sábado, mayo 30, 2015

El Negro y La María


EL NEGRO Y LA MARÍA

Dibujo  (aproximado)  del  Cementerio  Viejo  del
barrio El Progreso de Chimbote en Junio de 1970
“Apártense para que no les de un mal aire”, dijo mi padre; mi hermano Fernando y yo retrocedimos un par de pasos. Luego retiró los pedazos de la tapa del ataúd que habían sobrevivido al tiempo y al terremoto. Y en el interior del cajón pudimos ver el esqueleto sin cráneo de La María envuelto en el hábito de la Virgen de la Puerta. Había muerto a los veintiún años de edad, en pleno esplendor de la vida.

¿Cómo se originó esta inusual historia? Empezó temprano por la mañana de un día de junio de 1970. Mi papá había salido de compras y a su regreso decidió “cortar camino” atravesando el Cementerio Viejo del barrio El Progreso. A cada paso observó los destrozos que el sismo trajo consigo a este lugar. La tierra no sólo tembló, sino que también se abrió y mal cerró. Se alteró y desplazó. Y en su movimiento apocalíptico expulsó a la intemperie destartaladas cajas mortuorias, esqueletos, y huesos. El antiguo camposanto, en otras palabras, era un cementerio de huesos desperdigados. Y los perros hacían su agosto en pleno mes de junio.

Chimbote, por esos días, se encontraba en estado de catástrofe a consecuencia del terremoto del 31 de mayo de 1970. Y por razones de sanidad pública, maquinaria pesada se alistaba a nivelar el destruido cementerio. Mientras lo cruzaba, mi papá se fijó en dos cráneos: uno se encontraba en el suelo, aislado del resto de vestigios óseos, y tenía características inequívocas de haber sido de una persona de sexo masculino y edad avanzada. El otro se encontraba cerca de un desvencijado ataúd que contenía el resto de la osamenta, y había pertenecido a una mujer. Mi papá pensó en el destino inexorable que les aguardaba, cuando caterpilllars y bulldozers cumplieran la tarea de aplanar y nivelarlo todo.

Unas horas más tarde, cuando mi padre reapareció de vuelta en su tienda de abarrotes, su semblante lucía exaltado e inquieto. Y había una buena razón para ello: en el interior de la bolsa que sostenía en sus manos se hallaban los dos cráneos que había visto en el cementerio. Eran El Negro y La María.

Mi papá nos contó lo visto en el camposanto. Nos explicó el destino final que pendía sobre los restos. Y nos dijo que quería regresar con dos ayudantes para traer el esqueleto completo de la mujer. ¿Pero para qué Alejandro? Preguntó mi madre. “Mira Elsa, un día cuando tenga plata, haré armar el esqueleto, y mis ocho hijos podrán estudiar anatomía”, respondió. Fue así como mi hermano Fernando, entonces de once años de edad, y yo de nueve, resultamos acompañándolo a la tumba de La María.

El cementerio estaba ubicado a ocho minutos de mi casa. Había iniciado su funcionamiento al amanecer del siglo veinte. Y en su cercanía, medio siglo más tarde surgió el barrio El Progreso. Posteriormente, con el correr de los años devino en el ombligo mismo del barrio. Siempre se le llamó El Panteón, pero cuando en 1956 entró en servicios el actual camposanto Divino Maestro, empezó a ser conocido como El Cementerio Viejo.

Año 1963:  Vista aérea parcial de Chimbote
incluye el Cementerio del barrio El Progreso
(FUENTE: Miguel Koo Chía)
Desde 1966, la Sociedad de Beneficencia Pública de Chimbote había intentado clausurarlo, demolerlo y erradicarlo, pero sólo una minoría de deudos cumplió con trasladar los restos de sus difuntos al nuevo cementerio. Así que la anunciada clausura se mantuvo en un estado de indefinición hasta el 31 de mayo de 1970, en que el terremoto lo destruyó y zanjó el tema de su demolición.

Tras los ocho minutos de vuelta al Panteón mi papá ubicó el ataúd de La María. Era una caja mortuoria de color oscuro. Destartalada pero entera y la tapa, como se indica al inicio de este relato, estaba rota e incompleta. El ataúd yacía torcido en el suelo de arena, en forma inclinada y diagonal a la que debió ser su posición original. La parte de los pies semienterrada, y la parte opuesta tendida sobre la superficie arenosa. Mi padre recolectó los huesos uno por uno, poniéndolos con cuidado en diversas bolsas. Luego, en silencio emprendimos el camino de regreso a San Isidro, nuestro barrio.

