada a través de la ventana. No alcanzo a ver al árbol de mis confesiones. Las sombras se han apoderado de New Hampshire. Lo único visible son las luciérnagas chisporroteando en la oscuridad de la noche.
Sonrío para mis adentros. Ésta ha sido una noche perfecta para escribir sobre las luciérnagas de mi juventud.
New Hampshire, USA
Noviembre, 2012
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