Una vez en casa, la familia en pleno procedió a lavar y hervir los huesos. Mi mamá preparó fogones de leña en el corral, y sobre unos ladrillos asentó las latas donde hirvió el agua. Esta actividad empleó varias horas. Cada minuto transcurrió en un estado de tensión, un tanto más liviano que dramático, como acariciando el filo de una navaja, donde el miedo escarapelaba la espalda, pero se compensaba con la presencia de la familia y las bromas compartidas. Arriba, en el cielo, el sol prodigaba una tarde clara y templada.

Mi papá no tuvo ninguna pretensión científica, sino puramente intuitiva, cuando sentenció que el cráneo más grande había sido de un hombre viejo. Era más macizo, ancho y oscuro que la refinada calavera de La María, y tenía escasos dientes, todos en mal estado al igual que la parte de los maxilares donde se aloja la dentadura. Todo lo hacía más viejo que joven. Desde el primer día lo bautizamos como “El Negro”.

La María tenía sus huesos completos. No le faltaba ni un diente y todos estaban en buen estado. Con razón o sin razón, la tarde en que lavamos los huesos mi papá otorgó partida de nacimiento a una leyenda que con el tiempo se convertiría en verdad para nosotros: La María había sido no sólo joven, sino también bella. Desde entonces y para siempre, se convirtió en una miembro más de la familia.

Desde que El Negro y La María arribaron a mi casa, una retahíla de inexplicables sucesos ocurrieron. Así por ejemplo, un buen día de 1972 en nuestra tienda mi padre tomaba unas cervezas con sus sobrinos Lázaro Quevedo Díaz y Franciles Silva Cachay. Durante la conversación este último se quejó de los ladrones que se metían a las viviendas para robar las cosas. “Eso no pasa aquí, las calaveras nos cuidan”, dijo mi papá. Franciles, entonces, pidió prestada una de ellas, y mi papá aceptó. Aquel día mi primo se marchó contento a su casa con El Negro en una bolsa.

Año 1967: Cementerio Divino Maestro de 
Chimbote (FUENTE: José María Arguedas)
Setenta y dos horas más tarde Franciles ya estaba de vuelta. Tenía los pelos de punta y dijo que por tres noches consecutivas su familia no pudo dormir a causa de ruidos extraños, y que sin razón alguna su cama se movía. Muchos años más tarde, su hija Estela contó que aquel día cuando su padre nos devolvió a El Negro, dos veces fue llamado por su nombre en el trayecto, él volvió la mirada y no vio a nadie. Pero dijo también ella que no todo había sido malo durante aquellas setenta y dos horas, pues su hijita Mónica, entonces de año y medio de edad, jugó a más no poder e hizo un montón de travesuras al buen Negro.

Un año antes, en 1971, ocurrió algo que en mi familia llamamos “La Historia de los Cilindros”. Teníamos entonces en nuestro corral un par de cilindros que habían quedado de un proyecto de albañilería. Varias madrugadas mis padres oyeron los cilindros rodar una y otra vez, desde la parte posterior del corral hacia el callejón de acceso a la avenida Aviación. Mi papá se levantaba para ver qué pasaba, pero encontraba todo en su sitio. Mi hermano mayor Roger también hacía lo mismo y tampoco pudo ver nada anormal. Los cilindros rodantes consternaron a mi familia y por unos meses fueron tema de trémulas conversaciones. Hasta que un día llegó de visita un amigo de mi padre que tenía fama de conocer los vericuetos de las almas en pena. Lo primero que preguntó fue lo siguiente: “¿Alejandro, dónde están ubicados los huesos?”.

Cuando los huesos arribaron a mi casa, después de lavarlos mi papá separó los dos cráneos y puso los huesos de La María en dos bolsas de red de pescador, con excepción de los huesitos más chiquitos que fueron colocados en una cajita de cartón. Las bolsas fueron situadas sobre el techo de esteras de la habitación de mis padres, cerca de un pequeño tragaluz. Mi papá pensó que el clima soleado del Chimbote de entonces terminaría por secarlos y desinfectarlos. Los cráneos y la cajita de cartón fueron acomodados en el tablero intermedio que había en el interior de un mostrador verde, en la tienda de abarrotes.

“Alejandro, La María quiere tener su cuerpo junto”, sentenció el amigo tras ser puesto en autos. Y añadió: “Su alma vaga en pena, no descansa en paz debido a que su cuerpo está separado”. Mi padre, siguiendo el consejo bajó del techo los huesos de La María, y en el tablero intermedio del mostrador verde los reunió con la cabeza, los huesitos chiquitos de la cajita de cartón y el cráneo del Negro. Y La María jamás de los jamases volvió a penar.

A partir de entonces se estableció una relación especial entre ella y nosotros. Adquirió status de protectora y bienhechora de la familia. Mi padre fue un católico no practicante, de profundas convicciones sociales, y dueño de una manera rotunda para decir las cosas. Gustaba decir que sólo creía en Cristo, en Víctor Raúl Haya de la Torre, y en su María. Mi madre, por su lado, ha sido y es una católica fervorosa, acorazada en su fe en Dios no desmayó ante las penurias económicas y logró sacar adelante a sus ocho hijos. La María fue una fuente adicional de donde extrajo fuerzas y depositó sus ruegos. Y por siempre mantuvo viva la llama de una vela misionera frente a ella.

Año 1967: Cementerio del barrio San Pedro 
de Chimbote (FUENTE: José María Arguedas)
El tablero intermedio del mostrador verde, mencionado líneas arriba, era un compartimento o entarimado donde mi mamá mantenía una frazada y una almohada. Ella trabajaba madrugadas completas en su máquina de coser Singer, y por ratos durante el día descansaba en el interior del mostrador mientras llegaban clientes a comprar algo. No dormía en los brazos de Morfeo, sino en los brazos de La María. Yo también reposaba en este lugar, especialmente cuando en la tienda había bebedores de cerveza, pues me gustaba oír sus conversaciones de mayores. El tablero era estrecho pero suficiente. Respetuosamente, empujaba a las calaveras un poquito para hacerle sitio a mi propio cuerpo… Y en realidad se descansaba muy bien.

Mientras tanto, en el terreno del antiguo Panteón luego de su destrucción por el terremoto de 1970 y subsecuente demolición por las autoridades, en 1974 la entonces alcaldesa del Concejo Provincial del Santa, señora Carmela Oviedo de Sarmiento, construyó e inauguró un gran complejo deportivo: seis losas deportivas cercadas con una malla alta de acero. Fue una de las obras físicas más grandes y hermosas del Chimbote de entonces, pero, lamentablemente, no duró mucho tiempo.

Hacia la segunda mitad de los años setenta, los huesos de La María habían empezado un rápido proceso de deterioro, un polvo blanquecino se acumulaba en las bolsas que los contenían. Tiempo atrás, por ser demasiado oneroso, mi papá había descartado la inicial idea de contratar un especialista para que armase la osamenta completa. La erosión de los huesos continuó en forma inexorable, a tal punto que mi padre tuvo que tomar la decisión de prescindir de ellos. El cráneo sí mantuvo su buen estado, y continuó brindando protección a la casa.

Pero no sólo los huesos de La María se estropeaban con el tiempo. También el mostrador verde que los cobijaba corría la misma suerte. Por entonces la tienda ya había cerrado y el mostrador se apolillaba sin piedad. En 1977 necesité fabricar una puerta para el callejón de mi casa. Y sin contar con dinero para esta clase de proyectos, terminé desarmando el mostrador para utilizar sus materiales recuperables. Desaparecido su altar, y sin un nuevo lugar estable, El Negro y La María iniciaron un peregrinaje por diferentes partes de la casa. Mi papá me dijo: “Has desvestido dos santos, para vestir uno”.

En cuanto a La María, el peregrinaje duró poco más de tres lustros, y para El Negro sólo cuatro años. En 1981 este último se mudó a Florencia de Mora, Trujillo. Aquel año, doña Amelia Gonzales Ávalos, suegra de mi hermana Nelly, en una de sus visitas a Chimbote contó a mi padre lo peligroso que era su barrio debido a los ladrones, quienes, incluso, ya habían entrado más una vez a su casa. Mi papá, repitiendo la propuesta que en 1972 hizo a mi primo Franciles, nueve años más tarde le ofrece El Negro a doña Amelia. La buena señora no dudó un instante y lo llevó a su domicilio. La noticia que llegó con el tiempo indicó que cumplió su función a cabalidad y mantuvo la casa libre de ladrones.

Año 1960: Cementerio del barrio El Progreso
de Chimbote
El último capítulo de la historia de El Negro, para nosotros, llegó en 1999. Una de las nietas de doña Amelia, de nombre Yordana, cursaba el quinto grado de primaria en el colegio María Madre del barrio Mampuesto en Florencia de Mora. Y ese año se organizó una feria de ciencias para los estudiantes. Yordana lo llevó al colegio para sustentar su proyecto sobre la anatomía del cuerpo humano y, al final, lo dejó ahí. En este punto, mi familia le pierde el rastro al buen Negro en forma definitiva.

El complejo deportivo que se construyó sobre el Cementerio Viejo en 1974 no tuvo larga vida. A los seis años de su funcionamiento empezó a ser invadido por vendedores ambulantes quienes, poco a poco, fueron destruyendo su alambrada y posesionándose de las losas deportivas. Al cabo de unos años tomaron el control completo no sólo del área deportiva, sino también de algunas calles aledañas. Hasta el año 2009 esta parte del barrio El Progreso se había convertido en una de las más grandes paradas de abastos ambulatorias de todo el territorio nacional.

El peregrinaje de La María en mi casa duró hasta 1995. Luego de deambular de habitación en habitación, mi papá le encontró un lugar permanente. Resulta que la vivienda donde crecimos cambió en 1992. Mis hermanos mayores habían ido formando sus propias familias, pero no tenían un buen lugar donde vivir. Así que mi papá decide dividir la casa entre sus ocho hijos y cedernos en anticipo de herencia para que cada uno pueda construir su propio departamento. Progresivamente, el ladrillo, cemento y fierro reemplazaron a los palos y esteras. La nueva casa incluyó un amplio patio-corredor común de doce metros de largo por dos y medio de ancho.

Paralelamente mi padre se fue llenando de años, había dejado su trabajo habitual y se dedicó a tiempo completo a la pasión de su vida: la jardinería. Amó especialmente los cactus. Ya no tuvo el mismo espacio de la antigua vivienda, pero se conformó con el nuevo patio, convirtiéndolo en la parte más bonita de la casa. Colocó maceteros por todas partes, y muchos otros colgó en los espacios menos pensados, hasta el punto que ya no cabía un alfiler más... de cactus.

Como quiera que mi papá dedicó a este ambiente la mayor parte de sus horas, acomodó en un andamio los escasos bienes personales que en  este punto de su vida había decidido conservar: un pequeño espejo de mano, una maquinita de afeitar, la piedra pómez para sus pies, sus herramientas de jardinería, y también algo muy especial: La María, concluyendo así su peregrinaje dentro de la casa.

Hacia 1999 yo vivía en Londres, Inglaterra. Me había casado con Terry, una mujer de origen norteamericano. En febrero de ese año nació Dorothy, mi única hija, y en diciembre llevé a ambas al Perú para que conozcan a la familia. Mi esposa se conmovió al ver a mi padre; frente a ella estaba un asceta de 76 años que había renunciado a casi todos los bienes materiales de la vida. Terry me explicó su sentimiento de esta manera: “Tu papá ha trabajado toda su vida, y lo único que tiene es su ropa, sus pantuflas, sus maceteros, y su María”.

Alejandro, cultivando sus plantas 
tras una cortina de cactus
Pasan los años y el tiempo vuela para mi padre. Hacia el 2007 yo no vivía más en Europa, sino en Estados Unidos. En abril de ese año mi madre me llama y dice, “si quieres despedirte de tu papá, tienes que venir volando”. Arribé a Chimbote con Terry y Dorothy, y tuve el honor de verlo partir. Los momentos que siguieron fueron duros y de confusión también. Después de las primeras 24 horas noté que un miembro de la familia no había sido participado del deceso.

Me dirigí entonces al patio de los maceteros. Una vez ahí, caminé hacia el andamio. Estando frente a La María la miré, y dije: “María, el hombre que en 1970 te rescató de las ruedas oruga de los tractores, ha dejado este mundo”.

La vida continúa. Y este relato también. Ahora démosle una mirada final al terreno del antiguo camposanto que en 1974 se convirtió en complejo deportivo, y que posteriormente fuera invadido por los vendedores ambulantes.

El año 2009, la señora Victoria Espinoza García, encargada de la alcaldía del Concejo Provincial del Santa hizo noticia de alcance nacional con relación a este terreno. El 18 de octubre, día domingo, un gigantesco operativo policial erradicó a los cinco mil vendedores ambulantes del anterior complejo deportivo y calles adyacentes, ubicándolos en una explanada del barrio Dos de Mayo de Chimbote.

La azarosa historia de las tierras del antiguo Panteón, parece haber concluido con un final feliz: Una vez más, sobre esta superficie, volvió a construirse un moderno complejo deportivo para la comunidad en general, siendo inaugurado el 27 de junio del 2010.

Al terminar esta historia no sé si será un exceso pedirle a La María me conceda un milagro. ¿Será posible que este relato llegue a uno de sus familiares? Los datos que tengo no son muchos pero podrían ser suficientes.

Aquel soleado día de junio de 1970, en el destruido Panteón de Chimbote, junto a su desvencijado ataúd había una cruz de madera apenas sostenida en la arena, su inscripción rezaba: “María V. Mercado 1940-1961”. Un dato final, mi padre nunca dudó que había sido bella, muy bella.

New Hampshire, USA 
Mayo, 2015

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